Reían con la salud en los labios, en los párpados, entre las piernas. Las hermanas corrían por la arena de la playa con furia, hasta rodar exhaustas, y las risas suplantaban al dolor
de la caída.
Se fueron desplomando sobre la arena con los brazos extendidos, mirando el cielo. Jugarían a hacer una película, cerrarían los ojos e imaginarían historias.
Ana decidió nombrar las palabras desde donde construir la historia.
Hanna la hizo callar - estarían en silencio hasta que algo suceda.
Estuviéron así, varias horas, hasta que Hanna saltó sobre sus piernas.
-Ya sé. Ana, levantate.
- Qué quieres?
Extendió su mano, alargando el dedo índice para indicar las islas que se veía a lo lejos.
- Sabés quienes viven allí?
- No, es el archipiélago de las Cies. Tiene tres islas principales y algunos islotes alrededor. Seguro que está lleno de hombres que leyeron El viejo y el mar, del aburrido Hemingway. Hombres que se pelean con el atlántico cotidianamente.
- Quizás- contestó Hanna. - Es posible que vivan mujeres tambien y esperen todos los días la vuelta de los pescadores, mirando al horizonte en busca de respuestas a sus ansiedades.
- Me pregunto que bestia sacaran del mar.
- Octapus vulgaris.
- Pulpo. Vamos a casa, estoy cansada.
- No, espera un poco debo contarte algo. Las sirenas eran ladronas de hombres y cuentan que en Monteagudo una de las mujeres del pueblo se volvió loca. Su amante salió una madrugada a pescar en uno de esos barcos endebles que se ven por los pueblos de pescadores y jamás volvió. Ella, se sentaba sobre la arena a esperarlo. Decía que el mar le contaba las aventuras de su amante y que pronto vendría a buscarla. Hasta que un día como este, la encontraron muerta sobre la playa y el ruido del viento es su llanto.
- Ana, que tontería. El mar, acaso las sirenas lo tenían prisionero al pescador, vos y yo aquí sentadas sobre la arena, nombrando la vida de lugares que desconocemos.
La marea alta, había engordado las olas, dotandolas de una furia inusual mientras ellas ignoraban la violencia que comenzaba a rodearlas.
El archipielago se perdió de vista en la oscuridad de la tormenta.
Esperaron en silencio, la lluvia que las golpeo acompañandolas hasta el refugio de unas rocas. El cielo se convirtió en una nube negra infinita.
- Maldita naturaleza.
- Tengo miedo- dijo Ana.
Se levantaron de golpe, corrieron hacia la casa perseguidas por el llanto de la mujer de Monteagudo.
Asomadas a la ventana esperan verla pasar.
Mario Flecha
Buenos Aires 2005
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