Aroma de Muerte
Hay una dulce fragancia que envuelve mi cuarto. No es el humo del cigarrillo que reposa en el extremo derecho de mi buró. Es el aroma más dulce y más sobrio que alguna vez hubiese percibido. Arrojo al cielo siete palabras, en las que destacan las siguientes: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. He iniciado el conteo ascendiente, para subirme en los hombros de alguien que no aún conozco y que no pretendo siquiera conocer. Ahí esta, estacionado en el umbral de la puerta, esperando el momento indicado para entrar. Me sonrojo un poco, la temperatura en el ambiente ha aumentado considerablemente. En los templos del desierto se contemplaba extremo calor por las mañanas y extremo frió por las noches, pero esto no es natural. No es el clima de cierta o cual región del mundo. Existe en el aire un calor indescriptible.
Cinco segundos más y el tiempo podrá desvanecerse en si mismo y el reloj por fin podrá detener su marcha. Ha estado cansado, la eternidad de los cielos ha desgastado sus manecillas como el tiempo las ropas de un extraño vagabundo. ¿Como penetrar en el tiempo? ¿Es aquel moldeable acaso? Los siglos que han pasado y los que están por venir, estos no tienen nombre, pero aquí, los siglos para mí ya han terminado. Sus siglas memorables serán futuro inalcanzable y destellos de luz en el infinito. Sobre una olvidada silla de madera apolillada, se encuentra una madre desolada y entristecida. Sus ojos están llorosos y su piel enchinada. Presiente el lúgubre desenlace de aquel hijo que agoniza en las sabanas de esa cama de hospital. El televisor esta encendido, se observa pura espuma y la radio dice: cinco cuarenta y tres de la mañana.
Observo por la ventana, todavía es de madrugada. Aunque los pajarillos ya comienzan a cantar, tal parece que el día no será soleado, empero, la temperatura aquí dentro sigue en aumento, el termómetro que esta en aquella pared no marca más los grados centígrados, parece estar descompuesto. Comienzo a sudar gotas enormes de sudor, y el quejido de aquel que reposa, atormenta mi existencia. Sus miembros comienzan a retorcerse en si mismos, no ha sido obra del demonio, sino de una enfermedad incurable. Ha llegado ya el doctor, ha entrado corriendo hasta el dormitorio, suministra rápidamente una dosis de medicamento que desconozco y coloca una cuchara detrás de su lengua. Los miembros de aquel, comienzan ha ablandarse enseguida, parece ser que el suministro de medicamentos ha hecho efecto.
Las fotografías del librero, han desaparecido. Han caído hasta el suelo y los cristales se han hecho pedazos. El retrato del niño que trae sombrero y que de su rostro escurre una lagrima, esta se ha derramado hasta el suelo. Anuncia el alivio de aquel tormento. El tufo dulce y sobrio es cada vez más penetrante, el paciente arroja al cielo siete palabras, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…
Autor: Carlos Gómez Luna
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