HUMEDAD
La lluvia cae gota a gota, como una larga invasión de nube líquida. Primero moja la cabeza, por cuestiones de verticalidad, y más tarde, por el centro, por la nariz, resbala la gota más plácida, esa que moja hasta caer en los labios, casi sexual. Pronto, y sin advertirlo, la lluvia moja hombros y brazos hasta que la ropa se hace incómoda por pesada, y en su paso inclemente, llega al vientre dónde anida y anuda toda esa fría impresión de ser fuera de sí, y que no puede explicarse si no es comparándolo con el frágil dolor de una vena abierta. Cuando se aparece alguna cornisa furtiva, ya es tarde. Se está bañado hasta el ombligo, donde no llega nada con la facilidad como lo hacen las emociones y el agua, y sin tiempo para pensarlo las gotas de lluvia simplemente penetran hasta allí como lo hace también el filo de navaja en las entrañas de la víctima.
Ya con el vientre humedecido y tras el paso de las nubes llovidas en el cuerpo entero, las gotas toman el calor de la piel haciéndose tibias, ambiciosa y excitantemente tibias. Entonces, y como un gusano en tierra húmeda, la primera gota toca el sexo cálido, que ahora ansioso, se abre como esperando la llegada de un ciclón… Empezando y ya terminaba. La lluvia, como las tormentas, también desaparece aunque deje sus residuos de agua por todos los rincones.
Fue un día gris, como esos que me atrapan en divagaciones tan diseminadas como esta, la de las gotas de lluvia. No había nadie en la parada del bus; nadie sintió las gotas resbalar, tal vez porque queriendo llegar a casa tan intactos como salieron prefirieron esperar a que pasaran las inclemencias del tiempo para correr en desbandada por la hora exacta de cualquier cosa.
El cuerpo entero me temblaba a pesar que la humedad de mis ropas ya era tibia; no conseguía encontrar el punto medio de equilibrio entre el frío y esa confusa y nueva ansiedad. Sentir era mucho más incómodo que tratar de mantenerme desnuda, quieta y con la mirada hacia el cielo, durante una granizada. Y es que todo empezó por desaparecer antes que alguien lo viera, como si todo lo sucedido hubiera sido el episodio en que se consume un cigarro; ardorosamente prófugo. Por lo mismo, nadie me creyó. Sentí como si me hiciera vieja, rápidamente vieja. La risa exorbitante de aquel rostro desconocido insistía en mi cerebro como lo hacía la sangre que se derramaba por la profundidad de mis piernas confundidas.
Siempre traté de convencerme que no mentía, que no había nada raro en mis divagaciones. No estaba ebria ni narcotizada. Pero nada. Ni una sola palabra era verosímil, solo “falta de malicia”, y ante tal testimonio de total convencimiento, terminé clavada en sus profundos ojos color mierda.
Aún sentía mi piel y mis zapatos empapados. El agua aplastada a cada paso, entre las medias y las suelas, gemía, no lloraba. Había placer en su sufrimiento, no sentían placer sin dolor. Y yo empezaba a sentir lo mismo. Quizá por esa razón, volví a sus ojos, y ante semejante explosión de miedo sobre el éter de mi escenario, corrí como loca tratando de secar así, todo aquello que me colgaba mojado. El agua en mis zapatos gemía con mayor intensidad y mayor era el placer de mi carrera.
Sin embargo, no contaba con que caería, y menos en el charco más grande y sucio. El sonido de los carros se incrustaba en mi cabeza con rabia y dolor. Desde niña no lastimaba mis rodillas y esa maldita risa se hacía más estridente en mi cabeza. Descubrí que el agua que resbaló tibia y exótica por mis harapos estaba sucia, y que pensar en sus ojos para ir bajando después hacia el resto de su cuerpo, fueron la causa de mi atroz caída. Quedó entonces en mi espanto un deseo mayor por la mierda y su color.
Tiempo trascurrido en la noche de este aposento, pienso en el ardoroso placer de mis rodillas magulladas, como si la caída las hubiera apartado de mí, de mis mezquinos enfriamientos y cavilaciones, pues cadavéricamente me recuerdan la inevitable humanidad de mis pisadas y el candor desvanecido de una más de mis ideas, ya desangradas.
Y como esta pasan mil y una noches sin cuento, pero con todos los finales prescritos bajo esta miseria observándome tras el cristalino profundo de su más íntima satisfacción, como si la vida, ese complejo espacial donde el tiempo ocupa lo visible, se tejiera desesperada e inútil, así como la momentánea vida de la fugaz mariposa. |