Dejó que todo se esfumara en una nube de recuerdos, mientras volvía a recuperar el aire en esa noche tormentosa y triste. Las ramas no dejaban de golpear el naranja del techo, como un vaticinio de los duendes encaramados en cada una de esas tejas insomnes. En su habitación, el titilar de luces se estaba haciendo una constante, para acunar los miedos e incertidumbres de esa ausencia. Fuera, el viento seguía azotando con su vaivén de tempestades, hasta mecer el alma de los Dioses. Caminó a la heladera en busca de agua fresca como un zombi descalzo de mirada trunca; luego una ducha para tomar valor, recorriendo cada uno de los rincones de la casa. Trató de descansar unos instantes, aunque ese sonido externo insistía en desvelarlo. Sobre los colores del reloj, la hora seguía avanzando velozmente como un par de agujas imanadas al futuro. Dio media vuelta para quedar frente a su cuadro preferido de payazos; la tristeza no cesaba su vorágine persecutoria. Volvió a pensar en ella como única reparadora de los sueños; se tapó los oídos con las manos, haciendo un movimiento oscilante de cabeza, mientras se adentraba en esa ansiosa espera ensoñadora...


Cuando despertó, la lluvia ya había finalizado, para dar paso a la tranquilidad. En la misma habitación, su madre dormía paralela a él, velando esos infinitos sueños de niño grande.

Ana Cecilia. ©