Mi niño perdido y hallado en un nido
Ciertamente La_Columna no es terruño para ñoñeces y monadas, tampoco tapadillo de intimidades y cotilleos. Este lugar es sobre todo ágora y paraninfo, floresta literaria, en donde colaboraciones y ensayos hermosean nuestra página con su belleza y vigor inusitados. Con todo, mis queridos “columneros”, yo me permito hoy saltarme a la torera esta costumbre tan culta y sensata. Y vengo a contaros aquí una “nimiedad”, simple y hasta mojigata. Si no la “largo” es como si no la hubiese vivido. Así que disculparme por echar el carro por el pedregal con tan insignificante bagatela.
Tengo ya más de sesenta inviernos sobre mis espaldas hundidas y esta mañana es la primera vez en mi vida que me entretengo sorprendido, libre de prisas y compromisos, refocilándome con esta nadería. Nunca es tarde si la dicha es buena.
De pequeño, yo ya fui muy mayor. No tuve tiempo de regodearme en chiquilladas. Las precariedades de aquella época de posguerra y dictadura castigaron mi infancia con un duro y largo noviciado de obligaciones prematuras. Nunca pude recrearme en el sonoro azarbe con el croar de una rana entre mis manos palpitantes, despilfarrar mi ensimismado niño en el tejer de una araña, correr detrás de una salamanquesa para cortarle su electrizado rabo. El crudo realismo de una vida anticipada se encargó en deshacer el peculiar encanto y magia que borda el sedoso tapiz del alma de todo niño. Tal vez de ahí: el ceño de mi frente amargada, el ir contra corriente y con el paso cambiado, estresado, a destiempo y siempre en desproporción incomprendida. Quien no ha sido niño, es muy difícil que pueda llegar a ser hombre.
Pero hoy vuelvo a posta a mis andadas de chiquillo. Sin escrúpulo alguno voy a dedicar todo el santo día, aunque la conciencia me recoma, en contemplar entretenido a este humilde pajarillo que acabo de descubrir guarecido en la cruz de una morera.
Ni yo mismo me lo creía. Había pensado, puesto que de niño se me había escapado esta dichosa oportunidad, que ya no era posible tener acceso a tal maravilla. Boquiabierto y agazapado detrás de unos matorrales en pleno campo, accedo a esta contemplación original y gratificante, tan ordinaria como distinguida. Observo asombrado como un vulgar pardillo con pequeños destrozos de pajitas en su pico, se dirige al recoveco más apartado del árbol, allí, donde la rama quiebra dejando un cóncavo espacio, regazo idóneo e idílico para su nidada. Es, repito, la primera vez en mi vida que se me va el tiempo, el santo al cielo, contemplando el diligente, enamorado, mañoso ir y venir de un pajarillo a su rincón escondido, al nido de sus futuros polluelos.
Las cosas sagradas se nos muestran con el mayor de los sigilos, en la recámara del silencio. Procuro contener mi respiración para no espantar el industrioso hacer del pajarillo. Si insistiera en recrearme bullicioso, el animalillo intimidado en su pudor recóndito, elegiría otro lugar para hacer su mullida camada. Me quedaría con tres palmos de narices. Por eso me comporto con recato y compostura, atónito y quieto, como corresponde a la manifestación de un gran misterio.
En esta pequeña visión ando empleado ahora, y a ella voy a estar atado todo el resto de mi vida, sin hacer otra cosa que “no hacer”, no estorbar, no espantar, simplemente estar presente, avizor y en silencio, dejar hacer a la naturaleza. Gozarme. Y no parar hasta no ver como florecen en el nido de esta morera de un campo cansado los huevos de una nueva esperanza.
Juan Martín Serrano : AZULADA
12 de diciembre de 2005
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