Tenías mucha razón cuando saliste con eso de que no sé ser romántico. Pero te aseguro que son muchas las cosas que me gustan de ti. Si te digo todo esto no es para tratar de saldar alguna deuda emocional ni nada por el estilo, es sólo que tu quietud y tu paz me han dejado con ganas de hacerte mención de todas aquellas cosas que me gustan de ti.
Y si hay algún lugar por dónde empezar es por tu piel, tan suave, tan tersa... Cualquier comparación con texturas artificiales resultaría burda y grotesca. ¿Satín? ¿Seda? Tu piel es una textura irrepetible, blanca y fría. Un encuentro con la razón de ser del tacto. El paraíso de cualquier otra piel, de cualquier textura.
Pero seguro que no sólo es tu piel. Tu cabello negro como el cielo en esas noches de tormenta, largo y negro. Liso. Una cascada larga y negra, un glacial de petróleo, una lengua endemoniadamente obscura que te envuelve y te atrapa en su aroma.
Y tus manos largas y delgadas. Finas. Frágiles. Dos arañas blancas ahora reposan quietas, dóciles, como si hubieran olvidado qué tan fuertes pueden ser sus extremos pese a esa apariencia delicada y frágil.
Tus piernas firmes, eternas. Dos columnas serían una metáfora vil y ruin, porque jamás vibré al abrazarme a una columna. Ninguna columna... Tus piernas. Justo manjar de la ocasión más privilegiada del amor.
¿Qué hacer pues? ¿Qué elegir entonces? Podríamos decir que evitaría un bocado de tus labios, tu lengua o tus senos, por considerar muy ordinaria esa elección. Sólo porque parecería demasiado común empezar degustando tu boca tan sabia o tus pechos lascivos y desafiantes... y quién sabe, tampoco tu sexo. La elección es tan difícil, la sensualidad, la ternura, el candor. Todo junto. La perfección de tu cuerpo me hace pensar que empezaría tal vez por tu cuello, que hace unos instantes fue tan fácil de romper...
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