ANABEL
(Más allá del amor)
—Qué aburrido —pensaba Pedro mientras el cura bendecía el ataúd y los familiares lloraban desconsoladamente.
No tuvo más remedio que asistir, era un compromiso de un tío en segundo grado. Vino sin su esposa, aburriéndose considerablemente.
Deseando terminar cuanto antes, sus pensamientos se centraban en el partido de balompié de la tarde y después acabaría en la cama con su mujer.
—En fin, un sábado redondo —se decía a sí mismo.
Una idea se le pasó por la cabeza, ya lo había hecho otras veces. Se aprovechó de que todos estaban pendientes de las palabras del clérigo. En una maniobra de despiste, se escabulló de entre las personas congregadas.
Con autentica desidia y pereza deambulaba por el camposanto, fijándose en las lápidas de las tumbas. Era un pasatiempo algo morboso, pero a Pedro le distraía extraordinariamente. Comparaba fechas con su edad, miraba las fotos de los inquilinos de las tumbas, etc.
El tiempo fue pasando con suma rapidez para nuestro amigo. Consultó su reloj y calculó que el entierro llegaba a su fin.
De camino de vuelta, una lápida de mármol blanco le llamó la atención, intrigado y curioso se paró ante la misma. Había una foto ovalada que representaba a una joven de unas veinte primaveras, con vestido de época, la cabeza adornada con una Pamela. Debajo del retrato, una inscripción rezaba lo siguiente:
“ANABEL ALONSO”
*1898 + 1921
R .I. P.
Aunque el retrato de color sepia ennegrecido por el tiempo no estuviera en las mejores condiciones, se podía muy bien adivinar los bellos rasgos físicos de la joven que, con esa media sonrisa, se le asemejaba al famoso cuadro de La Gioconda de Leonardo Da Vinci.
Pedro, fascinado ante tan encantadora belleza, perdió la noción del tiempo. Permaneciendo como atolondrado ante la tumba de Anabel sin importarle el entierro, el fútbol, ni la cita en la cama con su mujer. Conforme pasaba la tarde, Pedro se hacía mil y una preguntas sobre la vida y muerte de Anabel:
— ¿Cómo vivió?
— ¿Cómo murió?
— ¿ Tuvo hijos?
— ¿Fue feliz en su vida?
Todas esas cuestiones se amontonaban en la mente de Pedro. Al regresar a su casa, su mujer le encontró algo extraño en la mirada. Le preguntó qué le pasaba y sólo consiguió arrancarle unas pocas palabras incoherentes.
—Que estaba muy cansado y se iba a la cama...
Fue pasando el tiempo, y nuestro amigo no faltaba ni un solo día de visita a la tumba de Anabel. Su mujer se cansó y pidió el divorcio, a él no le importó en absoluto. Lo perdió todo: dejó su trabajo, hijos, su chalet en la sierra que tantos ahorros le costó. Por supuesto, cambió de barrio y amigos. En definitiva, en su mente solo cabía una palabra:
¡Anabel!
Las hojas secas que caían encima de Pedro delataban lo avanzado del otoño. Al hombre no le importaba en absoluto, encorvado por el peso de los años seguía como todos los días delante del sepulcro de mármol blanco. Cuando le sobrevino el infarto estaba en medio de sus recuerdos. No le dio tiempo a darse cuenta de que la vida se le escapaba. Fue cayendo lentamente como si fuera una repetición de jugada deportiva.
En el suelo yacía el anciano, las hojas seguían como llovizna débil cubriendo el suelo.
—Pedro... —como un susurro, llamaban al anciano.
El alma del mismo se levantó, sonriente y alegre como un niño.
—Vámonos, Pedro —siguió diciendo la voz—, no temas que estaré contigo acompañándote.
—¿Eres tú, amada mía?
—Sí, querido.
—Por fin estaremos juntos, no sabes cuánto he soñado este momento.
—Lo sé, amor mío, tus visitas no pasaron inadvertidas para mí.
Se unieron los dos en un cálido abrazo y juntos se elevaron hacia el cielo.
Al día siguiente, cuando el personal del cementerio encontró a Pedro, no dieron crédito a lo que sus ojos vieron: el cuerpo del mismo estaba rodeado por flores silvestres formando un manto multicolor.
FIN.
J. M. MARTINEZ PEDROS.
Todas las obras están registradas.
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