La playa estaba tranquila esa noche. La luna llena se reflejaba sobre las aguas del lago, dibujando estelas de colores blanco y negro sobre su superficie. Casi siempre el cielo estaba despejado, y esto es lo que le encantaba a Samantha, poder ver el firmamento en todo su esplendor. Así es más fácil dibujar, solía decir.
Samantha tenía la piel canela, los ojos marrones y una sonrisa llena de dientes blancos. Su cabeza estaba cubierta de hilos blancos, pero eso nunca la incomodó. Ella sabía que no se podía medir a la edad a través de las apariencias. Tenía apenas cincuenta años cuando la conocí, pero siempre conservó el mismo porte de cuando cumplió los ochenta.
Le gustaba venir a esta playa. Se sentaba sobre aquella roca blanca. Sí, la que tiene esas extrañas formas, como pececitos gordos, pero de piedra caliza, rojos y anaranjados, por los caprichos de natura. Es mi lugar de poder, se excusaba ella. Y de allí no se movía hasta que no terminaba sus cuadros. A veces, su jornada duraba noches enteras. No le gustaba dejar nada a medias. Ella era tan obstinada. Sin embargo valía la pena.
Su talento sobrepasaba sus verdaderas capacidades. Cuando no estaba pintando, la desesperación se apoderaba de sus dedos. Dibujaba pájaros de colores sobre cualquier cosa. Tenía el don del sí mágico. Nunca usaba colores sobre los materiales que le servían de lienzo, pero, te juro, que cada imagen que manaba de sus yemas, quedaba prendida de lo que tocaban. Era como ver una danza hindi, con sus movimientos sensuales, bruscos pero exactos, con el tino adecuado en cada trazo.
Recuerdo que su sonrisa siempre se dirigía en dirección a la playa. Muchas cosas importantes de su vida, ocurrieron allí. Su primera pintura, la montaña que volaba, la tituló, fue uno de esos momentos. Nuestra luna de miel; la concepción de María, con las estrellas como espectadoras, mudas y parpadeantes; la muerte del padre de Martha, mientras pescaba…
En fin, la paya era su cueva personal y mi altar favorito. Cuando ella estaba ahí, todo parecía distinto. Creo que la luz de la luna la favorecía. Su piel se tornaba de plata al compás de la brisa y sus ojos se llenaban de lejanía cada vez que se recogía el pelo.
Pero, sus momentos más esenciales siempre venían de la mano de un cigarrillo. Recuerdo el día que la encontré recostada en su piedra de pececitos, sus ojos parecían pintados de gris, por el reflejo del agua del lago. La lumbre del tabaco ardiendo, le daba un aspecto palpitante a sus movimientos, era como si estuviese a punto de partir de un momento a otro y solo esperara la voz que así se lo indicara.
Ella volteó hacia mí cuando se percató de mi presencia. Sabes, dijo, toda la vida he venido a esta playa en busca de los colores perfectos y de las texturas adecuadas para colocarlos sobre lienzos. Cuando me expresó esto, viéndome a los ojos, noté cierta inquietud en su voz, que se había vuelto melancólica.
Mirá, esta es la última que estaba trabajando. Yo alargué la mano para recibir el cuadro. Me sorprendí al ver que estaba a medio hacer, y que sus lápices ya no estaban en el habitual desorden en el que ella sabía usarlos, cuando dejaba trabajo para “más tarde”.
Pero esto no está… Terminado, ya lo sé. No he tenido las fuerzas para hacerlo. ¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo? Ella no dio respuesta, simplemente calló. Con un movimiento lento y tibio, tomó mi mano, mientras cogía la pintura y la depositaba sobre la piedra.
En pocos segundos, su respiración se había tornado intensa. ¿Te sucede algo?, volví a preguntar. Me voy, Marco, me voy. Ahora fue mi corazón el que palpitó más rápido de lo normal. Es decir que al fin encontraste la clave. Movió su cabeza de un modo tan aterrador para mí, pero no podía desestimar sus decisiones, así que me aventuré a preguntarle por el día de su partida. Hoy mismo, al amanecer, respondió. ¿Tan Pronto?, dije a manera de reclamo y de impotencia, mientras soltaba su mano de la mía. Pero de nada sirvió el berrinche, el silencio reinó de nuevo en sus labios. Yo me dejé caer sobre mis rodillas y me aferré a la roca, con la vista sobre el horizonte. No podía hacer más que esperar.
A las cinco de la mañana, los primeros rayos del sol empezaban a dibujar perezosas formas sobre el agua. Ella se paró frente a mí y me miró a la cara, como queriendo guardar todas mis facciones para el recuerdo. Marco, si no querés que me vaya, podés de… Sabes que nunca interferiría con tus sueños, "Sam". Ella se abalanzó sobre mí y me dio un fuerte abrazo. Sabía que no la volvería a ver sino hasta ya pasados muchos años, así que la até a mí con un fuerte y largo beso. Pero, al final se fue despegando de mi cuerpo para no hacer más dolorosa su partida.
Un gallo cacareo a lo lejos, lo que en el campo es conocido como el inicio de la jornada. Pero para ella era la señal que yo tanto temía. Es hora, dijo, mientras se despojaba de su ropa. Con las manos alzadas y el cabello suelto, comenzó a danzar para la muerte. Decía que esto le aseguraría la vida eterna. Era su último acto sobre la tierra así que debía hacer su mejor esfuerzo.
Su pierna al aire dejaba ver las sombras de su paraíso. Su cuerpo se fue llenando de giros cada vez más violentos, mientras que sus manos subían y bajaban, a veces tocando el cielo y otras la tierra.
De pronto, ella detuvo su danza.
Del agua brotaron burbujas de colores y un hervidero de peces salió al encuentro de su cuerpo, construyendo un puente de matices que la internaron en la profundidad de las aguas. Una vez ahí, comenzó a mover sus dedos como cuando pintaba sobre la nada, con el sí de la vida.
Pero esta vez su pureza tomó formas precisas al son de sus yemas. Un arco iris de quince colores pastel se manifestó en su presencia, y la envolvió desde el brazo hasta la parte interna de su vientre. La paleta de donde parecían brotar estas esencias era su propio pecho. Y ella sonreía, más hermosa que nunca, como cuando tenía cincuenta años y nos besamos por primera vez.
Los colores se fueron haciendo cada vez más intensos y llenos de vida, a medida que Samantha los pintaba. Y se llenaba las manos y los pechos y el cabello de su textura, hasta encontrar los tonos exactos de su último día sobre la tierra.
Al fin, después de diez minutos de contorsiones y despliegues visuales, el arcoiris la envolvió con su manto y ella caminó sobre la tela divina que la tomaba por esposa. Como un último gesto de agradecimiento, me miró y sonrió, mientras mandaba un beso con el viento hasta mi frente. Su figura se fue disolviendo en el espacio, como la aurora de un nuevo amanecer.
Han pasado ya cinco años desde que ella se marchó, pero la playa sigue estando allí, a la espera de otra ser que le haga compañía. La sombra de tu madre sigue impresa, ahí, sobre la piedra de los peces gordos, rojos y anaranjados, con la mirada perdida hacia el horizonte y con la forma de ave que ya te conté, María.
Por cierto, bebé, trajiste tu retrato. Tal vez hoy se anime a terminarlo…
|