Aquel atardecer, me propuse dar un paseo por las calles céntricas del pueblo. Solo me impulsaba el deseo de respirar fuera de casa y ejercitar una anatomía un tanto oxidada, producto de un trabajo asíncopo con mi gusto. Así, que me bañé y tuve el cuidado de vestirme, siguiendo una línea deportiva.
Ya en las calles, me dirigí a la San Francisco, que es la de mayor vitrinaje y, por tanto, la más concurrida. Especialmente, por quienes, como yo, no seguíamos ningún esquema. Dicha vía tiene una orientación Este-Oeste y a aquellas horas el sol había entrado en declive, mostrando, apenas, reflejos en un horizonte que cada segundo era ganado por la oscuridad.
El otoño comenzaba a ceder su espacio al invierno y esto precipitaba la penumbra, cuya opacidad no era vencida por los faroles que para entonces se encendían a destiempo. Había robado mi atención un escaparate repleto de juguetes que rivalizaban con lo real. Tan absorto estaba, que fue necesario que me tocasen las espaldas, para advertir la presencia de mi amiga Julia.
La sorpresa fue mayúscula, porque a Julia, dejé de verla desde que partí a estudiar a la capital. Habían transcurrido diez largos años y élla permanecía idéntica, delgada hasta lo indescriptible, su rostro excesivamente pálido, pero sincera, cariñosa, hospitalaria y desinteresada. Solamente por verla valió la pena salir.
Al mes siguiente, todavía saboreando la dulzura de aquel encuentro, me lancé a hacer el mismo recorrido, pero esta vez, al que ví fue a Miguel, quien sin dejarme hablar, me dijo que desde hacía varios días me buscaba para invitarme a la misa del primer aniversario de la muerte de Julia.
|