Roberto Ramírez Bravo
Fue sólo un golpe seco en la espalda, muy pequeño y doloroso, y al sentirlo Florencio tuvo la certeza de que iba a morir y que ya nada de este mundo ni del otro lo podría evitar. La noche estaba solitaria y aún escuchó el disparo retumbar en el barranco, perdiéndose poco a poco. Muy cerca de él, casi pisándole los talones, sintió correr al Jaibo y al Camaleón con el arma todavía humeante. Faltaban dos cuadras para llegar a su casa y en sus manos todavía llevaba el bolillo que salió a comprar para Marina.
Fue sólo un golpe seco en la espalda, el impacto de una brasa que le quemaba las entrañas y lo mandaría tal vez a un hospital, pero que no podría provocarle la muerte, o al menos eso pensaba. Claro que las cosas pudieron no llegar tan lejos. ¿Cómo se le ocurrió discutir con el Jaibo precisamente ahora? ¿Y cómo fue a tirarles la botella si los conocía bien, si estaba seguro de que aquellos hombres una vez borrachos no se detenían ante nada? Pero eran sus amigos, pensó, y la amistad es más fuerte que la inconsciencia, aunque hubo de reconocer que se había equivocado. Sin saber cómo, vio al Jaibo desenfundar furiosamente una pistola, vio en sus ojos el instinto asesino que ya nadie podía contener una vez que se apoderaba de él, y pese a no creerlo capaz de disparar echó a correr, arrepintiéndose de su debilidad cada segundo: si me hubiera quedado, pensaba, tal vez lo habría calmado.
Fue sólo un golpe seco en la espalda, un eco traspasando su cuerpo en la noche infinita, un contratiempo que le cortó la respiración momentáneamente. La calle de tierra se le enredaba entre los pies desde hacía rato, y la luz de la luna no era lo bastante clara como para iluminar los hoyancos y las piedras. Pensó que caería al sentir el impacto, pero en vez de eso, todas las sombras y todas las figuras parecieron detenerse por un segundo; hasta los ruidos se aquietaron, y pudo ver sin prisa la inmensidad de un cielo estrellado y un mar ancho y majestuoso frente a él, más allá de los cerros, y pensó en Marina. En esos momentos esperaba el bolillo que él untaría de miel para dárselo en la boca, como acostumbraba hacer con cada antojo satisfecho. La imaginó sentada al borde de la cama, con el pelo lacio cayendo sobre sus hombros y el vientre abultado, que apenas empezaba a notarse. Marina le había cambiado la suerte, fue ella quien lo rescató del vicio, la que lo alejó del Jaibo y el Camaleón, y la que consiguió hacerle ver el futuro con esperanzas. Eran ella, y el hijo que estaba esperando, la única razón de su nueva existencia; por ellos pensaba vivir y luchar, reorganizando su destino: él, que antes de conocerla no esperaba nada de la vida. Sin embargo, muy cerca, casi pisándole los talones, sentía correr al Jaibo y al Camaleón, con el arma en la mano.
Fue sólo un golpe seco en la espalda, un dolor infinito que le nubló la vista y le fijó para siempre la certidumbre de la muerte. Fue como un estallido abriéndose paso hasta su pecho, un empujón fatídico hacia el abismo. Pensó que si moría sería una muerte inútil y absurda. Moriría lejos y solo, en un lugar donde nadie lo vería y donde nadie oiría sus últimas palabras, si pudiera decirlas; pensó que moriría en un mal momento, cuando apenas encontraba una razón para vivir, cuando tantas cosas por delante lo estaban esperando; pensó además que era ilógico: mientras anduvo vendiendo mariguana, mientras se pasaba las noches en las cantinas, mientras padroteaba prostitutas, jamás tuvo ningún problema, ni un rasguño, ninguna herida grave; ni siquiera en los enfrentamientos con la policía en los que tomaba parte. Ahora en cambio, la muerte le llegaba por una discusión sin sentido, por nada. El Jaibo y el Camaleón estaban ya borrachos cuando él los encontró bajo aquella acacia donde en otros tiempos se reunieran los tres. Lo saludaron, le hablaron amablemente hasta que en un descuido se violentaron; Florencio tiró de una patada la botella y el Jaibo desenfundó con la mirada descompuesta. La noche estaba oscura, silenciosa, y algunas luces parpadeaban calle abajo.
Fue sólo un golpe seco en la espalda y un sonido que se perdió en la obscuridad, retumbando en la barranca donde había estado el arroyo. A lo lejos las ventanas seguían iluminadas y un silencio suave dominaba la inmensidad nocturna; el mar resplandecía bajo la luz de la luna, y aún Florencio alcanzó a escuchar el llanto de un niño entre las casas y los ladridos de los perros en la lejanía. Muy cerca de él corrían el Jaibo y el Camaleón en una carrera inmóvil que sintió durar una eternidad, y aunque estaba seguro de que nada grave estaba pasando, no pudo evitar un miedo profundo al imaginarse inmerso para siempre en aquella huida sin sentido. Si al menos Marina pudiera verlo, pensaba...
Fue sólo un golpe seco en la espalda, un dolor intenso que le dobló las rodillas y le reventó el rostro contra el suelo, haciéndolo caer como un costal de huesos; pero él ya no pudo darse cuenta de nada, porque estaba pensando en las cosas que haría al día siguiente, en la mujer que abrazaría, y en el hijo que vería nacer y crecer, seguro de que su vida sería larga y tranquila y podría hacer por fin todas las cosas que nunca hizo...
* El presente cuento forma parte del libro Sólo es real la niebla, Ed. Sagitario, 1999. |