Doce años demoró mi alma
en consumir cada instante enquistado en mi memoria,
en derribar todas las señas de la entrañable despedida,
en vaciar todas las aguas de un océano de gestos
y abandonar todo futuro perpetrado.

Los colores que se ahogaron lentamente
huyeron por las calles sin encontrar consuelo,
para desembocar sus letanías
en las orillas de las cenizas que quedaron
esparcidas durante tantos años.

Como quien se saca la última espina sangrante
mis palabras fusilaron tus oí­dos,
dejando en tus palmas la sequedad del viento
y su polvo enceguecedor,
que obliga a taparse los ojos
y creer que aún existe el olvido.

Así se­ escondieron­ todos tus días
tras la cinta que inauguró mis sonrisas,
así deje atrás los escombros
y desapegos inciertos,
que castigan toda ausencia al muro del silencio.

Ahora me detengo en los pestañeos de otra mirada
y dejo caer mi historia tras nuevos párparpados,
que recogen cada gemido como si se tratase de un tesoro
o la llave de los destinos.

Las sombras ya no me envuelven con su silencio agudo,
con ese frío de costras que cubrió mis huesos,
clausurando toda perspectiva,
y llenando sus bordes de siluetas confusas.

Basta ya de afloraciones nocturnas,
al son de acordes de trompetas triunfantes,
que cabalgan en las avenidas del tiempo
exiliando los destinos pareado.

Basta ya de mendigar amores
que solo trajeron tormentas sin consuelo,
que solo establecieron sus horizontes
en bordes cubiertos solo de metal.