MI LABERINTO

Quedé asombrado cuando se acomodó frente al tablero de dibujo, después de instalarme en un cómodo sillón Morris, de muy buen diseño.
En mi imaginación las cosas iban a ser muy diferentes: yo me recostaría en un diván y ella, a mi espalda, permanecería sentada con un block de notas, expresión adusta y un par de anteojos de armazón negro.

No resistí y se lo dije: después de todo se suponía que acudía a su consulta para hacer una completa catarsis.
La analista (exhibiendo, dicho sea de paso y con todo respeto, una sonrisa encantadora) me aclaró que empleaba el tablero como mesa, para tomar sus notas.
- Esta posición es mucho mejor para las cervicales, ya paso demasiado tiempo frente a la computadora, en posición no muy ergonómica que digamos... Es que soy medio adicta –Confesó.

La explicación no dejaba de tener su lógica, pero así y todo seguían sin “cerrarme” el atuendo informal, su invitación a llamarla “Cristina” al momento de presentarse y la cuidada decoración de su estudio, con un gran ventanal al jardín, donde en ese momento la luz se filtraba entre las hojas de los plátanos y provocaba mil efectos visuales con la complicidad de la enredadera gigante.

Sinceramente me parecía el estilo de una arquitecta más que el de una psicoanalista; incluso el de una artista plástica, de esas que pintan abstracto y tienen un gato negro, no por brujas sino por poseedoras de acendrado sentido estético y cultoras de la poesía.

Pero decidí disimular las dudas en favor de mi urgencia: había llegado buscando ayuda para salir del laberinto en que me debatía y me ahogaba; necesitaba, como Teseo, de una Ariadna que me tendiera un hilo de oro.

Lo que quiero decir es que demandaba ayuda profesional a gritos; que estaba medio loco. Disculpen si a veces no hablo claro: es que no puedo con mi genio de permanente cazador de sinécdoques, metonimias y metáforas de todo tipo.

Comenzamos a trabajar (bueno… la que trabajaba era ella, yo hacía de materia prima) y muy pronto olvidé aquello que me había sorprendido el primer día.
Ya no me extrañaba que empleara una regla “T” para subrayar algo, que estuviera haciendo bosquejos de manera permanente mientras yo hablaba y hablaba o que, cuando conversábamos durante algún descanso, platicara acerca de Gropius, Frank Lloyd Wright o Le Corbusier, pero jamás de Freud, Jung o Lacan.

Lo cierto es que pasaron los meses y me fui sintiendo cada vez mejor.
Evidentemente la tipa era buena en lo suyo y ya no sentía aquella sensación de opresión, de ahogo, de encierro…

Hoy puedo decir con satisfacción que el tratamiento ha terminado. Es cierto que hube de desembolsar por él una pequeña fortuna, ya que, al momento de cobrar, la doctora parecía experimentar una nueva mutación, transformándose entonces en contadora, abogada o inspectora de la AFIP…

Pero estoy contento.
Ahora me considero totalmente curado: sigo en mi laberinto, pero las modificaciones que ideó esta mujer son fantásticas: lo recicló por completo y quedó comodísimo, muy funcional y lleno de detalles de buen gusto.