Me convertí en un experto en ti. Verte era mi primera ilusión del día. Recuerdo perfectamente que ese viernes a las siete de la mañana estaba lloviendo. No llevabas paraguas. Caminabas deprisa, con la cabeza agachada y los hombros encogidos, como si así pudieses evitar las gotas más molestas. Ocultabas las manos en los bolsillos de una chaqueta negra que te cubría casi hasta las rodillas. Te descubrí al final de la calle y no pude dejar de observarte hasta que pasaste a mi lado. Estoy seguro de que no te fijaste en mí porque estabas concentrada en no pisar ningún charco.
Ese fin de semana tuve una extraña sensación. Me acordé a menudo de tus rizos mojados, pero no quise darle más importancia. El lunes siguiente fue distinto. Apareciste de nuevo al fondo de la misma calle, a eso de la misma hora que el viernes anterior. Esta vez no llovía y tú andabas con un ritmo más relajado. Sin embargo, tus manos seguían guardadas en ese par de bolsillos de chaqueta negra. Me agradó reencontrarte.
Llevabas el pelo recogido. Sólo un rizo escapaba a la pinza que te sujetaba la melena y brincaba nervioso a cada paso, golpeando suavemente tu mejilla. Unos metros antes de cruzarte conmigo, sacaste tu mano izquierda del fondo de ese afortunado bolsillo, atrapaste el rizo saltarín y lo devolviste a la disciplina de tu peinado.
El martes volvimos a coincidir a la misma hora y llegué a la conclusión de que nuestros encuentros podrían ser muchos. El miércoles confirmé mis intuiciones y el jueves, di por hecho que la eternidad nos pertenecía, al menos en esa calle, a las siete de la mañana.
No recuerdo exactamente qué día fue el primero en que cruzamos nuestras miradas. Pero esos ojos lazulita se me quedaron grabados para siempre en la memoria. Las fechas transcurrían y mi único objetivo era esa calle, a esa hora y tú. Cuando me acercaba a nuestro encuentro acostumbrado, digamos que cien metros antes, me colocaba bien el abrigo y utilizaba el reflejo de alguna ventana para retocar mi aspecto y asegurarme de que, al franquearme, vieses lo mejor de mí.
En los días sucesivos me enamoré de tu manera de fruncir el ceño en los días de viento, de tu forma de morderte los labios por dentro cuando algo te preocupaba y sobretodo, del perfume con aroma cítrico, suave y penetrante, que emanabas al pasar cerca de mí. Era como si hubiese estado toda la vida esperándote.
Luego empezaron a cambiar las cosas. A mí me obligaron a llevar esa estrella amarilla en el brazo. Empecé a observarte con precaución. No me atrevía a mirarte a los ojos por miedo o quizás por vergüenza. Así que me conformaba con perseguirte desde lejos con la mirada y eso hice hasta que me prohibieron, como a tantos otros, transitar por allí.
Pasaron los meses y nuestras vidas tomaron rumbos distintos. Me gusta imaginar que te fuiste lejos de esa ciudad, a un sitio mejor, con estrellas en el cielo y no en los brazos. A mí, simplemente, me llevaron.
Mi padre me solía decir que es más importante lo que uno tiene que lo que desea. Supe que estaba equivocado un 28 de abril, al pasar debajo de otra gran mentira: arbeicht macht frei. Entonces entendí que cuando a un hombre se lo arrebatan todo, sólo tiene lo que nunca tuvo. Y yo te tuve a ti, en esa calle, a nuestra hora, para el resto de mi vida.
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