Estoy cagado. He caminado por las calles desoladas, pateando bolsas de basura. Pensé en fumarme un troncho como antaño o comprar unas cervezas y zampármelas todas. Pero se me cruzó un burdel, o mejor dicho, yo pasé por ahí ¿adrede? No lo sé, entré y lo hice, previo pago por supuesto, con esa chica sonriente. Fue algo mecánico y triste. Siempre es así, el sexo; aunque rutinario, es una fuga, un escape del mundo, de mí mismo.

Qué haría ella si se enterara, seguramente me dejaría, se marcharía para no regresar, voltearía y seguirá otro rumbo. Por eso no se lo diré. No comprendería, qué mujer entendería, no la culpo. La amo, es cierto, la amo mucho y amo al pequeño ser que crece en su vientre.

Si alguien lo supiera pensaría que soy perverso, tal vez esté en lo correcto, no tengo argumentos para contradecir esa idea.

Qué dirá mi familia cuando sepa el asunto, cuando se entere que el chico tímido, ensimismado y tranquilo que creció en su casa anda por ahí embarazando señoritas. Esto no lo puedo ocultar como las terribles borracheras que terminaban por los suelos (es decir, conmigo tirado inconsciente en el suelo); ni como los tronchos de marihuana de los que di cuenta, una que otra vez.

Empiezo a creer que no los merezco, que no merezco a nadie, que estoy fuera, que crucé la línea de lo permitido y que no hay retorno. Quiero ser (y los soy) el novio enamorado, el gran padre, el hijo ejemplar, el buen trabajador; pero también soy el otro, el perdido, el borracho, el drogadicto, el putero. Llegaré a casa por esta senda, tomaré un baño y me acostaré. Mañana será diferente, volveré a ser yo mismo y no el otro. Como pensé antes estoy cagado.