POBRES DIABLOS MADRUGADORES
Por Favián Ortiz (Doctor honoris causa por habladurías de mierda)
Ahora recuerdo la frase de Homero, sabio entre mis clásicos predilectos, de los dibujos animados por supuesto, es decir Homero Simpson, cuando decía que “el transporte público es para los pobres diablos”. Cuanta verdad en esa breve frase. Pues cierto día, no muy lejano todavía, debí madrugar a trabajar, y ahí estaba yo, un pobre diablo apretujado, estrujado y desconfiado entre otros pobres diablos viajando en uno de esos buses verdes y largos heredado por “el amigo que nos cambio la vida”. “Veintiocho pasajeros sentados, sesenta y dos de pie, total pasajeros: noventa”, decía un letrerito sobre la capacidad del bus. Se nota que el imbécil que hizo semejante suposición nunca se ha subido en un bus de estos, como no sea para calcular a ojo según su criterio, de manera que no sabe que a estas bodegas de carne les cabe más. Por más que yo contaba y recontaba por sobre sus cabecitas y cuerpos enroscados y recelosos, encontraba más y más gente. No entendí si es que el chofer era un mago ilusionista y a la orden de “córranse pa` tras”, quedaba más espacio o si a lo mejor el bus era elástico y se expandía al subirse uno tras otro, claro, tal vez era como una de esas maletas de doble fondo. A cada parada si se bajaba uno se subían tres y hasta cuatro más, pero aquí lo inexplicable se revela por un procedimiento muy simple: aunque el bus conste de tres puertas, cuando ya no pueden entrar más por la delantera se abre la trasera para que sigan subiendo hasta que apenas se pueda cerrar, naturalmente ésta queda bloqueada y que se joda el que se quiera bajar, quién lo manda a ser pobre y tener que movilizarse en bus. Lo bueno es que ahí no para todo porque queda la puerta de la mitad, entonces ya una vez bloqueada la delantera y la trasera se procede a taponarla de gentuza hasta que ya no le quepa ni un pedo. Ya usted adentro deberá revisar periódicamente sus bolsillos no sea que se le caiga la billetera o demás posesiones. Lo inevitable serán los afectivos empujones y codazos, los suaves pisotones y el sutil madrazo susurrado al oído porque “estorbamos” y no dejamos pasar. Los privilegiados, es decir, todos los que van sentados, se aferran con los brazos cruzados sobre lo que llevan: bolsas, maletas u otros adminículos, no sea que mientras se duermen con un ojo abierto, venga el raponazo de otro que está de pie. Si usted los mira, ellos le devuelven una mirada de odio; si se rasca o respira, molesta al vecino de enseguida; si se palpa el bolsillo para ver que todavía esté la billetera entonces se ponen susceptibles: “¿qué creyó este hijueputa, qué aquí lo queremos robar?”. Luego aparece de la nada un infeliz que se cree profeta diciendo: “hermanos el fin está cerca, arrepiéntanse…”, sí, qué arrepentida tan hijueputa siento de haberme embutido entre esta gente, “el señor Jesucristo dio su vida por nosotros pecadores…”, él debe estar más arrepentido de saber que de nada sirvió.
Al rato, un cobarde de los que se hace atrás grita: “¡muévase gonorrea que no vamos de paseo!”. Y necesita estar atrás para envalentonarse, porque al alcance del conductor sería una mansa paloma, una dulce güeva, pero como está atrás, escondido entre otros traicioneros como él, sabe que otras vocecitas harán eco a su amable exigencia. Definitivamente esto de madrugar no es para mí, y si al que madruga Dios lo ayuda, entonces Dios es un cínico. Y cómo que “trabajar no es deshonra”, lo es cuando hay que viajar amontonado y magullado, con un sucio regaeton sonando de fondo y ni que decir de la consabida retahíla lastimera de los limosneros que pueblan el transporte público, que no vale la pena citar aquí porque sería como pisar sobre la mierda ya seca.
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