Un día comencé a escribir un cuento en el que aparecías tú. Al principio eras sólo un nombre, pero poco a poco fui haciéndote carne a base gestos: cómo te colocas el pelo tras la oreja de esa manera tan sutilmente coqueta; cómo tus labios despistados dibujan un corazón cuando te concentras leyendo algo; cómo tu naricita se hiela adquiriendo ese rubor más propio de juego en el recreo infantil...

Embriagado, seguí escribiendo hasta aquel día, aquel día en que sentí un aliento dulce y cálido en mi nuca que me obligó a girar la vista de la computadora para verme en esos inmensos ojos que tenía grabados a fuego en mi mente.

Sigo escribiendo, claro. Y sé que mis letras no han perdido belleza, porque ahora -serenas y ahítas cual dios tras terminar su creación- recorren nuevos caminos henchidas del perfume de tu presencia.

No sé si la madurez será esto, pero seguro que la felicidad no puede ser otra cosa que este conjugar ese verbo que dicen patrimonio de los poetas, pero que ahora mismo pienso que sólo nos pertenece a ti y a mi.