Sentado en la cómoda butaca, el estridente sonido de las explosiones y los disparos me empezaban a poner nervioso. Con la apocalíptica visión de los soldados tratando de correr en dirección a la resguardada playa, caían muertos antes de siquiera abrirse las puertas de las naves de asalto anfibio. Mis dedos se aferraban firmes de las agarraderas, a la vez que veía como las mortales y silbantes balas trazadoras marcaban el cielo con ese diabólico destello fugaz. El ruido envolvente del cine habría funcionado mejor para una película como Bajos Instintos, pero no para “Rescatando al Soldado Ryan”.
A mi lado, tres amigos viendo la misma película, pero al contrario mío, sus rostros no reflejaban en absoluto ese temor por lo les que habría pasado de estar en esa situación: con un pequeño fusil en sus manos, una playa llena de alambres de púas y tres mil alemanes disparando con enormes ametralladoras como condenados a todo lo que se moviera en aquel lugar; sus rostros mostraban una chispa de felicidad, incluso una sonrisa luciferina le encendía los ojos y la mueca risueña delataba a los dos que habían pasado por el trance del servicio militar. Era como si sus genes más ocultos (ese que te obliga a decapitar las muñecas cuando eres niño, o a tomar una escoba cual rifle) le indicasen que eso es lo más grande que pudiera pasarle a un hombre en el aspecto social o familiar: morir en una mísera batalla, tirado con decenas de impactos de metal incandescente. El otro miraba con distinto rostro, con uno de pena, no por los extras o por los acontecimientos reales pasados aquel 06 de junio de 1944, sino que pena por no haber sido llamado a participar del enclautramiento bélico obligatorio por la ley. Sus ojos brillaban de envidia por aquellos que ofrendaban la vida en un acto magnánimo de grandeza incomparable.
Cuando la batalla estaba en su más crudo apogeo, justo en el instante en que el capitán Miller cae preso de una especie de trance, las imágenes de mi juventud llegaron como otra película en aquella misma pantalla blanquecina:
Parado con uniforme colegial, más delgado que ahora y escaso bello facial, hurgaba con un nudo en el estómago la lista de seis cuerpos con los nombres de quienes tenían el honor de ser llamado a presentarse para el servicio militar. Con escasa fe, recorrí la enorme columna con el apellido que los conquistadores le dieron a mis antepasados. Miraba detenidamente para no equivocarme, tratando ocultamente que se produjera algún milagro y una vez más la suerte familiar de tres generaciones de no llamados recayera sobre mi humilde persona… pero no. Ahí, justo ahí, sin errores, con el segundo apellido correctamente escrito, con V y el acento en su correcto lugar, mis dos nombre sin cortes y el número de C.I., aquel que me identificaba entre los dieciséis millones de compatriotas, era el correcto. Mi amigo del liceo miraba despreocupado con una mueca de felicidad en su cara, “No me llamaron” dijo y su felicidad me hundió aun más. Buscamos a otros con la misma suerte, amigos, compañeros, conocidos, o los que fueran con tal de aminorar el calvario de tener la primera opción para lucir el gastado uniforme camuflado y un corte de pelo estándar para ‘pelados’. Sólo tres. De cien conocidos, sólo cuatro éramos los afortunados con tal condición.
El año escolar terminó a las pocas semanas, y vino todo un verano por delante para pensar que en marzo llegaría el momento de comparecer ante los militares y tener que pasar un año completo en medio de fusiles, metales ruidosos, mulas, caballos y nieve, frío en las heladas mañanas de invierno, guardias eternas, rutina simétrica y comida incomible… o podría ser peor: destinado a algún regimiento del sur. Aquel verano no fue igual a todos, pero pronto terminó, más pronto de lo que hubiera querido.
El día D, tal como en la película, fue extraño y lleno de miedos. En el regimiento local una recepción de conscriptos con el enorme y antiestético pedazo de cuero blanco en el antebrazo izquierdo con las iniciales P.M. me hacían darle un sinfín de traducciones obscenas a aquellas letras, pero quisiera o no era la Policía Militar. Con timidez me formé a las 07:00 A.M. en la fila con la primera letra de mi apellido. Centenares de jóvenes se organizaban con aquel rostro de incertidumbre, y más de alguno tenía tintes de humedad en sus ojos.
Por fin, a las 09:00, luego de dos horas parado en espera de ingresar al gimnasio militar, lugar destinado a los exámenes y las preguntas de rigor para elegir a quienes formarían parte de las filas del contingente del año siguiente, mi grupo de tocayos y yo nos dirigimos a las puertas custodiadas por otros cuatro P.M.s. Para sorpresa mía el sitio no era un lugar silencioso, donde abundaban los ruidos producidos por quienes tenían dolores estomacales como yo en aquel instante, sino que al son de las marchas militares los llamados se ordenaban en sub grupos para pasar las siguientes etapas de selección. Wagner, los Strauss, Schrammel y Beethoven daban pie a las marchas criollas de carente nombre en mi conocimiento, pero igualmente sugestivas a la hora de infundir ánimo a los postulantes, y debo reconocer que en más de una ocasión me sentí levemente entusiasmado con la idea de hacer el servicio militar, pero mi fuerza de voluntad y la divina providencia fueron más fuertes.
Finalmente, luego de contestar las preguntas de rigor como domicilio, nombre, edad, actividad y toda una maraña de preguntan incoherentes para los efectos de reclutamiento, pasamos al denigrante examen físico. En ese preciso instante todas las pocas ganas que me pudieron haber provocado las alegres marchas se fueron a suelo. Doce muchachos, de distinto aspecto, tuvimos que desnudarnos para ser inspeccionados por el doctor adjunto que esperaba con un ayudante en una sala contigua a los camarines donde nos desvestimos. La vergüenza que por años me causaba el tener que desnudarme frente a mis compañeros de curso tras las clases de educación física, y que luego de años de compartir desapareció, aquí renació pero esta vez sin alternativa. De una vez me quité toda la ropa, sin ese pudor que no podía anteponer a la situación, y ahí vi lo injusto del creador. Primero por no hacerme nacer de raza negra y así tener una buena razón para desnudarme donde me lo pidieran, y segundo por tener que haber sido nieto de un abuelo judío, que entusiasmado con su primogénito varón, no halló nada mejor que continuar en mí su pacto con Yahvé. Maldije la prematura pérdida de aquellos dos a tres centímetros (carente de toda funcionalidad sexual) pero efectivos en situaciones escasas pero existentes como aquella.
En fila nos dirigimos al lugar señalado. Uno por uno nos examinó, miró, midió, pesó y dio su veredicto en forma abierta y tajante. Miraba a aquel doctor mientras daba el dictamen a los primeros jóvenes y no podía creer que ese estereotipo de ser era mi máxima ilusión a los tres años, como lo atestigua una añeja grabación en cassette. Cuando finalmente llega a mí, dice con voz cortante y carente de ese molesto léxico en latín que siempre usan cuando se paga una consulta en forma particular: “Estay caga’o cabrito” y sin más, puso un enorme timbre en el papel con mis datos, ‘Exento’ y me ordenó vestirme y desaparecer de su vista. Rápidamente corrí al compás de las gónadas en libertad, recogí mi ropa y cual esposa de Lot, no quise mirar para atrás la suerte de quienes quedaron en aquella sala con el doctor milico.
Formado en un grupo de no más de sesenta personas, comprobé que todos ellos estaban en la misma condición mía, es decir, con el título de ‘Exento’ en sus hojas de roneo. Lo más lamentable era que aquel grupo más parecía un montón de artistas de esos circos de rarezas norteamericanos: gordos mórbidos, diminutos seres, algunos carentes de dedos y otros con lentes tan gruesos que mirar a través de ellos provocarían un dopaje instantáneo; en medio yo, con mi papelito y una sensación de libertada que me hacía sonreír a pesar de estar en medio de aquellos extraños seres.
Una vez afuera, a eso de las 03:00 P.M. el tosco encargado del cantón de reclutamiento local dio el discurso más hermoso que haya oído en toda mi vida: “Acá está toda la mierda de esta ciudad. Ustedes son la basura de la sociedad. No son aptos para ser llamados ciudadanos de nuestro país. Son la escoria. Son la mierda de la mierda. ¡No sirven para nada!” Unas ganas de llorar por aquellas palabras me invadió de pronto. Luego pronunció lo mejor: “¡Lárguense antes que me arrepienta!” Y como una manada de gamuzas asustadas nos dispersamos.
La película ya había avanzado, y ante los espectadores yacía el cuerpo inerte de un sujeto boca abajo con el nombre ‘Ryan’ en la mochila. Los ojos de mis amigos ya se habían apagado porque la batalla había terminado, pero una idea brillante se me vino a la mente al ver al soldado muerto, y una risotada salió como una explosión desubicada ante la dramática escena.
Después de todo, pesé, sí serviré para algo; porque aunque no sea apto para ir al campo de batalla ni como reservista ni como contingente sin instrucción, serviré para reproducir chilenitos cuando aquellos que merecen una bandera en su ataúd mueran con honor en el campo de batalla. ¡Entonces sí usaré bayoneta, fusil y cuanta herramienta bélica se pueda usar en la cama de las pobres viudas! Y una estatua se levantará al lado de nuestro máximo prócer, Bernardo O’Higgins, con el título de: ‘El nuevo padre de la patria (literalmente)’. Después de todo O’Higgins y yo compartimos el mismo apellido. ¿Será el destino?
Dión Zagal
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