Y al fin estaba muerto. Lo que esperé durante muchos tortuosos años, al fin llegó. Y no vi el mendigo túnel que todos describen. Tampoco vi pasar la vida frente a mis ojos y menos una figura luminosa esperándome a un extremo del camino. Estaba encerrado en un ataúd acolchado, con mucha gente a mi alrededor, gente que siquiera conocía. Pasaban por turnos, veían mi rostro pálido y soltaban algunas cuantas lágrimas de cocodrilo. Algunos murmuraban cosas incoherentes, otros curioseaban tratando de ver mis muñecas que aún las sentía caliente por los dos grandes y profundos cortes que me hice en ellas. Pero no alcanzaban a ver ni notar nada. Trataba de hablarles, pero mi cuerpo era un estorbo y ya no servía para nada; estaba muerto. Me enterraron y pasaron los meses. Los malditos gusanos carcomían mis entrañas y sentía su presencia por mi intestino y pulmones; estaba sufriendo el dolor de la descomposición y era horrible. Lo peor fue cuando mi carne se desprendía de mi cuerpo, como si fuese un leproso. Mi nariz, ojos y extremidades se llenaban de larvas de los más increíbles insectos rastreros y ponían sus huevesillos en ella, sobretodo en los dos surcos de mis muñecas. Llegué a los huesos finalmente y pensé que era el fin de todo. Mi cuerpo adoptó la forma extraña de abono de tierra y de él comenzó a nacer vida. Mi sangre ya inexistente era savia para los árboles y alimento para las hojas. Era hermoso, por fin comenzaba a vivir…