Poco a poco fui sintiéndome prisionera
de la suavidad de tu piel.
Dibujaba en ella figuras imposibles, caminos invisibles
y líneas circulares que terminaron por rodearme.
Creando un mapa inexistente
fui adentrándome en ese país
que me subyugaba y amordazaba,
quizás por conocido, quizás por desconocido.
Mis manos, temerosas, tomaron vida.
Asustada, totalmente arrebatada, sentí vértigo.
Vértigo al perder la estabilidad que me mantenía cuerda,
vértigo al sentir mi cuerpo sacudido una y otra vez,
vértigo al tener todos mis sentidos concentrados en mis dedos,
que ardían incapaces pero insaciables.
Caprichosos, se alimentaban con tu respiración,
excesivamente seductora.
Y de repente, tus manos en mis labios sacándome de quicio.
El comedor convertido en manicomio,
la demencia se apoderó de mi cuerpo y mi cordura.
Bendita locura.
El espacio se anuló y desapareció. Tus labios demasiado cerca.
Mis dedos sintiéndose esclavos de tu provocación,
terminaron por perder un control que en realidad nunca tuvieron
y por caer rendidos ante tu asfixiante pero incitante presencia.
Se abrió una puerta a un mundo que yo busqué una vez,
en el que me sentí misteriosamente bien
y no pude más que volver a entrar.
Entrar en tus labios, límite del bien y del mal, frontera del quiero y no puedo,
suburbio de corazones no lo suficientemente valientes,
núcleo de dudas y preguntas con respuestas a medias, imperfectas.
No pudiendo escoger más que una autopista de única dirección
me entregué sin lucha.
Mis sueños venían de frente y por mi retrovisor izquierdo descubrí
al deseo persiguiéndome de cerca.
Bendita carretera.
Luego una agresividad morbosa se adueño de los relojes muertos
mientras nos besábamos arropadas por la oscuridad y el desenfreno.

Algunos dicen que la oscuridad
es un engaño,
que lo que nos atrapa es la libertad extrema
de saber que nadie nos ve.
Algunos dicen que de noche
todo es menos sincero,
pero yo no me lo creo.