Roberto Ramírez Bravo
A los doce años, Toño “Pachacuás” mató a su padre, a los catorce a su abuelo y a los dieciséis a uno de sus vecinos. Nunca estuvo mucho tiempo en la cárcel porque la primera vez se dijo que había sido un accidente, la segunda, que era menor de edad, y en el tercer asesinato no hubo nadie que testificara en su contra a pesar de que todos en el callejón sabían que él había matado al Olivas.
Así que apenas entrado en la mayoría de edad, era un asesino profesional. Siempre drogado, era el rey del barrio: asaltaba transeúntes, entraba a las casas para robar y se apedreaba con los vagos del barrio del Pozo de la Nación. Vendía mariguana y pastillas, desmantelaba carros y asustaba a las señoras. A veces, sin mucho afán, se ocultaba detrás de un poste con El Piojo para agarrarle las nalgas a las muchachas que salían de sus viviendas rumbo a la secundaria.
Por eso a nadie le sorprendió encontrarlo muerto una madrugada de agosto, con los ojos abiertos y todo el pecho destazado como un marrano. Su madre María Teresa lloró durante nueve rigurosos días y luego se encerró en su luto silencioso. Mientras tanto, su hermanita Rutila atendía a las visitas.
Lo que nadie pudo entender nunca fue el interés que mostró la policía en el caso.
El mismo día en que apareció el muerto en el callejón, los lentes oscuros del comandante Jacinto Vélez destacaron entre la multitud del velorio.
—¿Tú estuviste con él toda la noche? -preguntó a Lichita, la novia del muerto.
—No.
—Es mejor que no mientas. Sabemos que se ponían en la esquina, debajo del árbol y cogían casi a la vista de todos. Mejor dime la verdad.
Era cierto. Esa noche Lichita había estado con él, e hicieron el amor en la oscuridad que les procuraba el frondoso tule. Así era siempre desde que una mañana El Pachacuás se paró frente al uniforme blanco y gris que usaba la Lichita para ir a la secundaria, le arrebató la cadena que llevaba en el cuello, y al verla inmóvil del susto se le antojó levantarle la falda, le bajó las pantaletas y con los dedos acarició el pubis, y jugó con él hasta que la vio temblar y la sintió desfallecer. Desde entonces eran novios, aunque era una relación extraña para todos, porque nadie podía entender que una niña que era tan dedicada a su escuela tuviera tanta adicción por un asesino despiadado que siempre andaba drogado y metido en líos.
El comandante Vélez la interrogó el mismo día del velorio, a pocos metros de la casa. Los vecinos recuerdan que era una tarde brillante y el policía se protegía del sol con sus gafas negras. A través del cristal oscuro, la Lichita percibió la luz de aquellos ojos que la interrogaban. “No”, dijo. No sabía nada, no había visto nada. “Así es siempre en los asesinatos de mariguanos”, pensó él: nadie sabe nada. “Ten cuidado con lo que me dices”, le advirtió: “después volveré para platicar contigo”.
Luego tocó el turno, el mismo día, al Solín y el Maya, amigos inseparables del muerto, quienes tuvieron que ser pescados por un comando de la judicial cuando fumaban yerba en el parquecito de La Iguana, a las nueve de la noche.
—Tú sabes... -le dijo el comandante Vélez al Solín mientras le rompía los dientes-: mejor dinos quién fue.
Solín se deshizo en llantos. “Por mi madrecita, mi jefe, nosotros ni anduvimos por aquí esa noche, verdad de Dios”. El Maya se movía sin comprender. Era alto, pero sus movimientos eran torpes. Llegó al barrio siendo un niño y nadie supo de dónde venía, pero ya desde entonces se notaba desde lejos el retraso en sus facultades mentales. Nunca el Maya le había hecho daño a alguien, pero todas las mujeres le tenían miedo por sus pasos de gigante, por su cara deforme y por la baba que siempre traía en las comisuras de los labios.
—Cierre el caso -le sugirió al comandante uno de sus subordinados-: a este muerto no lo reclama nadie, y todos están contentos con lo que le pasó. ¿Para qué buscarle?
Vélez lo miró sin coraje.
—Nos pagan para eso, para investigar -dijo.
Desde el parque de La Iguana se divisaban la bahía de Santa Lucía y todos los barrios viejos de Acapulco, iluminados por las luces artificiales. Vélez se sentía cansado. No había comido bien y se estaba acordando de su hija Marina, que al igual que la Lichita, estaba estudiando la secundaria. ¿Dónde estaría ella en esos momentos, mientras él trabajaba? Sabía, desde antes de preguntarles al Solín y al Maya, que ellos no habían matado al Pachacuás, porque ellos estuvieron esa noche en Caleta, donde asaltaron una tienda de abarrotes. Lo había comprobado bien, pero de todas maneras quiso interrogarlos. Algo debían saber. Pero no consiguió nada y, por si las dudas, los subió a la patrulla y se los llevó detenidos. Después volvería a hablar con ellos.
Asunto Santiago se preocupó cuando vio llegar la camioneta de los policías frente a su casa. El Pachacuás había asesinado a su hermano el Olivas siete meses antes, y en consecuencia, él era el principal sospechoso del crimen.
—Acompáñanos -dijo Vélez, y se lo llevó del brazo, como a un viejo camarada.
—Yo no hice nada, comandante. Ese día estuve encerrado viendo la televisión, yo solito en mi casa.
El comandante sonrió: “No tiene coartada”. Pensaba que la muerte del Pachacuás no era un asunto aislado y podría conectarse con la red local del narcotráfico y eso a él le serviría de mucho, pues no sólo se trataba de resolver el caso sino de ir más allá, asestándole un verdadero golpe al crimen organizado que a él lo proyectara dentro de la policía.
—Sabemos que el Pachacuás y tu hermanito El Olivas eran... tú sabes: novios. Pero una vez tu cuñadito se drogó y apuñaló a tu hermano. Lo mató, así sin más, sin misericordia. Ahora tú cobras venganza. Dinos cómo fue.
—Yo no lo maté, mi jefe.
Asunto vestía una bermuda vieja y una playera con un desnudo de Gloria Trevi.
—Llévenselo -dijo el comandante a sus policías-, ya saben lo que tienen que hacer con él.
Lo demás fue rutinario. Lo llevaron al cerro del Tanque, por la zona de los hospitales, donde no había nada más que árboles, lo golpearon, le metieron la cabeza en una bolsa de plástico para asfixiarlo, lo colgaron de las manos durante casi una hora, lo patearon en los huevos. Desde su sitio, Asunto miraba el puerto dormido, las luces silenciosas de la bahía. Un barco resopló a lo lejos.
—Se me hace que éste también es como el hermanito. ¿Y si nos divertimos con él? -sugirió un policía.
Asunto no resistió más y terminó por confesarse culpable. Narró cómo estuvo espiando desde las once de la noche a la parejita debajo del árbol de tule. Tenía tiempo haciéndolo, esperando la oportunidad de caerle encima y matarlo, pero Pachacuás siempre se iba después de terminar con la Lichita. Esa noche no. Esa noche permaneció en el mismo lugar bien drogado, y la chamaca se fue sola por el callejón. Serían las dos de la madrugada y no había un alma en el lugar. Entonces lo mató.
—¿Con qué?
—Con un cuchillo cebollero. Le di hasta cansarme. Luego me fui y me encerré a dormir como si nada. Nadie me vio.
Vélez advirtió la grieta en la declaración de Asunto. Pachacuás había sido asesinado con un objeto que se parecía más a un hacha que a un cuchillo cebollero. Pero no dijo nada. Tal vez el detenido mentía para confundir. “¿Dónde está el arma?”, preguntó. “No sé -dijo Asunto-. Yo la dejé en el mismo lugar porque no supe qué hacer con ella”.
Después vino el papeleo, y tres días más tarde, ya repuesto de los golpes, el detenido fue puesto a disposición del agente del ministerio público y presentado a los periódicos. Asunto encerrado, asunto concluido.
El comandante siguió dando vueltas por el barrio, siguió preguntado “para hundir más al asesino”, siguió visitando a la madre y a la hermana del muerto, se hizo amigo de los vecinos y era invitado a tomar café con las familias o un trago con los borrachitos, hasta que un buen día se presentó a la casa del difunto y encontró a Rutila, la hermana, sola.
La niña bajó la mirada al verlo, y con sus manos cubrió instintivamente sus pechos incipientes. Èl la observó despacio. Tendría unos catorce años y su pelo lacio y largo mostraba el descuido en que vivía, su ropa era sucia y vieja, sus uñas llenas de mugre y su mirada triste.
—¿Por qué lo mataste? -preguntó Jacinto Vélez sin transición.
Rutila tembló y sus ojos brillaron.
—Porque ya no quería que me siguiera violando. Todas las noches lo hacía, desde hace dos años. Empezaba con la Licha y terminaba conmigo. Mi madre y yo le teníamos tanto miedo...
Luego le mostró el hacha, pequeña pero suficiente para destrozar a un marrano. Le contó que llevaba varios días espiándolo cuando se reunía con su novia debajo del árbol de tule pero él nunca se quedaba solo. Y cuando iba a su casa para buscarla a ella, el miedo la paralizaba; además no era cosa de matarlo en la casa sino en la calle. Pero esa noche la Licha se fue y él se quedó dormido bajo el árbol, bien drogado. Así que aprovechó y lo mató.
—¿Me va a llevar presa? -preguntó con apenas un hilo de voz.
Jacinto Vélez lamentó no encontrar la conexión de la red de narcotráfico. Luego vio a la jovencita. Si no estuviera tan sucia sería idéntica a su hija Marina, aunque en cierto modo se parecían en el cabello, en la forma de cubrirse el pecho con los brazos cruzados, en la cara de espanto, en el temblor de sus manos y en los muslos bien formados y las caderas redonditas y tiernas. Estiró una mano y le acarició el mentón, luego pasó los dedos por el pelo enmarañado de la niña, la atrajo hacia sí y con mucha delicadeza le dio un beso en la mejilla apretando su cara contra la de ella.
—No te preocupes -le dijo en el oído-. Este caso ya está cerrado.
Y suavemente rodeó el talle femenino en un abrazo largo, muy largo.
*El presente cuento forma parte del libro Sólo es real la niebla (1999) |