Cuento popular.
Versión de Celia ALviarez.
La vida y el camino lo trajeron a este estrecho. Pacheco era un hombre bueno, querendón y de amistad eterna. Vivía internado en la montaña, en un pueblo lleno de flores y gente hacendosa llamado Galipán, donde sembraban los más hermosos claveles, las yerbas más olorosas y las más grandes legumbres para venderlas en el mercado de la capital. Tal vez por eso no le gustaba mucho el ruido citadino: las carretas a caballo recorriendo la ciudad de arriba abajo, los pregoneros anunciando las nuevas noticias , gente que viene y que va, vestida para misa, para trabajo, para la hacienda.
Pacheco trabajaba en el mercado. Todos los días descendía el cerro de madrugada, todavía a oscuras, con su carretón lleno de flores bonitas, frutas y verduras frescas para venderlas abajo, al pie de la montaña, en el gran valle de Caracas. Todos los días, Pacheco surcaba el monte a través de ese pequeño camino lleno de leyendas y mágicas historias. Se decía que por allí entraron los primeros españoles a Caracas, y que construyeron ese caminito de piedra a punta de sudor y espada, luchando constantemente contra los feroces indios caribes que poblaron la montaña desde tiempos inmemoriales. Se decía también que sus espíritus rondaban los caminos todavía, y que se habían convertido en parte del gran espíritu de la montaña, tal como le sucedía a todo el que se atreviese a desafiar el poder de la Naturaleza en éste, su inmenso palacio vegetal. A Pacheco poco le importaba esta sarta de palabras y cuentos tenebrosos, total, hacía años, desde que era un muchacho todavía, habían aprendido su mula y él cada una de las piedras, árboles y senderos que hacían parte del cerro. Nadie como él para ubicar las yerbas medicinales que la montaña escondía, para reconocer el sonido de cada pájaro, cada culebra, cada viento rozando el follaje de los árboles. Pacheco pensaba para sí que él mismo era parte de esa montaña azulada y altiva que se levantaba entre el mar y el valle caraqueño, y no se equivocaba, pues, en su pensar, por ello estaba ahora en ese punto frío y desconocido del camino, con su mula a un lado y la neblina penetrándole hasta los mismos huesos.
Las gentes de Caracas, muy alegres y populacheras, conocían a Pacheco desde que tenían memoria. Les parecía un personaje mítico, de leyenda, lo imaginaban bajar como navegando entre la bruma mañanera hasta la ciudad, para traer cual Mesías el sustento que a diario utilizaban las amas de casa para servir las mesas capitalinas. Él llegaba junto al sol, con su inmensa capa de cuero y su sombrero de ala larga, las barbas grisáceas hasta el cuello, y una eterna mirada sonriente. Toda Caracas conocía a éste personaje, y en las mañanas frías de Navidad, no había quien no se preguntase: “Y si aquí está así de frío... ¡¿Cómo estará Pacheco?!. Frase que de tanto usar, se había vuelto ya un refrán.
Pacheco caminaba lentamente el camino de piedra, intentando ubicar alguna imagen conocida, algún árbol, follaje, ladera, que lo sacaran de la duda que ahora le albergaba. Caminaba despacio, peleando con la mula que ya no quería andar más, y enceguecido por la bruma de la niebla espesa que cubría el sendero. Pacheco se hallaba perdido en su montaña, sin tiempo y sin espacio, sin paisaje alguno que orientara sus pasos. Frente a sí, apareció de pronto un largo y estrecho camino que subía hasta perderse de vista. Consciente de no haber entrado nunca a éste paraje, y a sabiendas de que ya ese día no podría llegar a su destino, decidió desatar la carreta que arrastraba su mulita fiel, dejarla al pie del cerro, y seguir sin el peso habitual. La mula agradeció el gesto y ambos tomaron el rumbo que la montaña invitaba a seguir. Caminando y caminando, llegaron después de mucho a un claro en medio del monte. Nada rodeaba sus cuerpos más que bruma y vegetación. Era primero de Diciembre.
.-Pacheco.... Pacheco....- Oyó de pronto una voz honda, lejana.
Asustado, tomó su mula y volteóse para bajar rápidamente el sendero que lo llevó allí, pero ya no había nada más que niebla a sus espaldas.
.-No temas Pacheco.- se oyó nuevamente la voz femenina y envolvente, como si saliera de todas partes y de ninguna a la vez.- Soy el espítiru de la montaña. Es momento de que vengas conmigo. Eres mi fiel amigo, Pacheco, me haz acompañado desde que naciste, me conoces mejor que nadie y haz vivido para serme fiel y cuidar de mis rutas y secretos. De ahora en adelante formarás parte de mí para siempre, serás el señor de la neblina, y como haz hecho cada día de tu vida, bajarás desde muy temprano y bañarás todas las mañanas con tu frío y tu humedad a mi hermano, el Valle de Caracas. Todos te conocerán y te llamarán por tu nombre, serás leyenda y cada Navidad recordarás a los Caraqueños que yo soy la Naturaleza, reina inmortal de ésta montaña. Aprenderán a través de ti a cuidarme, quererme y respetarme como tú lo haz hecho toda tu vida.
Pacheco ya no tenía miedo. Sabía que era éste su destino y que nada le haría más feliz que hacerse uno solo con su cerro adorado. Poco a poco, su cuerpo y el de su mula se fueron volviendo niebla, se unieron a la montaña y bajaron como una gran nube desde el follaje montaraz hasta la ciudad de Caracas. Todo el mundo se preguntaba el por qué de este sabroso frío repentino y ese rocío templado que rodeaba todas las cosas....
- Y si aquí está así de frío... ¿Cómo estará Pacheco?... murmuraba la gente del mercado, un poco extrañada de no verlo salir de la montaña con su carreta.
De Pacheco sólo encontraron la carreta en mitad del camino que conducía a la capital. Ni rastro de sus huellas ni las de su mula; un monte espeso cubriendo todos los bordes del camino. Desde entonces, se cuenta esta historia en el pueblo de Galipán, y el refrán caraqueño poco a poco fue dándole forma a lo que ahora es el Pacheco de Navidad: cada primero de Diciembre, al levantarse esa espesa nube que baja y cubre la Ciudad de Caracas, todos reconocemos en ella al eterno personaje que se unió a la montaña, y ahora decimos con alegría decembrina: ... Ahí viene Pacheco... Ya llegó Pacheco... recordando su historia y mirando con respeto hacia la montaña que se fundió con él: El Ávila, la sultana de Caracas.
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