Malena se sentó, abrió su libro en la página 184, encendió un cigarrillo y se dispuso a leer. Saboreaba cada pitada y se deleitaba con cada palabra, en ese sagrado instante de su día. Perdida en la historia de Galo, el protagonista, que buscaba desesperadamente la forma de salir de Artina, un pueblo al que no recordaba haber entrado, y cuya única salida era, como pronto averiguaría, la muerte, Malena casi no sintió los primeros indicios del dolor. Con el correr de las páginas, sin embargo, el malestar se tornaba más y más evidente. Malena carraspeó y se apretó con una mano su flanco derecho. El dolor era indescriptible. No parecía ser físico. No era localizable. Pero, a la vez, era demasiado real e intenso para ser un dolor emocional. Sentía que sus músculos se contraían, y una punzada constante le atravesaba el costado. Malena cerró el libro y se levantó, doblada de dolor. El dolor, el dolor, el dolor. Era insoportable, y no tenía clemencia. Malena gimió, incapaz de articular palabras o de entender el origen de lo que pasaba. De pronto, su mente se aclaró, y supo que tenía que salir a buscarla. Juntó fuerzas y se levantó. Tomó las llaves del auto de la mesa y caminó tambaléandose hasta su Ford Fiesta azul. Lo puso en marcha, mientras su sufrimiento se hacía cada vez más potente. Malena condujo, mitad por instinto y mitad por memoria, que es una de las pocas cosas que no traiciona cuando la razón y el cuerpo se rebelan contra uno, y llegó hasta una casa baja y gris, con la puerta pintada de todos los colores del arcoiris. Salió del auto, y una nueva oleada de dolor la tumbó. Arrastrándose, llegó hasta la puerta irisada y la abrió. La casa olía a encierro, y una música triste, quizás la más triste jamás escuchada, invadía todos los rincones. La música mitigó el dolor por un momento, y Malena pudo pararse. Todo le resultaba familiar, aunque travestido en una amarga melancolía. Sujetándose la zona derecha de su pecho (gesto inconsciente, aunque inútil), supo exactamente adonde ir. Dobló a la derecha por el pasillo, y encontró la puerta, absolutamente negra, absorbiendo su energía. Detrás de esa puerta, la música. Malena gimió suavemente una última vez, se irguió, y abrió la puerta negra. Verónica, como la imaginaba, lloraba tendida en la cama. Se dio vuelta, sonrío, iluminando ríos de lágrimas que se evaporaban sobre brasas encendidas, y gritó su nombre. Malena la abrazó, abrazando su dolor. La lanza en su costado desapareció. |