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Es un recuerdo tan vago y claro a la vez, que no podría aseverar si fue solo una maquinación de mi quebradiza mente o si esas nubes que ahora envuelven mi memoria son una especie de reflejo involuntario, con el cual mi conciencia se protege de los desmanes que una total cognición, clara y fresca, le podrían ocasionar. No lo sé y tampoco quisiera averiguarlo. Desearía fuese el tiempo quien diera el fallo final. No deseo anticiparme y que luego me tachen de loco, ya que sin duda serán ustedes quienes decidan y espero que cuando ese día llegue no sea demasiado tarde para la sanidad de mi alma o la de vuestro efímero futuro. ¿Pero y si esto no es lo que creo? ¿Y si esos gritos que huyen de las calles y cercenan mis oídos no son una fantasía y todo lo que supongo presencié fuese verdad?

II

Zur, sereno, calculador, aventurero y decidido, los recuerdos que de aquella noche quedaban en su memoria, navegaban y se deslizaban por las venas de su estremecido corazón, advirtiendo una veta de temor. Temor reflejado involuntariamente en las manos temblorosas que con esfuerzo trataban de llevar un cigarrillo a su ansiosa boca. A pesar de los vagos intentos por mostrar tranquilidad sus actos lo traicionaban, el vacilar de sus ojos en el fuego infinito que asomaba por las fauces de la salamandra en su habitación, y la avidez con que intentaba aspirar el humo de su apagado cigarrillo lo decían todo. Pretender aparentar tranquilidad es una cosa y tenerla es otra. De una u otra forma no podía darse el lujo de arrojarse al oscuro vacío de sus nervios.
Un inaudible y casi telepático maullido alertó los excitados oídos de Zur, obligándolo a abandonar el letargo y la meditación en que el mágico crepitar de la salamandra lo sumían. Saltó eléctricamente de su sillón para recorrer cada rincón de su casa, con un frenesí inusual.
¡Por fin! Exclamó. Pensé que esas malditas ratas te habían lastimado.
Y tras extender sus largas manos, tras unos viejos y ajados libros, alzó un gran gato amarillo al que una vez bautizara como Mamtar.

- Creí no volver a verte, -continuó con tono infantil- ¿donde estuviste?

Mamtar mira a esa larga y otras veces parca humanidad, solo se limita a ronronear, para de esa forma consolar y quizás no ofender tan extraña muestra de cariño. Sus ojos recuerdan en el vacío cómo momentos antes presidía una extraordinaria reunión organizada por sus súbditos para solicitarle consejos y poder enfrentar a sus eternos rivales, los que creían resucitados de manera accidental, pues tenían como regla negar el que fuerzas ajenas al simple destino interviniesen en sus vidas, a diferencia de otras especies que creyéndose superiores, basan todas sus expectativas de vida en supercherías y obras atribuibles a imágenes adoradas como seudo dioses.
El lugar elegido era el de costumbre: el tejado del olvidado teatro municipal. Allí podían alegar y discutir sin ser molestados o despertar sospechas entre los chillanejos, dada inusual y excesiva cantidad de felinos que colmaban y rebosaban de los techos vecinos a aquel donde se erguía una suerte de improvisado escenario, que albergaba tan extraña reunión. Los gatos se acomodaban unos junto a otros y sobre otros, ninguno quería perderse la oportunidad de conocer y honrar al más sabio y poderoso, ese sobre el que se fabricaban y rumoreaban asombrosas historias, ese que también los guió, hacía varios años o quizás siglos, hasta la apacible comarca de la que ya eran dueños. Algunos llegaban desde los campos cordilleranos, olvidados por el tiempo y la tecnología, otros venían desde los fríos mares del vecino Pacífico. La señal que ya alguna vez los había reunido no podía ser olvidada y sería reconocida sin importar el tiempo transcurrido, pues sabían que ella solo significaba una cosa: las ratas habían retornado, y junto a ellas la peste y destrucción que su infesta hambre desencadena.
De pronto los ronroneos y maullidos cesaron con marcial exactitud, las largas y delgadas colas dejaron de moverse instantáneamente y todos miraron al último sobreviviente de la estirpe ancestral, único representante del linaje original. El rey ovacionado y aclamado se deslizaba con majestuosa gracia entre sus súbditos, cortando como navaja el océano de gatos que el llamado de su corte había congregado. Algunos, los más alejados, no entendían el alboroto que con los segundos sobrevino, pues la distancia les impedía descubrir qué sucedía, pero una vez que Mamtar llegó a su improvisado y casual trono la saliva de sus bocas se detuvo en las gargantas, robándoles por unos instantes la respiración. La impresión que el rey despertaba entre el tumulto era impresionante y él lo sabia, pues solo se limitaba a limpiar su rostro esperando total atención, de otra manera no tomaría la palabra; era el único soberano y debía ser respetado.

III

Zur acaricia a su enorme gato deseando encontrar en él la ayuda necesaria. El libro le había explicado lo que debía saber pero no lograba creerlo, ¿cómo iban unos gatos a convertirse en mágicos guerreros, salvadores de toda aquella ciudad? Era para su pragmática mentalidad, un cuento de abuelas simplemente increíble. Sin embargo no quedaba otra opción, era creer o creer, y si no lo hacia en aquel anciano testamento, única prueba de lo que sus pobres ojos de mortal en una mala ocasión presenciaron, no quedaría alternativa de vida y tendría que entregarse a las consoladoras manos de una muerte caritativa y sin dolor, para no sufrir los dolorosos embistes que los agudos y amarillos dientes de la maldición que su afán aventurero había develado.
Sus pensamientos lo transportaban nuevamente al coloso de granito, aquel donde todo empezó. Recordaba y se estremecía con el horror que sus contraídas pupilas horas atrás habían contemplado.
Los gritos provenientes de las calles prácticamente lo petrificaban, no podía mas que imaginar el caos y destrucción que las ratas sembraban tras las puertas y ventanas que lo protegían, tratando, en un acto morboso, de recrear los infernales detalles de la muerte que sus vecinos sufrían al ser engullidos lenta y despiadadamente, pedazo a pedazo, hasta solo quedar como un blancuzco catalogo de osamentas. Una sobra inservible de las caricias brindadas por los millares de roedores que infestaban Chillán.
Había preparado lo necesario, su largo chaquetón de cuero negro esperaba ansioso en el sillón junto a su inseparable bastón de marfil. Su bastón de marfil, ese que su padre le había regalado cuando niño, esa herencia familiar legada de generación en generación, y que al parecer una vez su abuelo le contó había sido encontrado por uno de los primeros colonos de la familia quien se había perdido en un valle escondido entre las montañas, donde habían unas vertientes de agua negra y hedionda que borboteaba hacia la superficie.
Ahora sólo le faltaba recobrar su característica tranquilidad. Deambulaba por las diferentes piezas de su hogar, tratando de recordar cada detalle ilustrado en aquellas roñosas y amarillentas paginas, pues sabía que llegado el momento no tendría tiempo para sentarse a leer y recitar los pasajes indicados.
Las callejuelas de adoquines, que alguna vez sirvieron de avenida para los lugareños, se teñían poco a poco de un rojo viscoso y carmín, manchando el musgo que carcomía las veredas y murallas, condenando a las inocentes raíces que levantaban la tierra y las aceras a engullir la sangre de quienes les brindaron la oportunidad de crecer. Era un espectáculo macabro, esa horda hambrienta no respetaba sexo, riqueza, edad o belleza. Grupos sin forma se veían amontonados por toda la ciudad; masas jugosas, rojizas y palpitantes, eran arrastradas por las ratas que las horadaban y emergían por entre costillas y bocas, haciendo imposible distinguir si aquellos montículos, o depósitos de carne molida que se ofrecían en festín de sus exterminadores, fueron alguna vez humanos o eran restos de animales que quizás en otros días vagaron por la ciudad.
La multitud que aun sobrevivía, presas de la paranoia, trataba vanamente de huir del lugar, quitando el seguro a sus puertas, arrojándose a las pequeñas manos que sus ángeles de la muerte les tendían. Pero si acaso lograsen sobrevivir a los ciegos y hambrientos embistes de esas alimañas, la peste y destrucción sobrante no otorgaba ninguna razón de vida.
Zur mira a su gato, ha recobrado la serenidad perdida, trata de pedirle perdón por lo que su hambre aventurera había desencadenado, no obstante pronto se da cuenta que solo es un gato, ellos no hablan y en él no encontrara el indulto necesario.
Sin embargo Mamtar sí comprende a Zur, le ha llegado a amar e incluso a demostrárselo, a pesar de que él nunca le entendió, ni si quiera aquellas veces en que como hábil cazador le ofrendaba picaflores en muestra de afecto, dejándolos medio muertos a los pies de su más grande y adorada posesión, a los pies de ese ser que ahora le daba tantos problemas y que nuevamente, tal como hicieran alguna vez sus ancestros, tendría que salvar para que tan frágil raza no les sea arrebatada de la faz de sus tierras. De otra forma, pensaba, ¿qué clase de mozos, tan cariñosos como los humanos tendrían que buscar? o ¿que clase de mascotas, que sin esperar más que un consolador ronroneo, deberían adoptar para que los alojaran, mantuvieran, alimentaran y acariciaran?

IV

Esta iba a ser como una de tantas otras noches. Caminar y disfrutar de las sombras y la bruma chillaneja que jugaba y se escondía ante cada centímetro que los débiles rayos de luz, lanzados por los faros de las avenidas, lograban brindar insinuando la senda a seguir. Hoy al igual que todas las noches Zur y Borellus se aventuraban sin rumbo, atraídos por la melancolía y la excitante invitación que la soledad y la oscuridad ofrecían a estos singulares compañeros.
Una y otra vez recorrían las casi memorizadas rutas, sabiendo, tal vez de forma ya inconsciente, esquivar las zonas menos amistosas de su ciudad. Durante noches y noches de caminatas esperaban y rogaban por que aquellos rumores sobre la aparición de una gigantesca y megalítica iglesia de piedra no fueran sólo un cuento para niños, pues aunque no lo reconocieran era ése el verdadero motivo que guiaba sus pasos a través de los fríos y húmedos adoquines.
Se decía era en noches sin luna y brumosas cuando, como el Caleuche, hacia su aparición dibujándose sobre los techos de la inocente ciudad, al igual que un mal sueño, desatando la locura en todo aquel que la osase observar sin adorar.
Ese pensamiento, ese descontrolado deseo, ese insano anhelo que poco a poco iba escapando de los confines forjados por la superstición, comenzaba a conspirar en contra de nuestros caminantes creando en ellos fantasías y horrores superiores a las que una aparición verdadera les hubiese podido brindar. Aquel incubos adquiría paulatinamente un tamaño y fuerza alucinante, llegando a desgarrar de su piel interminables orgasmos de terror y escalofríos, superiores de forma inimaginable a los que la escarcha, quien teñía sus cejas y cabellos de un blanco plateado y quebradizo, podía lograr.
Fue ésa la noche más oscura y gélida de la historia chillaneja, quedando en los anales y corazones de cada lugareño, al igual que el terrible terremoto, dejando ambas inigualables marcas de destrozo y mortandad.
Tras haber recorrido aquella lóbrega soledad por horas incontables, aquel sentimiento de aventura comenzaba lentamente a abandonar los ojos de nuestros noctámbulos exploradores, alejando las fantasías y añoranzas que urdían sus mentes hastiadas por la normalidad y rutina a la que años de vivir en aquella mediocre sociedad, o suciedad, habían sido confinados. Estaban hartos y noche tras noche se dejaban llevar por sus quimeras, escapando momentáneamente, entregándose por instantes que el tiempo terrenal no sabe medir, a la búsqueda desesperada de paraísos ultraterrenos; de lugares que sólo se gestan en la mente de algunos afortunados elegidos. Seres iluminados por fuerzas que ni siquiera deben ser imaginadas por los mortales, ya que con un vago y fugaz atisbo bastaría para enloquecer a la humanidad completa, confinándola a una perpetua insanidad mental, un estigma que condenaría la inocencia de esa pobre y delicada raza que en el cosmos es conocida como la plaga humana.
Sus cuerpos comenzaban a sucumbir ante el implacable clima sureño, y con cada tranco destruían torpemente las frágiles hojas que bajo sus pies estaban congeladas.
Habiendo perdido toda esperanza decidieron era el momento de retomar la senda que tras ellos quedaba y de forma casi telepática dieron media vuelta, abalanzándose hacia el camino que por esa noche les daría el reposo y tranquilidad merecido en la tibieza de sus moradas. Pero como una gigantesca muralla, invisible tras sus hombros, quizás respondiendo a sus desesperadas suplicas, se erguía majestuosa y oscura la ciclópea iglesia de San Fhe-Thrisco, esperando allí, en un lugar que parecía haber ocupado desde el inicio del tiempo.
Sus ojos desorbitados lloraban de emoción intentando, sin siquiera parpadear, encumbrarse hasta las gigantescas cúpulas de oro que sobre las torres, perdidas en la bruma, se alzaban; tratando de distinguir entre las tinieblas las majestuosas estatuas de ángeles y demonios que insinuaban querer saltar sobre la ciudad.
Luego de recobrar por unos instantes la cordura, Zur apoyó su enjuto cuerpo sobre la empuñadura de su bastón y con un brinco felino se encaminó hacia las gigantescas puertas de la iglesia. Borellus, sin respirar aun, corrió donde su amigo prefiriendo enfrentar aquella aberración que sucumbir ante la soledad que tras él devoraba a la noche.
Por varios minutos Zur examinó, por sobre sus lentes, con sus largos y huesudos dedos, acariciando de forma casi erótica, los exquisitos bajorrelieves que adornaban las puertas para finalmente darles dos golpes con su bastón, limitándose a escuchar con extrema atención el distorsionado eco que comenzó a llorar desde el interior.
- Hierro. Agregó Borellus al fin, con voz temblorosa.
Zur asintió con un movimiento de cabeza, sin proferir palabra alguna, atónito al percatarse que las desmesuradas hojas no podrían ser abiertas ni con la fuerza de cien humanos. Alguna clave debía existir, algún mecanismo secreto.
Nuevamente, ahora ambos, comenzaron a examinar las puertas y murallas, esperando encontrar alguna pista que les explicara, o ayudara a resolver aquella no menos intrigante incógnita.
Borellus, casi presa de un ataque nervioso corrió hacia Zur, y sin decir una palabra le arrebató el bastón de marfil. Al parecer había descubierto algo y debía intentarlo. En medio de los dos portales una especie de grabado, que de alguna forma insinuaba una extraña y aberrante criatura con rasgos ratunos, abría enorme su gigantesco hocico, permitiendo la exacta introducción de la empuñadura de marfil. Borellus, sin esperar un segundo, metió hasta el tope el bastón, momento en el cual un estremecedor chirrido comenzó a huir de las puertas. Estas comenzaron a abrirse con un dolor acumulado por siglos de hermetismo, dejando escapar un hedor putrefacto y nauseabundo.
Casi camuflado con el alarido de los portales unos agudos chillidos comenzaron a aumentar en magnitud. Zur y Borellus retrocedieron un par de metros y en un acto inconsciente miraron hacia las alturas de la resucitada San Fhe-Thrisco, descubriendo una imparable horda de millones y millones de ratas que descendían por las murallas, supurando desde cada rincón de la oscura roca, con un hambre despiadada, desatada tras siglos de encierro, devorándose unas a otras con cada paso.
Presas de la paranoia y sin tiempo para pensar, Zur y Borellus subieron al primer árbol que se cruzó en su desesperada fuga esquivando, quizás gracias a la fortuna, momentáneamente a sus infames verdugos, quienes al parecer tenían ya una cita fijada para saborear los manjares que les brindaría el ya una vez flagelado cementerio de Chillán.
La calma retornó, al igual que el silencio y tranquilidad que deja tras de si un temporal, permitiendo a nuestros valerosos amigos dejar su “seguro” refugio. Zur, con toda calma encaminó sus pasos hacia aquel monstruo de piedra, el que abría sus gigantescas fauces invitando a sus presas hacia lo que podría ser una muerte segura.
No pensaras entrar allí. Gritó Borellus con una voz que retumbó en la descomunal nave de aquella aparición.
Por supuesto, ¡vamos a entrar! Respondió Zur. No pensaras quedarte aquí y perderte esta oportunidad, que puede ser única en la vida de toda la historia humana.
Con calma, paso a paso, prestando extrema atención a cada detalle, avanzaron hacia las puertas de la iglesia que estaban abiertas de para en par. Con el rabillo de sus ojos Zur alcanzó a distinguir cómo aquel relieve ratuno, que momentos atrás abría su hocico enseñando sus grandes colmillos, ahora tenía su boca cerrada y formaba parte una diversidad de otras figuras que conformaban la estructura misma de los muros del frontis de la iglesia, cada una de ellas con un aspecto no menos perturbador, amenazando con su sola presencia sobre el débil y frágil futuro que cada una de las representaciones allí existentes podría significar. Copias fieles de desastres que alguna vez azotaron a esta pobre ciudad: terremotos, inundaciones y pestes, eran entre otros los que mostraban una historia no muy esperanzadora.
Fue entonces cuando Zur se percató que era solo cuestión de tiempo y que no existían las coincidencias, que todo tenía un fin preestablecido, incluso esta miserable ciudad que ahora era azotada por una maldición que él mismo había despertado. Por unos momentos sus piernas se debilitaron haciéndolo perder el equilibrio y obligándole a confiar su peso en su ahora cómplice, ese cada vez más extraño bastón. No había pie atrás, ni podía dejar que Borellus se enterara de sus deducciones, tendría que actuar con tranquilidad y, sin otro remedio, ingresar a ese lugar, del cual con cada paso descubría de su intrigante procedencia detalles infernales.
Con prisa decidieron dar una rápida y superficial mirada, sin detenerse demasiado en detalles menores. No podían confiar en que las ratas no regresarían y de seguro esta vez no serían tan descuidadas.
Al fondo de la nave principal, extrañamente iluminado con haces que desafiaban toda procedencia terrestre, resplandecía sobre el altar un viejo y gran libro abierto. Zur se sintió mágicamente atraído por éste y sin pensarlo dos veces lo tomó entre sus manos, instante en el que las gigantescas puertas comenzaron a cerrarse otra vez. Los ventanales estallaron en mil pedazos, desintegrándose en el acto, sus oídos fueron ensordecidos por el ciego tañido de campanas y sus piernas comenzaron a correr desesperadamente, sin siquiera necesitar un estímulo de sus congelados y atónitos reflejos.
Tras ellos los portales se clausuraron nuevamente y desde el cielo brincaron dos enormes estatuas, las que adoptaron posición de guardianes en las entradas, dispuestas a defender el lugar contra la impertinente intromisión de cualquier visitante.

V

La noche, con su ironía habitual, continuaba ocultando bajo su manto cada rincón de la ciudad, firmando una especie de pacto con los despiadados roedores, facilitándoles de alguna forma la tarea, al hacerlos imperceptibles a la vista humana pues el alba parecía haber sido detenido por las tinieblas. Zur se dio cuanta de ello y presa del pánico comenzó a llorar humedeciendo las tapas de piel que encuadernaban el viejo libro, aquel que arrebató de las entrañas de la naciente maldición que ahora condenaba su vida.
Sus manos comenzaron a temblar, esta vez no por su causa sino, extrañamente, era el libro quien desprendía una inusual vibración, que incluso parecía acompañada de un zumbido monótono, casi imperceptible al oído humano. Fue entonces cuando sus ojos se iluminaron y un atisbo de esperanza rozó sus pensamientos, pues a sus pies Mamtar le cogía por la bastilla del pantalón invitándole a la calle, a unirse a él y sellar el camino que el destino en esta ocasión les había trazado.
Zur se puso de pie y con todas sus fuerzas aferró el libro a su cuerpo.
Extrañamente las vibraciones y zumbidos que brotaban del libraco habían alterado de alguna manera el metabolismo de Mamtar y sus súbditos de una forma hasta ahora insospechada, más sólo bastó que abriera la puerta de la calle para que pudiera comprender todo.
Mamtar saltó hacia la oscura y brumosa noche y con unos maullidos nunca antes oídos por humano alguno dio el vamos a sus súbditos, quienes esperaban sobre los tejados de la ciudad, cobijados bajo el anonimato de la oscuridad, saltando todos a un tiempo sobre las calles, inundándolas con sus largas colas. De esta forma iniciaron la batalla que con tanto anhelo esperaban ya que de una manera extraña el libro les había dotado de un extraño poder:
Bastaba un pequeño mordisco o arañazo para que sus rivales comenzaran a sufrir algo parecido una lepra, instantánea, llegando a descomponerse en cosa de minutos.
Zur aprovechó la ocasión, no sin antes consultar con su gato, el que asintió con una mirada directa a los ojos. Corrió entre los gladiadores que cantaban y gritaban extrañas rimas casi olvidadas en el tiempo. Saltó para no pisar las vísceras de quienes en su tiempo al parecer habían sido sus vecinos y pensó ver entre los blanquecinos cráneos formas que le recordaban a quien una vez fue su amada, y se alegró de poder patear y reventar uno que otro par de aquellos miserables parásitos que ahora agonizaban descuartizados por doquier.
Las estatuas continuaban en el mismo lugar, Zur abrió el libro y tras una pequeña mirada alzó sus manos invocando con un conocimiento que le parecía traspasado por su gato, fuerzas en las que sólo ahora comenzaba a creer y entender, para ver como frente a sus ojos las inmensas moles de granito quedaban reducidas a dos montículos de sal que el viento desintegraba con furia inusual. Las megalíticas puertas se abrieron nuevamente y de forma extraña todos los roedores comenzaron a huir de la batalla, queriendo quizás ocultarse dentro del vientre de la matriz que una vez les dio la vida. Mamtar sabía que ello ocurriría y fue el primero en llegar al lugar, esperando junto a Zur, el futuro que con cada segundo se hacía más cercano.
La lucha se inició nuevamente en el interior del coloso de piedra, destrozándose con mayor fuerza y violencia. Los gatos engullían con una voracidad inimaginada a sus víctimas, recuperando con cada bocado las fuerzas y sanando de aquella forma las heridas que la batalla les ocasionaba.
Era el momento, Zur lo sabía y se paró tras el altar. Invocó con sus palabras a antiguos dioses, aquellos que una vez habitaron la superficie de este planeta, los que sin embargo debieron huir ante la aparición de una especie que sólo acabaría destruyéndolos. Un gélido viento entró por los vitrales rotos de las ventanas, junto a un terremoto que parecía iba a terminar por destruir, nuevamente, a toda la ciudad. Zur huyó del lugar pasmado, con las manos tratando inútilmente de tapar sus ojos y evitar ver las formas y espectros que comenzaban a materializarse gracias a su invocación, presa de convulsiones y vómitos, saltando al borde del desmayo los enfurecidos gatos que sumidos en el combate hacían caso omiso de lo que acontecía.
Fue entonces cuando apareció Borellus, bastante herido y mordido por las ratas, quien alcanzó a sujetar a su amigo antes que éste cayera al suelo, corriendo juntos hasta casa de Zur, donde tras su entrada cerraron y aseguraron las puertas.
Zur se encuentra tendido en su cama, poco a poco recobra la conciencia y despierta de lo que parece haber sido un sueño. A su lado, en una silla está Borellus y puede ver por entre las cortinas la radiante luz del día. De un brinco Zur se pone de pie y confuso despierta a Borellus, quien no tiene un solo rasguño. Ambos se miran en silencio, ni una palabra sale de sus bocas, afuera el ruido de la calle los desconcierta, niños jugando y el ruido de vehículos les parece una ilusión, sin embargo al levantar las cortinas ven que todo es verdad. De pronto un chillido proveniente de la cocina los hace tiritar de terror y corren para ver si es lo que ellos creen. Allí estaba Mamtar, engullendo una rata, con medio cuerpo fuera y el resto en su estomago, Mamtar los mira, guiña un ojo y salta por la ventana alejándose y agitando su cola junto a las de otros gatos, todos los que van a descansar y tomar sol sobre el tejado del Teatro Municipal.

Texto agregado el 15-12-2005, y leído por 200 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
26-09-2010 Un cuento que mantiene el suspenso de principio a fin donde de lector se pasa a ser protagonista donde el miedo te paraliza.. Mis estrellas te dejo+++++ y deseando sigas esta tu senda escribir para deleite del lector.Gema01 Gema01
04-04-2006 fé de erratas: "Es un cuento que acierta plenamente que el mundo onirico"........por......."Es un cuento que acierta plenamente con el mundo onírico" DjRMassivo
04-04-2006 Aca si encontré la estructura esperada para un cuento. encontré un relato, y coincido plenamente con la critica de mandrugo. Es un cuento que acierta plenamente que el mundo onirico y basa sus imagenes en un claro y tasito surrealismo. Es un relato que permite al lector maravillarse y mantenerlo atento a los acontecimiento. Permite la construccion de imagenes mentales que se retroalimentan con la imaginacion del lector lo cual hace del relato una doble construccion, cosa que no vi en el anterior, "Coloquio con un Nihilista". Es tremendo el ensamble que haces de un mundo existente (Chillan), y su propia realidad, con una realidad onirica. Creo que este tipo de relatos son los que le dan un resignificados a los lugares, los cuales les reincorporan sentido. Precisamente en esto veo lo que te suguerí en la crítica anterior al cuento "Coloquio con un Nihilista", el dar sentido a una epoca de carencia de este. En efecto aqui estas dando sentido a traves de resignificar un lugar desde tu subjetividad, desde un imaginario onírico. Me parece que esta es tu senda, en este cuento se percibe un buen rumbo... Saludos DjRMassivo
26-12-2005 Simplemente muy buena esta historia, que deja muchas interrogantes a la fantasía que se anida en los laberintos oscuros de la mente. La tensión narrativa que logras construir, es un acierto. Mis saludos sanfetriscos! mandrugo
 
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