Aquella noche se sentó rabí David en el patio de su casa para contemplar el cielo. Extrañaba al desierto, a esas andanzas largas y agotantes, al frío azul de la noche en el sinfín del desierto. Fumaba un cigarro, cogió su mandolina y tocó unas notas de una triste canción.
A pesar de su alegría contagiosa y sus risas, en el fondo, David era un hombre triste. Vivía la vida sin pensar en el día siguiente, dejándose llevar por el viento, por el destino, por lo que dispuso la vida y Dios para él. A veces se cansaba de tantas vagabunderías, del tiempo que pasaba sin su familia, del desierto peligroso, de los ladrones que pululaban en él, del riesgo que corría cada vez que recogía sus cosas y planeaba otra salida larga.
Ísha se acercó a su marido con una bandeja en las manos. – ¿Qué te pasa, mi amor?- preguntó preocupada y cogió la tetera para servirle el té.
- Nada, mi reina. No pasa nada.
- Estás triste, ¿Verdad? Piensas en el maldito desierto. ¿No es así?
David suspiró y cogió el vaso de té entre sus manos para calentarse un poco.
– Nunca te has parado a pensar en nosotros, ¿no? Siempre piensas en tus aventuras, en tu maldita necesidad de salir al desierto como si fueras un vagabundo. Jamás has pensado en mí, en lo que siento yo cuando te vas por tanto tiempo. Nunca te preguntas si te necesito, si me haces falta, si te extraño….Una lagrima se derramó por la mejilla de Ísha. Sus grandes ojos marrones se llenaron de agua cristalina llena de penas. – Una vez ya me mataron a mi esposo.- Continuó diciendo Ísha- ¿A qué esperas? ¿A qué te maten a ti también? Pues ¡Ve!- Ísha entró a la casa y se enterró en la cama. Cuántas veces tuvo la esperanza de que su marido no se volviese a marchar a sus andanzas, pero cada vez que David ponía esa cara nostálgica- sabía que planeaba salir nuevamente al desierto, y eso le partía el alma.
David entró al dormitorio y se paró en la puerta del cuarto. Era la primera vez que veía a su esposa así, tan preocupada con su ida. La primera vez que la veía llorar con tanta emoción. Se acercó a ella y la abrazó muy fuertemente. Él era un hombre alto, grande y ancho; ella era una mujer baja, casi gordita y delicada. David observó la cara de su mujer. Tenía la piel blanca y suave- y él, él tenía la piel bronceada, dura por el sol que lo quemaba. Su tacto era poco tierno. Más bien áspero- y sus manos, sus manos grandes podrían espantar a cualquier mujer tan pequeña y tierna. Pero ella no lo temía. Su piel bebió su tacto, sus labios finos recibieron con alegría los labios de su marido. Ella lo amaba, era su hombre, su amor…
David prendió una vela y la colocó al lado de la cama - Ven, mi amor, deja que te cuente una leyenda…- David tomó de la mano a su esposa y la llevó hasta la cama, abrazándola. – Dicen que cada uno conoce la historia de su vida hasta antes de nacer.- Ísha lo miró confundida. ¿Qué hazaña le contaría hoy su hombre? David puso la cabeza sobre la pancita de su mujer, dibujando con su dedo raras figuras sobre la blanca piel. Le empezó a contar… - Cuando el bebé está en el vientre de su madre, aparece el ángel Gabriel, le pone un dedito encima de la boca y le cuenta al oído toda su vida: le habla de las penas, de los sufrimientos, de la gente, del mal y del bien de este mundo… le cuenta con detalles las alegrías y las tristezas, los amores y desamores que tendrá… Le cuenta una vida entera, revela en sus oídos su destino así como lo escribió Dios en el libro de la vida. Cuando termina de contarle su vida, le pregunta si la acepta, si está de acuerdo a sufrir y amar, a luchar o dejarse por vencido con tal de conocer la vida, de ver el mundo, de respirar… Si el bebé acepta la vida que el ángel le muestra, nacerá. Si no la acepta, morirá en el vientre de su madre.
Ísha , miró a su esposo con los ojos brillantes, emocionada por esa leyenda tan hermosa. David la observó con una sonrisa y siguió: - Y esa marca que tenemos entre el labio y la nariz…- dijo colocando su dedo encima de la boca de Ísha. - es la marca que dejó el ángel Gabriel en nuestras vidas. Quiere decir que recuerda nuestra palabra, que Dios nos dio la vida y nosotros hicimos un pacto con él: No podemos matarnos por esa promesa. Es un pacto con Dios y no debemos incumplirlo. Sólo Dios puede quitarnos la vida. Sólo él decide cómo hacerlo…
Ísha puso sus manos pequeñas sobre el rostro de su hombre y lo acarició con ternura, dejando un beso sobre su frente. - ¿Quién te contó esa leyenda?
- El desierto- contestó él. - El desierto.
- Tengo miedo.- dijo Ísha susurrando.
- ¿Miedo? ¿De qué, amor?
- De que un día te lleve el desierto y no vuelvas a mí.- Unas lágrimas cayeron de sus ojos y mojaron su blanca piel.
- Eso no pasará. Yo siempre volveré a por ti.- Le dijo David y beso sus labios de cereza.- No pasará.
Esa misma noche se hundieron en el amor. La piel guardaba cada roca, los oídos grabaron cada susurro y los labios almacenaron cada tacto, cada palabra de amor, cada suspiro. Era noche de hadas y ángeles, una noche estrellada y de luna llena. Esa luna que fue testigo del amor, congelando cada momento, rodeando cada caricia con su luz. Era noche para amar, para recordar, para contar.
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Este cuento se lo dedico a Peinpot, por su gran amistad durante tanto tiempo, por su apoyo, por hacerme reír, y por ser una maravillosa persona.
La vida y la muerte... Gil, tú mejor que nadie conoces el tema, pero yo tengo mi propia versión. Espero que te guste. |