Roberto Ramírez Bravo
Hubo una vez en el pueblo una muchacha llamada Soledad. Era bonita y muy inteligente, aunque quienes la veían decían que era tonta. Siempre metida en su vestido de colores pasaba los días junto al fogón calentando tortillas, mirando las rosas desde el calor del fuego, sin decir palabra, sin hablar con nadie y como perdida en un mundo extraño, más lejano que la imaginación y aun más allá del sueño que producen los hongos vivos. Los niños pasaban presurosos a su lado con la cara sucia y la panza tiznada rompiéndolo todo, tirándolo todo, pero ella casi nunca los veía y apenas en un movimiento vago los aplacaba, los mandaba lejos y los hacía llorar para volver una y otra vez al mundo de sus sueños.
La gente en el pueblo la veía con desprecio, se burlaba de su silencio y luego la ignoraba con el ánimo de olvidarla para siempre, pero todos sabían que eso era imposible no sólo porque los niños la correteaban gritando detrás de ella, sino porque Soledad tenía la virtud de estar en todas partes y al mismo tiempo seguir sentada junto al fogón. Una ocasión, muchos años antes, cuando los dos éramos niños todavía, vinieron al pueblo unos forasteros a comer hongos con la tía Tencha y le preguntaron por la cosecha, le preguntaron por las lluvias, y Soledad les contestaba que sí, que se dieron bien este año, le preguntaban por la escuela primaria y ella sólo decía que sí, sí hay, y a todo respondía con pocas palabras y sin mirarlos, sin perder su postura de diosa tímida e inmóvil hasta que los visitantes se fueron y nadie volvió a saber de ellos. Nadie supo, tampoco, qué pasó entonces, porque desde aquel día ese fue su rincón preferido y desde ahí miraba las flores en el patio, las miraba con tristeza, con la soledad atravesándole los ojos y no hacía caso de los niños que regaban las sábanas de la cama por el suelo, no salía como antes a la tienda de don Chema, ni acompañaba a la tía a recoger los hongos o a limpiar la milpa. Se aparecía y desaparecía como los ángeles. Esa era su virtud más grande y más temida, porque los ancianos creían que era una especie de elegida para comunicarse con los dioses del pasado, pero ellos habían olvidado la forma de descifrar el mensaje.
Una ocasión, después de haberme comido un puñado de hongos, cuando estaba en el cañón, Soledad se me apareció de repente detrás de unas plantas y la vi sin comprender: estaba completamente desnuda, y la única prenda que llevaba encima era un penacho azteca coronando sus cabellos lacios y negros, mientras que una neblina azul rodeaba todo su cuerpo. Con una voz que sonó lejana me dijo algo que en ese momento me pareció absurdo, sobre todo porque yo tenía entonces planeado pasar toda mi vida en ese pueblo asentado a la vera del cañón. “Verás y saldrás a buscar los caminos –me dijo-. Entonces volveremos a nacer”.
Ahora, cuarenta años más tarde, todavía no he podido entender el misterio de aquella visión fugaz. Soledad enfermó a los quince y sólo se recuperó para abandonar la casa para siempre. Dicen que con un hombre, yo creí que con un dios. Y así empezó mi vida de vagabundo y mi trotar interminable. Salí primero para buscarla más allá del desfiladero, siguiendo el curso del río, pero al darme cuenta de que era inútil me faltó el valor para regresar y crucé de largo las montañas ennegrecidas de tanto verde, bajo el desamparo de un cielo infinito.
Mi camino se hizo lejano y eterno y si no volví después no fue tanto porque no tuviera valor, que luego de un tiempo recobré, sino porque el camino de regreso había dejado de existir. Lo intenté varias veces pero siempre fue inútil, porque a pesar de ser la misma senda que recién había pisado, me conducía a pueblos distintos y muy distantes entre sí. Varias veces pronuncié el nombre de mi tierra pero nadie lo había escuchado jamás. Describí un montón de casas alrededor de tres únicas calles, todas principales, situado muy cerca del cañón, pero nadie sabía de qué hablaba, y en vano describía un camino inundado de flores amarillas en verano.
¡Cuánto tiempo pasó desde entonces! El nombre de Soledad se me quedó grabado para siempre en medio de la frente y todos los seres vivos que me veían huían asustados de mi signo fatal. Encontré los pueblos más viejos y más apartados, pero sin un alma que me saludara, recorrí los acantilados, retomé la vereda de regreso que no me llevaba a ninguna parte y ya cansado me dejé llevar por las voces del silencio. Una vez me topé con el diablo en medio de un cerro pelón. Estaba muy solo y muy triste, y a decir verdad no se parecía a la imagen que yo tenía de él sino al contrario, semejaba un indio muy viejo, embutido en un calzón de manta y un sombrero de paja muy usado. Al verme pareció que iba a sonreír pero no lo hizo, no sé si porque no quiso o porque no pudo. Estaba sentado sobre una piedra dándole la espalda a un espino mientras se comía las hormigas que le rascaban la raíz al árbol. Le pregunté por mi pueblo y por Soledad, y como dijera no saber nada, una ola de coraje me hizo coger un palo y golpearle hasta cansarme y escucharlo pidiendo perdón. Lo perdoné, como si con ello me perdonara a mí mismo, y lo dejé contarme una por una sus historias antiquísimas hasta que el sueño me venció.
Un día amanecí en medio de una floresta. Los colores multiplicados de los abejorros, de los chupamirtos y de las mariposas me llenaron de alegría y al mismo tiempo de nostalgia. El recuerdo de las casas y la gente casi se me había perdido y sólo se alimentaba con el nombre de Soledad, o quizá de la soledad que me hacía convivir con animales y con piedras pero que me había vedado el sonido de la voz humana.
A ratos no sé si pasaron cuarenta años, si soy ahora un viejo, un recuerdo o una fantasía que ha sido su propio autor. Desde que encontré al diablo no he vuelto a intercambiar palabra con otro ser, ni vivo ni muerto, ni fantástico ni real. A veces se cruzan campesinos a mi paso y al ver en mi frente la marca terrible de mi desgracia echan a correr despavoridos y he llegado a encontrar veladoras con mi nombre de gente que pide al cielo un descanso eterno para mi búsqueda insensata.
Mientras, los pueblos siguen su propio camino, sus guerras, sus diversiones, sus muertes por hambre o por el dolor de sus fracasos. Soledad, ¿dónde escribir ese nombre tan amado?
No olvido que un día dejé la tierra de los hombres y me arrojé a esta aventura, pero ahora ha llegado a pesarme. Hubo una vez en el pueblo una muchacha llamada Soledad, eso dicen las historias antiguas. Los ancianos nunca aprendieron a descifrar sus mensajes que hablaban de dioses pretéritos, de razas y de sacrificios, de epopeyas sangrientas, de eras de oscuridad y de renacimientos.
Un día se me apareció desnuda en el arroyo del viejo cañón y otro día se fue para siempre. Desde entonces me volví su siervo y al salir a buscarla extravié el camino. A veces siento tristeza. Esta vida me parece larga y sombría, demasiado silenciosa, solitaria. A veces, cuando sorprendo a algún caminante y lo veo correr sin ruidos como un punto que cae y se levanta entre los inmensos árboles, siento ganas de llorar. Quisiera que oyeran mi voz, que me recordaran tendido boca arriba en el fondo del cañón comiéndome unos hongos, que me respondieran algo. Pero es inútil. En las noches me he sentado junto a un pino enorme, o una acacia florida o una gigantesca parota, para esperar, si es que existe, el momento de renacer.
* El presente cuento forma parte del libro Hace tanto tiempo que salimos de casa, Ed. Praxis, México, 2005
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