Ha llegado el último mes. Han llegado las fiestas más nostálgicas del año. Para adornar esta celebración, una remembranza:
Corría el año de 1989. La década de los 80's mengua. También el país. En medio de todo sale a la luz el disco Disintegration de The Cure (discazo, señores, discazo). Ha caído el Muro de Berlín (hecho que luego saludé). Rusia agoniza. Y Perú no pasa al Mundial de Italia 1990 (para variar). En el mes de mayo, mi tía, mi querida tía Irma y sus dos hijas, mis hermanas, parten rumbo al Norte. El Norte tan odiado ahora por mí. Cada día más odiado. Adiós para siempre (algo prematuro este adjetivo) a mis queridas hermanas que a la lejanía aún me recuerdan. He ingresado a la primaria de un colegio de monjas de por ahí. Y luego, en agosto, el puntillazo final del comienzo del fin de la inocencia: muere Mamá Ofelia.
Previamente, en 1988, había fallecido mi madrina de Bautizo, pero esta pérdida tuvo un trasfondo distinto. En esta ya estaba adiestrado para la muerte, ya me habían enseñado a llorarla. Se fue la abuela (el velorio fue en mi casa). Poco a poco vi como mi familia se iba hundiendo en la desmembración.
Necesario es decir que, hasta 1987, como el mundo hacia 1910, todo parecía perfecto. Que siempre las navidades serían como las recordaba: abuela en el centro hijos alrededor, nietos (mis primos, mis hermano y yo adyacentes a la celebración) y demás personas siempre unidos, celebrando nuestra común creencia, sabiéndonos felices en esos breves instantes fugaces y volátiles. ¡Qué equivocado estaba!
Llegó diciembre de 1989 y la casa de Mamá Ofelia estaba vacía. Paramonga (aún existe, mi Macondo personal) se hunde en la oscuridad (en serio, no había luz) y ha sido declarada Zona Roja por el Ejército. El pesebre, tan primoriosamente adornado hasta el año anterior, ahora luce particularmente triste y gris. Ya la familia no está. El velo ha caído y la familia inmensa (para aquél regordete niño de siete años) ha fenecido hundida en un triste naufragio.
Estamos solamente los seis: papá, mamá, mis tres hermanos y yo cantando:
“Noches de paz, noche de amor...”
En las mejillas de mi madre las lágrimas:
“Duerme, Niño Jesús. Duerme...”
En fin, ahora, dieciséis años después miro el hecho de una forma tan distinta. Como un recuerdo que no quiero hundir en el olvido porque, pese a todo lo doloroso que en su momento fue, ahora lo evoco de una manera distinta, literaria, Tal vez exageradamente falseada en su intensidad, pero no en lo que pasó. De verdad estábamos los seis solos en una casa que en navidades anteriores había albergado a más de cincuenta. Y quizás motivos justificables excusaban la ausencia de la familia en ese año. Siempre pasan cosas. Ahora lo sé. Este hecho es una fuente más de inspiración. Un recuerdo más que despercudí porque se mantenía vivo pero sin dolor en el cuerpo. Así como una bala que se queda acurrucada entre sitios vitales del cuerpo, y que si se pretendiera sacarla sería mortal. En la actualidad, la familia mía ha dado innumerables giros. Yo mismo no soy el de hace un año, mucho menos el de 1989. En esos tiempos quería ser político. Perdónenme la lisura. Y he sentido en verdad que la Literatura me ha salvado de la total extinción, de la total negación de mi Yo que encontró muchos demonios y los hizo Templos, y los hizo altares paganos de magros sacrificios. Ahora, toda esa ridícula parafernalia es reemplazada por la perenne llama de la Literatura. Ahora comprendo que hechos como el de 1989 son solamente cimientos de mi vocación. De cómo lo he descrito ahora, de cómo lo he ido evocando año tras años, de cómo algunos detalles cuando yo mismo me lo narraba iban transformándose hasta ahora desaparecer. Este recuerdo infantil está plagado de figuras actuales, de cosas que no acompañaban al hecho en sí en cuanto a carga emocional se refiere. Pero para eso estamos los que queremos ser escritores. Para meter el dedo en la herida supurante y decir “Había una vez…”.
¿Qué sería yo sin imaginación? Cuerdo pues. Un niñito bien que ríe, llora, caga y demás cojudeces sin más trascendencia para mí. Pero no: ahora soy consciente de que tiendo a agigantar los dolores, a navegar en vasos de agua, a matar al Cancerbero con Ricocán envenenado. El hecho ha marcado mi vida de manera especial. Luego de tantos años de contármelo a mí mismo. Quizás vayan y le pregunten a José o a Ana María o a Adriana Ávalos Sánchez (mis hermanos) de aquella navidad. Y tal vez hagan Paleontología Mental para recordar aquel momento. No lo contaran igual que yo. No lo habrían visto incluso igual que yo. Y luego de contarles ellos cada uno su versión de su historia, alguno dirá: Ese Christian… ¡qué exagerado!
Buenas noches.
|