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Coroné la montaña, no era una montaña corriente, la llamaban cuerpo de mujer, su contorno dibujaba su silueta tumbada.
Salimos por la mañana temprano y con buena marcha hicemos la aproximación hasta las primeras rampas cuya inclinación hacían que apoyara las manos en las rodillas para descanar e impulsarme.
Dos veces nos paramos en donde el agua manaba entre las briznas de hierba, el aire fresco de la mañana no bastaba para paliar el calor de la ascensión y el agua siempre fresca deleitaba los sentidos.
El paisaje se fue desnudando de verdor y solo matorrales ralos y piedras lo componían. Los líquenes en las rocas creaban dibujos curiosos y monótonos verde oscuros y grises.
Nos sentamos y esperamos un instante, sacamos los bocadillos que nos habían preparado y los comimos en silencio.
Las sombras si hicieron cortas, el sol se poso en el cenit y reanudamos la marcha. El viento frió, calor del sol, y los pulmones llenos a cada bocanada de aire.
Esos olores, olores elementales, puros, que se unían al paisaje, desde los helechos húmedos y los prados del valle al del aire frío con matices aromáticos de tomillos de las cumbres peladas.
Ahora ya no subo la montaña, la subí una vez y sus olores me acompañaron toda la vida.
Olores de cuerpo de mujer.
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Texto agregado el 21-12-2005, y leído por 124
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