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LA LLAMADA DE ULISES

Hoy tampoco ha llamado: yo no entiendo nada. La última vez que nos vimos fue hace más de dos meses. Y porque yo lo llamé. Las veces anteriores también lo había llamado yo. Estuvo muy receptivo, y tan educado y elegante como siempre. Al menos, si nunca más volvemos a quedar, tengo 1500 detalles guardados de ese último día, detalles que se quedan sólo para mí. No voy a compartirlos con nadie. Pero si pasa de mí —¿por qué estoy usando una estructura condicional cuando debería decir: ya que pasa de mí, que se acerca más a la realidad?—, podría haber tenido el valor de hacérmelo notar en persona, o incluso de decírmelo, en vez de desaparecer así y dejarme tirado en la vía, que así es como me siento: en vía muerta. Y sin embargo sé perfectamente que soy injusto con él sólo con lo que acabo de decir: él no me había prometido nada que ahora haya dejado de cumplir, y yo le estoy pidiendo que me solucione la vida, que alimente el bombeo de mi corazón, sabiendo como sé que mi vida la tengo que resolver yo y que nunca tendré un cardiólogo de cabecera, y menos uno a la altura de Valentín Fuster. Él simplemente se limitó a ser el hombre inteligente y educado que es, un hombre que puede exponer una opinión sobre casi cualquier tema y un hombre que además también se interesa por lo que pueda decir el otro y que escucha. Y, claro, yo caí rendido a sus pies, el peor paso que se puede dar, justo después de la halitosis. Él sabe que a mí me gusta. Tiene que saberlo: sólo me ha faltado lanzar también señales de humo. Pero nunca lo hemos hablado abiertamente, nunca me he atrevido a planteárselo porque temo fracasar y además arruinar una amistad que valoro mucho. En todo caso nada de esto le obliga a enamorarse de mí, a corresponder a mis taquicardias, a mi insuficiencia coronaria. También yo he vivido la otra cara de este conflicto, el momento en que notas que le gustas a alguien, pero no hay reciprocidad por más que lo intentes —o no—, y sé que, hagas lo que hagas, siempre resulta violento y acabas, sin querer, hiriendo al otro. Pero aún así, quiero tener la certificación notarial de que yo no le gusto. Se llama alma de sufridor o directamente masoquismo, y pensé que la reprobable antropología de Monsieur Donatien Alphonse François, más conocido como Divino Marqués de Sade, no me era tan cercana.

Al principio, según iban pasando los días, esperaba que me llamara, aunque sospechaba que no lo haría. En esta contradicción, todavía encontraba una especie de consuelo porque entendía que así se acercaba el momento de volver a vernos. Sí, porque nunca nos hemos visto todos los días, ni siquiera todas las semanas, sino cada tres semanas o así. De manera que cada vez faltaba menos para completar ese tiempo y vernos al fin. Pero hasta ahora tampoco habíamos pasado dos meses sin saber nada uno del otro: dos meses sin llamar, sin vernos, dos meses en los que pueden habernos pasado un montón de cosas que no hemos compartido. Mi portera —que es encantadora, pero a quien no le importa gran cosa mi vida, la verdad— sabe más que él sobre todo lo que he hecho últimamente. Y me resulta triste.

Cuando pasó el primer mes sin saber nada de él, comprendí que o me llamaba en ese momento o no lo haría nunca. Pero el problema del género humano es que nunca termina de perder la maldita esperanza, y he seguido todo este segundo mes llegando a casa y enfilándome hacia el contestador con la misma desesperación con que un alcohólico se lanza a la botella que tiene escondida en los sitios más recónditos —la lámpara en forma de sombrilla invertida del salón, el tambor del detergente de la lavadora o directamente la fachada del edificio, suspendida del otro lado con la ayuda de una cuerda— cuando por fin sus amigos se han marchado después de insistir hasta la extenuación en que le haría muy bien salir a cenar con ellos: sí, me haría muy bien cenar con cualquiera si antes me dan dos minutos para estrangularme delante de un cuadro de Pollock con el cable del teléfono, un teléfono que nunca reproduce su voz porque nunca llama. No hay otro analgésico para el dolor de mi corazón que sus palabras. A veces, esta botella: comprendo muy bien a Ray Milland en Días sin huella.

No necesito que me diga “Te he echado de menos” o “Tengo muchas ganas de verte”. Si no aspiro a que me diga “Te quiero”. Me basta con oír su voz y algo parecido a esto:

- Perdona que no te haya llamado antes, pero he estado ocupado. Te llamaba por si te apetecía que nos viésemos.

Y yo responderé:
- Claro. ¿Cuándo te viene bien?
Que quiere decir: “Me estoy muriendo de ganas de verte. ¿Puede ser ahora mismo?” Ya está: no creo que esté pidiendo demasiado. Pero nos han educado con el opio de la esperanza. La esperanza es lo último que se pierde, dicen, que lo que significa en realidad es que, mientras esperas, pierdes antes todo lo demás: la dignidad, la confianza, la autoestima, el sentido del humor y puede que incluso el respeto por ti mismo, todo absolutamente imprescindible para ser feliz por uno mismo. Te ves en una especie de subasta de Sotheby’s en la que tú y el mismísimo diablo pujáis a brazo partido por un mismo y valioso artículo: una voz al otro lado del teléfono que pregunte: “¿Nos vemos mañana?” Esa voz es lo que más deseas, esa voz y todo lo que viene con ella: los dientes como luces que se encienden cada vez que sonríe, y la nuez de Adán que cabalga cuando bebe o cuando dice algunas palabras. Y tú empiezas ofreciendo tu confianza para ganar esa voz:
- Bueno, no la necesito, si estoy con él.
Pero el diablo dobla la oferta:
- Ofrezco la confianza de estos dos jovenzuelos a los que ya les he chupado la sangre. Es más: ofrezco sus almas enteras, que ya no me interesan para nada.
En la lujosa sala de subastas de este infierno terrenal se oye un ensordecedor: - ¡¡¡¡¡Oooooooooooooh!!!!!
La oferta ha desequilibrado el tanteo e identifica claramente al mejor postor, que no eres tú. A continuación, ofreces tu autoestima, que sí te hace mucha falta, aunque estés con él —sobre todo, por estar con él—, y luego tu sentido del humor, y luego tu dignidad, y luego ... Porque has creído que la esperanza es lo último que se pierde. Y el demonio ofrece unas vacaciones en la exótica isla de la Reunión, y luego un fin de semana con Jeremy Irons, y después información privilegiada sobre el mercado de valores, y a continuación... Pero tú todavía conservas la esperanza. ¡Maldita esperanza! Hasta que al final, cuando ya no te queda nada excepto un doloroso vacío, el diablo gana y acabas perdiéndola. He aquí para lo que sirve mantener la esperanza. Por eso, hoy no puedo permanecer en una habitación en la que se pronuncie, bajo cualquier forma, esa palabra. Soy partidario de que la esperanza es lo primero que hay que perder. Si yo hubiera tenido clara esta premisa básica, no me habría pasado otro mes como alma en pena por las esquinas, escuchando su nombre por todas partes, en conversaciones ajenas, en películas que además alquilé con la idea de proponerle que las viéramos juntos y que al final no me quedó más remedio que ver yo solo; leyendo en carteles y toldos que su nombre es también el de muchos establecimientos públicos; cruzando un paso de peatones junto al que hay un coche como el suyo; y preguntándome: ¿Qué quiere decir esto?

NADA. Esto no quiere decir nada, a menos que desee un pasaporte directo a la locura. Junto a su nombre seguro que escucho a lo largo del día otros 1500 con igual o mayor frecuencia; las películas están llenas de personajes que se llaman Peter, Fernando, Jean-François o incluso Emilio, y eso no quiere decir nada. Y asimismo, hay restaurantes que se llaman Casa Antonio y peluquerías que se llaman Nacho. ¿Y qué? Si acaso, esto solo quiere decir que el hombre está infectado de esperanza, una enfermedad que la medicina universal no sólo no se ha propuesto erradicar, sino que ha investigado con tesón para fortalecerla y poder legarla a las generaciones venideras: ¡menuda herencia! Y yo acabaré muriéndome de esperanza como no consiga perderla.


Ayer estuve paseando con una amiga por los aledaños del taller de restauración en el que él ha empezado un curso y, en una de las calles, vi su coche aparcado. Estoy casi seguro de que era el suyo, que es un modelo raro, que no se ve con frecuencia y que a mí me encanta: me acabo de comprar uno en miniatura. He subido con él alguna vez y le he dado un beso dentro. Luego mi amiga y yo fuimos a tomar una cerveza por allí cerca, pero no me pude concentrar en lo que me contaba, a pesar de que hacía un mes que tampoco nos veíamos y de que yo la quiero mucho. En este caso un mes se mide de otra forma, tiene otro alcance. Constantemente levantaba la vista hacia la calle por si él pasaba con el coche. Es lo más cerca que he estado de él, que yo sepa, en los dos últimos meses: tal vez 300 m. entre la sala en la que él restaura un arcón y el bar en el que yo tomaba una tónica.

El no saber nada de él me produce una náusea casi física. Me gustaría tomarme una sobredosis de sales de frutas ENO para vomitar y quedarme vacío de verdad, pero sé que lo único que lograría es pasarme el resto del día eructando. Esta sensación de angustia física es muy viva: es un nudo en el estómago, un dolor difícil de localizar y que quieres liberar para no ponerte a gritar por la ventana o irte al baño a contemplar el inodoro como si fuera el único recipiente que podría hacer desaparecer tu vómito existencial, los órganos de tu aparato inmunológico que no están cumpliendo con su función protectora, porque no te alivian del dolor y el sufrimiento. Lo psicosomático existe y lo casual también. Si no hubiera estado con mi amiga, seguramente le habría dejado una nota anónima en el parabrisas diciéndole que lo quiero, o me habría quedado allí sentado en un banco esperándolo, sólo para verlo un poco aunque fuera de lejos. Sin duda, acabaré volviéndome loco y entonces las sales de frutas ya no bastarán, sino que necesitaré una lobotomía. Es obvio que no le intereso, pero ¿cómo aceptarlo? ¿Cómo quedarte sin objeto de deseo? ¿Cómo perder el referente de todos los poemas y canciones de amor que te gustan? Sí, incluso del Yo soy aquel de Raphael:

Yo soy aquel que por tenerte da la vida
Yo soy aquel que estando lejos no te olvida
El que te espera, el que te sueña
Aquel que reza cada noche por tu amor.

Y no es contradictorio que también lo encuentre en un poema sublime de Luis Cernuda, que se titula Contigo:

“¿Mi tierra?
Mi tierra eres tú.

¿Mi gente?
Mi gente eres tú.

El destierro y la muerte
Para mí están adonde
no estés tú.

¿Y mi vida?
Dime, mi vida,
¿Qué es, si no eres tú?

Nadie es reemplazable. Pero es que además yo no sé cómo encontrar otro objeto de deseo que no sea él. Sé que el mundo está lleno de personas encantadoras, de todos los sexos y de todas las edades —bueno, esto no es exacto: también existen Marujita Díaz, Pinochet y otros, pero yo no los conozco—, pero no es tan fácil conocer a alguien especial. Que dos personas se conozcan y se caigan bien es fruto del azar o de un milagro, y eso fue lo que me pasó a mí hace más de un año. Ahora me encomiendo al azar y a San Antonio para que vuelva a hacernos coincidir, pero las leyes del azar son inescrutables. Y las de San Antonio, no digamos. Así que lo único que me queda es la sequía agraz, el resquebrajamiento del alma, el vacío irrellenable, el silencio ensordecedor y la nada cotidiana.

Todos los caminos no conducen a Roma, sino a él: todas las referencias, todas las canciones, todas las historias divertidas que escucho y que me gustaría contarle para verlo sonreír, para ver liberados sus dientes del telón de sus preciosos labios que me muero por acariciar. Me lo imagino con su mirada azul clavada en mí, escuchándome atento y esbozando suavemente una sonrisa que le va pronunciando poco a poco los hoyuelos de las mejillas. Y a través de esas miradas yo me pierdo y llego hasta las primeras que me regaló hace más de un año. Son miradas que vienen de él, pero ya no le pertenecen porque son mis miradas, miradas que no supe interpretar y sobre las que no me he atrevido a preguntarle. Sé que nunca recibiré otro regalo mejor que esas miradas. Miradas azules, miradas que me han querido más que todos los besos del mundo. Ahora pienso que perdí la oportunidad de decirle que lo quería, pero en aquel momento no sentía nada parecido a lo que siento ahora. Soy muy lento. Ahora lo tengo clarísimo, pero ya es demasiado tarde. He perdido la oportunidad de conocerlo, de llegar a intimar, de hablar de lo que más nos importa. No he sabido calibrar el término medio entre no precipitarse y estar paralizado —el ritmo—; entre invadir su intimidad y quedarme en la superficie —el contenido—; entre atosigarlo y hacerle ver que siempre, siempre está en mi pensamiento —la forma, y otra vez Raphael—.

Y su voz me tiene que llegar por vía telefónica: son las servidumbres del tiempo que nos ha tocado vivir. ¿Cómo se apañaría un predecesor nuestro con una papeleta como la mía antes de que ese villano llamado Graham Bell inventara el teléfono allá por 1874? Sí, ya sé que dedicó mucha de su energía investigadora a facilitar la vida de las personas aquejadas de sordera, pero también inventó el teléfono y eso no se lo perdonaré mientras viva —mientras viva YO, no Graham Bell—. Inventó el teléfono y con él nos hizo padecer un calvario adornado de esperanza, pero calvario al fin. Concentró en un único instrumento la vía de todos los gozos y todas las sombras de nuestra vida, y a mí me gusta lo disperso. Me imagino que un pobre cortesano del siglo XVII tendría que pasarse el día esperando una miserable nota que su amada nunca escribiría. Si a mí me hubiera tocado vivir esta desazón en el Siglo de Oro, seguramente me habría puesto a escribir églogas como un loco para paliar la pena, pero lo más seguro es que me hubiera enamorado de Lope de Vega y no de una pastorcilla, y una égloga escrita por Lope es maravillosa, pero una dedicada a él... Así que peor habría sido que me hubiera tocado vivir en el Siglo de Oro, sin poder culpar al teléfono de todos mis males y sin contribuir tampoco al brillo de la época.

En el mundo de hoy, el teléfono puede haber salvado la vida de mucha gente de una manera literal o figurada. Todos hemos oído la proeza de la psicóloga que infundió ánimo e instrucciones de supervivencia a un operario de 21 años que quedó atrapado entre los escombros de un edificio de cinco plantas que se le derrumbó encima: cuando tienes una montaña de escombros sobre ti y dependes del aire de una pequeña cápsula que han formado unas benditas vigas de cemento, es muy lógico que, si tienes un móvil, lo utilices y que incluso, a partir de entonces —a partir de entonces, no antes—, lo conviertas en fetiche digno de adoración. La simple posibilidad de salir de las catacumbas de las cifras de parados también te puede salvar la vida, evitarte tener que comerciar con tu cuerpo a final de mes en el principal pulmón verde de la ciudad, aun a riesgo de acabar un día abierto en canal en cualquier cuneta cercana. Las ofertas que te alejan de este terrorífico final generalmente llegan a través de la voz de un desconocido que está al otro lado de este demoníaco aparato. Incluso te pueden hacer una interesante propuesta que acabe en besos, sexo y amor a través del teléfono, y eso por supuesto que no es una forma figurada de salvarte la vida. Pero lo más fácil es que el teléfono te arruine la vida varias veces a lo largo ella, incluso varias veces a lo largo del día durante una temporada —por ejemplo, dos meses—. Sí, porque a ti ninguna psicóloga te va a llamar para infundirte ánimo mientras te encuentras atrapado en un derrumbamiento de amor, y lo que sí te puede llamar es ordinario e irresponsable por frivolizar con algo tan serio. (¿Y quién está frivolizando?) Y las ofertas de trabajo escasean: se producen muy pocas. Así que las horas muertas ante el teléfono, acompañadas de nuestro ánimo y nuestro valor, son tiradas directamente al cubo de la basura.
Dice Maruja Torres que si pudiéramos recuperar las horas que perdemos esperando llamadas telefónicas, una buena parte de la humanidad podría empezar a vivir de nuevo. Así es, pero mientras que nos convencemos de ello, esperamos sin tregua La Llamada, la llamada definitiva, la llamada que nos solucionará la vida para siempre. Es decir, la NO-llamada. Si pudiéramos distanciarnos de nosotros mismos y mirarnos de forma objetiva, comprenderíamos que no tiene sentido que un gesto volitivo insignificante para el otro nos haga pasar un calvario de pactos rastreros con uno mismo, un viacrucis que recorre otra vez los momentos compartidos y te hace resultar ridículo una y mil veces más: Cómo entendería aquello que dije tal día...¿Le habrá molestado el poema que le pasé?¿O será mi reincidente referencia a La ley del deseo? No me parece que se aburriera el último día: lo vi reírse. ¡Qué imbécil: cómo se me ocurre decirle aquello de...! No me extraña que no llame. Y así hasta el infinito, hasta la ropa que llevaste el último día, hasta el sitio que elegiste para cenar, hasta que no sabes interpretar qué es lo que a él le gusta, hasta por qué ahora ya no te sostiene la mirada: es un despiadado barrido cinematográfico que hace que tu vida parezca un circo de casquería dirigido por un cruel domador sin escrúpulos, o un trasnochado sainete coescrito por Esteso y Pajares hijo. Y no te quieres nada. NADA. No te respetas. No te valoras. No te cotizas nada y un sábado cualquiera acabas borracho en casa del primer desconocido que pasa por tu lado. Un desastre, vamos, el caos, el arroyo, lo suficiente para arrancarles las burkas a todas las mujeres afganas y cubrirte tú con ellas el resto de tu vida (devolviéndoles así de paso un poco de todo lo que les han usurpado hasta ahora). Además, sientes que has traicionado a alguien con quien no tienes ningún compromiso, aparte del que tú has formalizado en tu cabeza por tu cuenta. Un disparate, pero a ti te gustaba serle fiel, lo cual ciertamente es una tontería, la razón más peregrina para hacer una cosa o dejar de hacerla. Pero como tienes esperanza ...

Y al final un día llama, pero tú ya estás destrozado, sin aliento, roto en añicos, hecho unos zorros. Es una llamada que, después de esperarla tanto tiempo, después de convertirse en una obsesión más, ya no te llena porque tú estás vacío del todo, hueco, desde hace casi dos meses; has clamado en el desierto y no has obtenido respuesta, y ahora esta llamada no te da lo que tú necesitas, esta llamada suena como una gota de agua que cae en un pozo seco en el Sahara y se evapora en la trayectoria; tú ya necesitas un violento torrente para calmar la sed, o por lo menos algo parecido a “Querría haberte llamado mucho antes: perdona por no haberlo hecho” o “Te he echado de menos en estos dos meses: tengo muchas ganas de verte”. La verdad es que tú ya casi preferías que no te hubiera llamado para así confirmar ese sentimiento trágico de la vida en el que no cabe la esperanza, en el que nunca encontrarás el amor, sino sólo bisutería del amor, sólo encuentros epidérmicos y furtivos que te dejan más vacío de lo que estabas antes. La ruina.

Me gustaría no solazarme en mi propia ruina y disfrutar de su llamada: me propone que elija cuándo me apetece que nos veamos. Puede ser en cualquier momento del día, excepto en las dos horas que tiene el taller. Lentamente yo ya empiezo a percibir que he aspirado a una meta demasiado alta y que he alimentado una ilusión sin fundamento. Me habría gustado plantearle lo que siento, pero está claro que no merece la pena —el hecho de que no necesite llamarme en dos meses es indicio suficiente—. No quiero tampoco ponerlo en el compromiso de que sea claro sin herirme. Me da vergüenza pretender enamorarlo: es mi falta de autoestima, que también me la dejé en la subasta. Pero tampoco quiero rendirme sin invertir hasta la última gota de mi sangre en luchar por lo que de verdad quiero: la llamada de Ulises, un Héroe en mi vida que no tarde 20 años en llegar y que saque lo mejor de mí y me lo muestre. Junto al nefasto sofisma de que la esperanza es lo último que se pierde, alguien me dijo también que las cosas más difíciles son las más hermosas, otra de esas frases con una potencialidad destructora de primer orden. En fin, el espíritu de la contradicción.

Ya he elegido un día: hoy mismo, el mismo día de la llamada. ¡Es lo que llevo esperando dos meses! ¡El momento de verlo aparecer con su sonrisa! Y ahora soy incapaz de disfrutar porque me he vuelto todavía más neurótico en este tiempo y creo que lo voy a estropear todo. Mientras espero, delante de la fuente de la plaza en la que solíamos quedar, me vuelvo a plantear todo: ¿Qué le puedo contar que le resulte interesante? Seguro que se aburre. ¿Por qué se retrasa cinco minutos? ¿No va a venir? ¿Acaso quedamos en otro sitio? Las piernas me flaquean y en cuanto lo vea llegar me voy a caer al suelo.

Al fin lo veo aparecer, con una camisa azul como sus ojos y unos pantalones verdes como los míos: está más guapo que nunca. Me pregunta por lo que yo he hecho en estos dos meses y le cuento lo más divertido que se me ocurre, incluso cosas que no me han pasado a mí. Se ríe, pero yo no consigo relajarme: estoy en tensión porque quiero resultar ingenioso, gracioso, ocurrente y quiero que se enamore de mí. Yo mismo soy mi peor enemigo, yo mismo me pongo trabas en las ruedas: entregué mi confianza por mantener la esperanza de volver a escuchar su voz sólo para mí. No me voy a atrever a plantearle nada. Sé que no hay arquitectos capaces de construir el deseo, pero no lo admito. Si no me quiere, no puedo pasarme la vida esperándolo: es injusto obligarle a que acepte un corazón. Por eso creo que lo mejor será que abra bien los ojos, que me quede con todos los detalles que pueda, con la forma de sus dedos, cómo lleva las uñas cortadas, cómo guiña los ojos con el sol, cómo mira, cómo aprieta los labios antes de empezar a sonreír, y acepte que me tengo que olvidar de él, que las palabras precedentes son demasiado patéticas para que definan mi vida. Es injusto para él y probablemente para mí.



Texto agregado el 17-12-2005, y leído por 563 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
20-02-2007 ¿La razón, la cultura, el saber en contra del sujeto? Puede ser. Los pensamientos se arremolinan como una tortura implacable en la espera. Esa fusión "enfermiza", tal vez, como referencias con "La ley del deseo", que destruye y reconstruye. Aplaudo la habilidad para el uso de la narrativa y la conexión de ideas, y se lo hago saber para que se entere que mi admiración es un estimulo para mi. Saludos. leitupa
18-02-2007 Una casualidad exquísita. Se siente la angustia del personaje. Mis estrellas. justine
04-02-2007 me gusto***** neison
02-02-2007 Asombra la confusión del hablante y la claridad del autor fundidas. Me recordó una frase de un libro de Barthes "Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente <ahí donde no estás>: tal es el comienzo de la escritura." Abordaste un tema muy difícil de resolver sin caer en clichés, gran texto, se bebe sin titubear. Me gustó. eride
19-01-2007 Me encantó tu cuento, y es todo lo que puedo decir aún sabiendo que es un comentario muy corto y malo para una historia tan larga y buena. Felicitaciones! -Aylin-
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