Roberto Ramírez Bravo
Yo lo maté, padre. No me había hecho nada. No violó a mi mujer ni asesinó a mis hermanos, ni tiró mi troje, ni incendió mi pueblo. Como le digo, no me había hecho nada. Decirle que fueron órdenes no sería exacto. Sí nos mandaron a acabar con los guerrilleros, sí nos autorizaron a violar a las niñas, a las casadas y a las ancianas, pero yo no lo maté por eso. Lo que a mí me pasó fue más grande. Era el diablo el que hablaba y actuaba por mí. Era sólo un gusto, quizás un miedo. ¿Cómo decirle? Hasta ese momento yo pensaba o sentía o imaginaba que aquel hombre era sólo un indio, y esa palabra para mí, en ese instante, era sólo como un número, como un muñeco, pero nunca como una persona.
Aquella había sido una noche muy larga. Íbamos subiendo por la ladera confiados en el blindaje de nuestros vehículos y en el número de nosotros y en el armamento que llevábamos, cuando oímos los disparos. Sabíamos que era una zona de guerrilleros, pero nunca se nos ocurrió que nos atacarían. Sin embargo nos atacaron antes de que pudiéramos doblar la curva y sin darnos cuenta quedamos en la mitad de un fuego cruzado. Una bala entró certera por la mirilla de la tanqueta y ahí quedó bien muerto el teniente José Agustín Dillanes, ese que al otro día los periódicos dijeron que había salido ileso. Nos diezmaron, nos hicieron correr como maricones, nos quebraron, padre. Pero no fue por eso que yo maté a aquel indio. Como pudimos nos comunicamos a la base pidiendo refuerzos, y fue entonces cuando ellos iniciaron la retirada, dejándonos ahí con la angustia de nuestros muertos, y a mí con el dedo meñique que me estalló por un disparo. A las ocho de la noche llegó el general, sin sus insignias y sin el coraje que yo esperaba ver en él. En vez de eso, parecía un niño asustado, un hombre absolutamente derrotado. Venía con tanques, con médicos, con dos helicópteros que hicieron reconocimiento sin encontrar a nadie en los caminos, sin localizar huellas de los guerrilleros. Nos coparon, padre, y con su perdón, nos dieron en toda la madre. El aire estaba lleno de pólvora e incienso, del olor de las flores machucadas, de un hedor de muerto que lo abarcaba todo, como hoy en esta iglesia, como este cortejo que está llegando, como la misa de difuntos que usted va a oficiar.
Déjeme contarle. A las diez de la noche ya se habían levantado los cuerpos: ocho en total, ningún guerrillero entre ellos. Entonces dijo el general: “hay que seguirlos. Cácenlos, mátenlos, pero no regresen con las manos vacías”. Entonces iniciamos nosotros la cacería: subir y bajar por los cerros, llegar a los pueblitos a la media noche, asaltar, poner a la gente con la cara al piso y ejecutarlos ahí mismo si se resistían. Pero nuestro trabajo no resultó como esperábamos, porque cuando llegábamos a un pueblo lo encontrábamos vacío, algunas veces sólo con los ancianos y los enfermos, otras veces nada más veíamos a los chivos y a las iguanas trepándose en las piedras, o eso parecían en la oscuridad, y quizás no eran sino los mismos indios huyendo de nosotros. Casi en la madrugada perdimos la cuenta del tiempo que llevábamos entre aquellas veredas, y el miedo nos empezó a caer encima como una roca, o como un trozo de hielo, pesado y frío. A cada paso sentíamos la presencia de los guerrilleros, imaginábamos que otra vez nos diezmarían, que caeríamos sin ningún remedio, que éramos una especie de fantasmas que habían perdido sus cuerpos durante la balacera y que andábamos, muertos ya, con un balazo metido entre los ojos. ¿Cómo saber en esos momentos dónde estaba la realidad, y dónde empezaba la pesadilla de aquella caminata absurda hacia ninguna parte? ¿Cómo saber si los pueblos que quemábamos, si los viejos que dejábamos tirados por el camino eran reales; si el temblor de nuestras rodillas se justificaba con el frío de la noche, si nuestro sobresalto ante el ruido de un pájaro nocturno o ante un fantasma tenía sentido? ¿Cómo saberlo, padre? Dejamos varias rancherías incendiadas a nuestro paso, varios cadáveres sembrados. Las órdenes eran claras: “cácenlos, mátenlos”, nos gritaba el general desde adentro de nuestras cabezas. Y así lo hicimos.
Y el muerto, aquel fue un muerto mío nada más, padre. Sólo mío. Por gusto, o quizás por miedo. ¿Que si me arrepiento? Tal vez, no sé. Era un indio como todos los demás. Lo encontramos en una casita de barro, sentado en la mitad de aquel cuarto oloroso a tierra. No habló ni cuando le rompimos los dientes, o cuando se los rompí yo solo, porque aunque lo cuento en plural, nadie me acompañó en aquel hallazgo. Estaba sentado en el suelo, con las rodillas dobladas, rodeadas por sus manos toscas. Vestía de blanco y parecía un pájaro a punto de alzar el vuelo, quizás una paloma asustada. Era un viejo, indudablemente, pero no podría saberse si tenía cien o quinientos años. Sólo me miraba. Sus ojos eran inexpresivos, pero terribles por la ausencia de rencor que había en ellos, terribles porque aunque lo pateara y aunque le pegara con mi arma no dejaban de mirarme, terribles porque callaban lo que hubieran querido gritarme. Sus ojos me taladraban, padre, era aquella visión un grito pesado porque no se oía, pero entraba por mis cuencas, estallaba en mi cerebro y desnudaba lo poco que me quedaba de emociones, arrojándome al miedo, arrojándome a una maldita condenación sin sentido. Le pegué hasta cansarme, y cuando sentí su mirada fría le descerrajé un balazo entre las cejas para callar ese delirio, pero los ojos de plato del muerto seguían mirándome. Entonces grité: “¡Ya cállate, ya cállate!”. Entonces me revolqué por aquel piso de tierra roja y mis compañeros pensaron que deliraba debido a la herida en el dedo. Y yo gritaba, y me arrancaba los cabellos y no podía apagar esos ojos que estaban adentro de mí. Por eso lo maté, padre. Por eso lo maté. Hace tres días ya, o un mes, o un año, no sé bien. Sólo sé que desde entonces aquel indio me persigue. Lo he vuelto a ver en las laderas, en el hospital, en el depósito donde fueron llevados los cadáveres de los soldados para que no se descompusieran, lo veo en el espejo, siempre en cuclillas, siempre como queriendo levantar el vuelo, con una mirada que es una pregunta, que lo mismo es una condenación o un perdón, lo veo con esa baba que le salía de la boca ante los primeros golpes, y con la sangre que se le reventó en los ojos por el balazo pero que no le apagó aquellos dos círculos de pescado que tenía junto a la nariz. Hace tres días, o un mes, o un año, no sé bien, dejé el servicio militar. Ya no puedo matar números, no puedo crear otras estadísticas. Ahora sólo busco escaparme de aquel indio que no me dijo una palabra, que no violó a mi mujer ni asesinó a mis hermanos, pero que me persigue desde adentro, que murió de mi mano, ese a quien convertí en fantasma. Perdóneme, padre, he pecado. O no me perdone. Quizás no vale la pena, porque no hay escapatoria. ¿Sirve de algo intentar huir? En la puerta de la iglesia él sigue sentado. Lo miro desde aquí, lo huelo, lo siento. Está esperando levantar el vuelo, está esperándome. Y yo tengo miedo. ¿Quién me ayudará en medio de este funeral, padre? ¿Quién detendrá mi pánico en este cortejo fúnebre con su olor de flores de difunto por aquel soldado que murió hace tres días, o un mes, o un año, no sé bien? El indio está sentado, y al muerto le lloran sus hijos sin que él lo sepa, pues no oye los ruidos, ni siente al viento correr, ni tampoco la asfixia de su féretro. Sólo es un soldado muerto, simple y felizmente muerto. Y yo aquí, padre, tengo miedo. Porque nadie me mira, porque nadie tropieza con mi cuerpo ni se topa con mi mirada. Sólo esos ojos que me persiguen, que me señalan, que me flagelan. Perdóneme, padre, usted que puede. O no me perdone, quizás ya no tiene importancia.
• El presente cuento forma parte del libro
Hace tanto tiempo que salimos de casa (Ed. Praxis, 2005)
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