¡No,no,no! ¡Les digo que así como lo están haciendo no van a aprender nunca, monos ignorantes! Yo digo, ¿Acaso nunca me comprenden lo que les explico?
Discúlpeme por la interrupción, señor Morales. Pasa que estos monos pelotudos me sacan de las casillas. Llevo ya tres años intentando enseñarles a escribir en imprenta, pero ni siquiera pueden dibujarme un triangulo. ¡Estos monos imbeciles solo saben morder los lápices, hacer mamarrachos, o arruinar el papel que yo les doy, arrugándolo! Aun no comprendo como se me pudo haber ocurrido traer a estos monos si lo único que me llevo al Congo fue el deseo de verla a ella, a Dorothy Harris. Y fui hasta allí, al Congo a pesar de que ellas solo sentía por mi un gran aprecio, y no un gran amor, como el que yo si sentía por ella. Igualmente, obvie todo ello y me dirigí allí con el único objetivo de conquistarla y poder llegar a su corazón. Porque, como le iba diciendo antes de que lo interrumpiera a causa de estos simios pelotudos, a Dorothy Harris la conocí aquí, en Buenos Aires, cuando yo aun dictaba Botánica en la universidad, y ella solo era una alumna mas de mi clase.
En esa época, hace ya diez años más o menos, ella era una bonita muchacha hija de padres ingleses. Tenía unos veintitrés años, en tanto que yo ya ostentaba cuarenta y ocho. Y todo comenzó como una normal relación entre profesor y alumna. En un principio ni siquiera la saludaba; era una simple y desconocida alumna más. Luego, con el correr de los meses, bueno, un mes, me comenzó a llamar la atención élla en particular ea la más bonita de la clase. Comencé entonces, a saludarla en el aula y en las ocasiones en que la cruzaba, muchas veces a propósito. Y al mismo tiempo también noté que élla tomaba el mismo colectivo que yo. Me asombro no haber notado ese asombroso detalle.
Cierto jueves la encontré en la parada. La saludé e inmediatamente le busqué conversación. Empezamos hablando de temas bastante superficiales, como seria de suponerse. Me asombraba su español, que aunque no siendo del todo correcto poseía un buen léxico y pronunciación. Así seguimos conversando un mientras esperábamos que el colectivo llegara; y como no venía, aproveché entonces la ocasión para proponerle ir a tomar algo si no tuviere nada que hacer. A ella no le pareció mala idea y aceptó mi invitación. Su respuesta me asombro gratamente, pues dudaba que aceptara la proposición de su cuarentón profesor de botánica.
Fuimos entonces a un café que quedaba no muy lejos de ahí. Llegamos y nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Nos pedimos un cortado cada uno y seguimos charlando, un poco más distendidos los dos. En primer problema fue que no sabíamos muy bien de qué hablar, y realmente ya estaba cansado de hablar de temas pelotudos y sin sentido. Así que empezamos a hablar contándonos de nuestras vidas, la de cada uno. Yo empecé contándole que era viudo y tenía un hijo viviendo en Alaska; pues se había enamorado de una chica esquimal en un viaje que hizo de jovencito y además le encanto el lugar. Hablamos sobre mi afición al jazz; algo en lo cual felizmente habíamos coincidido; y hablamos de algunas otras cosillas más que no vienen al caso contar. Ella también hablo de su vida, me contó que su padre era productor agrícola en el Congo; y que gracias a que el esclavizaba negros, ella podía viajar por el mundo todo el tiempo que quisiese, como también estudiar lo que le viniese en ganas y durante el tiempo que tuviera ganas; el tiempo que le pareciese interesante la carrera. A colación de esto también me dijo que ya lo extrañaba mucho, que hacía ya diez meses que estaba viajando por el mundo. Y aunque era algo que le fascinaba, sin embargo eso la hacía extrañar mucho a su padre. Y al terminar de escuchar lo que dijo, me aborreció y me dio asco el método laboral que su padre utilizaba con esa pobre gente; y que para peor, ella gozaba de esos corruptos beneficios. Pero lo que si me angustió fue oír que ella se marcharía. Quién sabía si algún día la volvería a ver. A lo que se me ocurrió preguntarle si no le incomodaría seguir una relación, aunque más no sea, epistolar. La mire y dudo un instante hasta que finalmente acepto y me dio su dirección en el Congo. Luego se despidió, pagó su café y se marchó.
Luego de aquel día habres mantenido una relación por correspondencia a razón de una carta mensual durante un año. Hasta que un día, luego de haber ahorrado plata, le escribí una carta expresándole mis deseos de ir a visitarla. Felizmente la idea le agradó, y, mediante sucesivas cartas, acordamos la fecha en que viajaría hacia su país; y una vez allí, ella me estaría esperando para llevarme a la casa de su padre.
Finalmente, luego de seis meses llegué. Era un día soleado y muy caluroso, tanto como los demás días en que estuve allí. Baje del barco, y al salir luego del edificio de migraciones, comencé a buscarla con la vista hasta que la vi. Estaba parada mirándome. Llevaba puesto un vestido color pastel y un sombrero floreado. Se hallaba junto a un automóvil y un mulato chofer. Estaba preciosísima. Cuando llegué hasta ella la tome de las manos y le dí un beso en la mejilla. Subimos inmediatamente al auto, salimos del alborotado puerto. Luego de dos horas al fin llegamos a la granja de su padre. Era una gran granja, por cierto; muy grande y muy vistosa. Habíamos hablado muchísimo durante el viaje, sobre todo de mi largo viaje, y del tiempo que pasó sin vernos. Se lamentó de no poder presentarme a sus padres, debido que hacía una semana habían viajado a Londres en viaje de negocios. Así que no pude conocer al miserable y cretino negrero. Luego, entre tanto, ya distendidos en su casa, observe que convivía con bastantes criados que la atendían y satisfacían sus aparentes múltiples caprichos.
Fueron sólo cinco los días que conviví con ella, puesto que al quinto día le confesé mi inmenso amor por ella. Que no podría volverme a la Argentina, o si lo hacía, sólo podría ser junto a ella. Le confesé que ya no soportaba su ausencia. Y aunque si bien era cierto que no nos conocíamos casi, yo igualmente sentía algo muy profundo por ella. El problema de mi confesión fue que no lo capto como yo quería. Ella tan sólo sentía un gran aprecio por mi persona, pero no mucho más. Al oír eso no pude soportarlo más, y ese mismo día me marché de su casa.
Y pasado aquel suceso ya no hay mucho para lamentar. El mismo chofer que me llevo a su casa, me llevó de regreso a la ciudad. Estando allí me alojé en un hotel y ese mismo día también compré mi boleto de regreso. Pero el vapor a Buenos Aires zarpaba recién en cuatro días. Entonces un día, para no seguir pensando en Dorothy, salí de paseo por las afueras, en realidad el día antes a mi partida. Y mientras iba caminando por una especie de suburbio campesino, vi que en una casa había tres monos atados a una estaca y con una soga al cuello cada uno. Aparentemente se encontraban en venta, porque al lado tenían un cartel con precio en libras esterlinas. Los vi de cerca y se trataba de tres simpáticos, aunque flacos y desahuciados capuchinos que me miraban. Los miré yo también y pensé: ¨estos tan simpáticos monos serían los que por ser del Congo, no me harían olvidar a Dorothy Harris. Tres monos que serían como mis hijos; un fruto simbólico de mi amor por mi por siempre amada, Dorothy Harris¨.
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