Era inevitable, por más que intentaba hacer que la pequeña flor reviviera, era evidente que ya estaba marchita.
Con ese dolor que se siente cuando por años se intenta hacer un jardín en el mejor lugar de su casa, sentía que sus esfuerzos eran en vano, porque ninguna flor vivía más de unos días.
Intentó con jazmines, pensamientos, clavelines, gladiolos, fucsias y rosas, pero ninguna flor quería echar raíz en aquella tierra.
Con paciencia abonaba la tierra, la regaba con esmero, la limpiaba de los insectos perjudiciales, hermoseaba el entorno, implementaba adornos para cuando las flores llegaran a engalanar el jardín. Con paciencia estudió sobre los cuidados, mantención, poda y siembra, y todo cuanto hay para dar un buen pasar a la flor que decidiera crecer en aquel lugar.
Por años cuidó la desolada tierra fértil. Buscó las semillas en los lugares especializados, buscó patillas en los parques, buscó bulbos en los bosques. Buscó flores en todos lados.
Las eligió por su belleza y sus cualidades: Jazmines de un color blanco inmaculado y armoniosa forma; Pensamientos, pétalos delicadas sólo de estación, pero coloridas para dar paz al alma; Clavelines, diminutas florcillas que le recordaban los mejores momentos de su niñez; Gladiolos, elegantes, bellos y de una intensidad inigualable; Fucsias, pequeñitas con aroma a cielo, excelentes para descansar una tarde de verano sumergido en su fragancia; y Margaritas, su último intento, perfectas, simpleza en armonía, bellas por sí mismas y dueñas de todo lo que un jardinero pudiera pedir.
Era inevitable. La bella margarita que había elegido había muerto en sus manos. La tarde aun no terminaba de caer y ya estaba nuevamente frustrado con aquella ramita apenas con unas radículas diminutas.
Aquella flor la había encontrado en un bello vivero. Con esa paciencia que se hacía para las plantas, la miró por mucho rato viendo sus pétalos, la belleza de su color blanco como la nieve y el diminuto sol en su centro, cual universo en la palma de su mano. Regresó a su casa para planear en que lugar del vacío jardín habría de transplantarla.
Ahora recordaba todos esos instantes: de cómo la cuidó, la protegió en el invierno, le brindó una cobertura y como veló porque empezara a echar raíces. Finalmente una tarde, la margarita dejó salir un par de raicillas, y en su pecho la esperanza le invadió. Pero fue en vano, la planta no tardó en morir como lo hacían todas las flores. Estaba nuevamente derrotado.
Con la flor marchita en su mano, miró el cielo y la dejó caer.
Moraleja: Si la segunda flor que intentas sembrar muere como la primera, dedícate a la filatelia. |