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El señor Minesjke maquillaba cadáveres desde que tenía uso de razón. La muerte era su vida. Trabajaba en su propia casa, en un amplio sótano sin ventanas. Allí recibía los cuerpos inertes y durante unas horas se dedicaba a vestirlos con la ropa que sus familiares le habían proporcionado y a devolverles el color en las mejillas para que todos los que pasaran frente al féretro pudiesen decir la estúpida frase: “está igual que la última vez que le vi”.

Astrid tenía 5 años, aunque cuando le preguntaban la edad siempre mostraba orgullosa 4 dedos, ocultando el pulgar. Quién sabe si no sabía contar o si ya empezaba a ser presumida. Su bebida favorita era el agua con gas porque le provocaba picor en la nariz. A veces, estornudaba y como suele suceder a los niños de tan temprana edad, veía como los mocos se le instalaban en el pequeño espacio existente entre sus fositas nasales y la boca. Astrid no dudaba ni un segundo en relamerse y si con ello no tenía suficiente, su manga siempre estaba preparada.

La casualidad quiso que la mañana del atraco al supermercado Astrid y el señor Minesjke estuviesen en el mismo corredor, entre los cafés y las especias. Millie y Viktor, los padres de Astrid, siempre dejaban a su niña corretear por los pasillos del autoservicio con la condición de que no tocase nada. Astrid era una chiquilla obediente, pero no dejaba de ser una niña, por lo que siempre volvía de sus excursiones con un par de productos: uno, invariablemente una chocolatina, el otro podía diferir entre una cajita de caramelos o una bolsa de patatas chips.

Eran las 12:23h cuando un encapuchado enfiló con una escopeta recortada a Simón, el cajero. Sin mediar palabra le disparó en el pecho derramando los más de cien quilos del joven sobre la máquina registradora. Se oyeron varios gritos de horror. Dos disparos más acallaron los chillidos. La voz del asaltador sonó en el hilo musical.

- Cuerpo a tierra, ¡cabrones!

Astrid, desconcertada, salió corriendo. El ladrón la agarró por la chaqueta y le apuntó el arma directamente a la cabeza.

- ¡Rápido, metan el dinero aquí! –dijo señalando una bolsa de deporte–.

Alguien contestó desde el pasillo contiguo:

- Deja a la niña...

Era el señor Minesjke que, con paso firme y una mirada escalofriante, se acercaba al encapuchado.

- Ni un paso más, ¡no te hagas el héroe!

El señor Minesjke sonrió:

- ¡Suéltala!

El atracador estaba visiblemente nervioso. Le temblaba el pulso. Los padres de la niña miraban la escena, desquiciados, desde detrás de tres carros de la compra.

El señor Minesjke siguió avanzando hasta ponerse a un solo palmo del malhechor, mirándole directamente a los ojos susurró unas palabras y con una tranquilidad pasmosa agarró el cañón de la escopeta tapando el orificio de salida con su dedo pulgar.

Un disparo atravesó el cuerpo del señor Minesjke y este se derrumbó como un castillo de naipes. El atracador salió del supermercado a toda prisa y desapareció tras los cristales.

Cuando Millie y Viktor se acercaron a su pequeña Astrid, la niña había perdido el conocimiento. Una patrulla de policía llegó un par de minutos más tarde, acompañada por una ambulancia. No se pudo hacer nada por Simón -el cajero- y también fue demasiado tarde para el señor Minesjke.

Astrid fue trasladada al hospital más cercano a toda prisa. No parecía tener ninguna herida, pero la pérdida de conocimiento hizo temer a los médicos que pudiese despertar en estado de shock.

Un psicólogo permaneció al lado de la cama de la niña, junto a Millie y Viktor, para estar presente cuando regresase de su letargo. Un par de horas más tarde, Astrid abrió los ojos.

Su madre la abrazó con fuerza y no pudo contener las lágrimas. La chiquilla pidió una chocolatina. Después de unas cuantas preguntas, el psicólogo llegó a la conclusión de que la niña había borrado de su memoria el desafortunado incidente del supermercado y recomendó a sus padres que no se refirieran jamás a lo ocurrido. Así lo hicieron.

...

El destino quiso que Astrid no visitara de nuevo el hospital hasta que cumplió los 27 años. Esa tarde dio a luz a un precioso bebé. Pero ante el desconcierto de los médicos y el desconsuelo de todos nunca llegó a respirar. Hizo de la muerte su vida.

Nunca se supo exactamente el motivo del fallecimiento. Lo único que reveló la autopsia es que el niño había nacido muerto, sin dedo pulgar y con las mejillas extrañamente coloreadas.

Texto agregado el 15-12-2005, y leído por 892 visitantes. (17 votos)


Lectores Opinan
19-02-2008 Tus cuentos son una mezcla de realidad y fantasía. Aunque no se cuánta fantasía hay en esta historia. Yo, particularmente, creo en la reencarnación y esta historia tiene su dejo de contenido filosófico-místico-religioso. Preciosa tu historia, tu narrativa: encanto y fluidez son sus características más predominantes. Un abrazo. Sofiama
25-06-2007 Vaya... el final me ha resultado del todo imprevisible, te felicito. 5* taber
15-04-2007 Haces que nos comamos los párrafos en cuestión de segundos, conduces las historias de lujo. Sobre el desenlace no voy a comentar nada porque quedé mudo, pero me gustó mucho. xung0
19-03-2007 Un desenlace inimaginable, como siempre tus finales se merecen las estrellas. Este cuento describe perfectamente la inocencia de una niña y una la reacción esperada, al final se vuelve a encontrar las historias...Maravilloso!! noether
08-03-2007 Fuera de lo normal. Como siempre felicidades. Es asombroso como dos vidas se pueden unir tanto en un instante. Saludos! Aheri_ireth
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