Cuando chica, Ana tenía miedo de cagar. Dicen los psicólogos que en la etapa anal del crecimiento el niño piensa que la taza se lleva parte de sí y que cuando crecen aún piensan que la gente les va a robar, son de aquellas personas que lo guardan todo y no prestan nada. Muy mala, mala taza. Sin embargo Ana Toronja creció sin ser envidiosa ni tacaña; superó la etapa decía su madre.
A medida que los años avanzaban, Ana descubrió una pasión gigante por el arte, le gustaba tanto la música como los libros y sobre todo, la pintura. Su abuela era una pintora muy famosa, Flora de La Guerra, dueña de una galería miraflorina en donde exponía algunos trabajos; Ana soñaba con heredar aquella galería llenecita de cuadros y colores.
Los Toronja eran todos iguales; una familia numerosa, cuando se reunían. Una familia cariñosa y unida, en las navidades y los cumpleaños. En realidad Los Toronja eran una grupo de seres tan diferentes como ensimismados, cada quien con los problemas tan iguales. La vena que compartían les llegaba por la sien y terminaba con una ramita cerca de los ojos; era la vena del arte; eso lo decía la mamá de la abuela Flora. Y también decía que gracias a la abuela Flora y a su hermana Elena la vena se había convertido en el símbolo de aquella otra cosa que los Toronja compartían, la vena del divorcio.
La abuela de Ana era más directa y lo que decía sobre la familia se limitaba a dos líneas; Los Toronja somos la familia ideal, esa que siempre que se ve arma barullo y es feliz. Lo malo es que no nos vemos.
Cuando Ana entró por fin al colegio, descubrió que su apellido era una gracia muy grande, supo entonces qué significaba una burla, se volvió muy callada y tímida, y se demoró un año entero para hacer una sola amiga. A la cual nunca más volvió a ver.
La experiencia del primer año en el jardín de niños fue una cachetada a la inocencia y a la dulzura que Ana había aprendido con su madre, en la pizarra que colgaba tras la puerta de su dormitorio. Era la única que sabía deletrear y escribir su nombre y la única que leía por lo menos, unas 10 palabritas insignificantes. Lo de Toronja no era su culpa, algún antepasado ridículo y su gusto por esa exótica fruta había hecho de aquel apellido la burla de años y años, como le decía su madre. No había nada de qué preocuparse, los niños son crueles, pero con el tiempo uno se acostumbra y ya no le afecta.
En el jardín de niños, Ana conoció a su primer amor, un príncipe de ojos claros y cabellos dorados, tal cual había leído en sus enciclopedias de cuentos, los príncipes debían ser. Aunque le faltaba el caballo, ana había visto la horda de soldados que andaban con él, marchando por los jardines y saltando y cayendo por toboganes y luchando por rescatarla del infernal bochorno de primavera, del castillo, de la torre. La cruda verdad era que Ana y él ni se conocían.
Por fín un viernes antes de irse a casa, Ana se armó de valor y se dirigió hacia el príncipe (de quien no sabía el nombre), lo miró y remiró temblando. Le dijo, con la sonrisa a media cara si quería ser su amigo. El príncipe se quedó callado y se volvió a la fila de los buses, Ana con el corazón roto también se fue para su fila, con la lonchera pesándole más que nunca. Se fue a casa llorando en silencio, con las risas de los niños y las palabras de los grandes. Los cuentos era sólo cuentos, las fantasías y esas cosas, y detestó saber deletrear y escribir su nombre y detestó ser la más inteligente del jardín de niños y detestó haber sido elegida para representar el escudo nacional en la fiesta de primavera.
“Si quieres que seamos amigos, consígueme el gusano verde más grande que hayas visto”. El príncipe se alejó y Ana sentada en el columpio se dedicó todo el día a buscar gusanos, por entre las grietas, debajo de las piedras, escarbando el barro. Pero lastimosamente jamás encontró uno que fuese verde y mucho menos el más grande que hubiese visto jamás. Se resignó a perder al príncipe y lo olvidó mientras se aprendía el poema del escudo patrio.
La mañana del desfile de primavera, Ana llegó vestida de escudo blanquirrojo y peruanísimo, hecho con tijeras y cartón y pintura por su madre que ya sacaba la cámara de la cartera gigante, en donde llevaba casi todos los instrumentos posibles para remendar el traje y recortar o pintar de nuevo el escudo. Y ya le estaba tomando fotos con los amiguitos del salón que se aglomeraban para que las otras mamás tomaran más fotos y ya había alguno que lloraba y otro que se jalaba el maldito disfraz, y ahí, de pronto Ana las vio. Eran las niñas vestidas de mariposa, con las alitas transparentes y las medias de colores y los cachetes rojos y la escarcha y el brillo y la emoción y Ana miró su disfraz, tan hermosamente hecho por su madre. Quiso ser una mariposa más.
Los padres aplaudieron su poema, las profesoras nombraron a Ana el orgullo del jardín de niños y su madre la rellenó de besos y bombones de chocolate. Pero Ana seguía entristecida y desanimada, con las lágrimas clavadas en los ojos para que su madre no se diera cuenta. Salieron los niños vestidos de árboles, y ahí estaba su príncipe de cabellos dorados, saltando con sus otros soldados todos vestidos como árboles. Y las mariposas que llegaban y jugaban con ellos y sonreían y brillaban. Y Ana ni siquiera había jugado con ellos, su número había sido solo, con ella y nadie más recitando un poema que ahora no podía recordar.
Su madre la abrazó, comprendiendo quizás como lo hacen las madres el deseo de Ana. Y le dijo entre susurros; tú eres una mariposa más bonita, una que sólo se ve en invierno.
Ana sonríe. Además el próximo año ya estará en el colegio de verdad y ahí sí será toda una mariposa.
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