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Bajas pasiones

Para: Carolina Jozami Dal lago
Era un día de primavera y el plan de lo acontecido se escuchó por la cerradura de una puerta.
Aquella cerradura de la puerta por donde los inquilinos de la pensión introducían la llave y luego entraban en la habitación y con la misma rutina todos respiraban profundo y minutos más tarde sin esfuerzo, pero con poca vergüenza, y en silencio acostumbrado, se acostaban enmudecidos en un destartalado, frío y ruidoso catre.
Vital elemento en sus vidas que, en las noches de luna llena excitaba y estimulaba a todos los inquilinos de la pensión a tener relaciones sexuales al mismo tiempo y muchas veces sin consideración alguna con el otro cansado y extenuado cuerpo, acostado en el mismo y destartalado catre. Obligando a los otros cristianos que dormían con ellos a escuchar los gemidos, los alaridos, los ¡te quiero!, ¡te odio!…
Y los llamados angustiosos de orgasmos llegando a su final con palabras desesperadas de:
¡Papito no pares, no pares!, ¡más rápido!, ¡más despacio!… y todas ellas, lentamente acompasadas con los excitantes sonidos y fríos movimientos metálicos del viejo y desbaratado catre. Sonidos indescriptibles e íntegramente escuchados por los miserables e infelices inquilinos y todos ellos emigrantes latinoamericanos como si, en esas noches de sexual frenesí, sintieran y escucharan aquellos sonidos igual que una bella melodía por fin tirada por todos, juntos al infinito del llamado y expresado mundo del Miserable Amor.
Los que vivíamos en esa gran puta pensión teníamos la obligación diaria de compartir los orgasmos satisfechos, y los fallidos también, de esas interminables noches de plenilunio, y de cotidianos dramas de sonidos sexuales producidos angustiadamente en el frío metal de esos desbaratados muebles de dormir.
Aquellos catres que sin discriminación alguna permitían fácilmente sobrevivir a través de los años los amores miserables y poder descansar de la vida pobre o ¿por qué no?, de nuestra triste vida.
Y todas las santas noches e imitando la rutina del apacible convento vecino hacer creer al vecindario que estos grandiosos jaleos, orgías y juegos sexuales en catres baratos y comprados de segunda y con implorada rebaja en el conocido mercado de las pulgas, del metro Glories, se escucharan por todo el barrio del Eixample, igual que sagradas plegarias y rezos al universo. Dándole con la humildad del caso las gracias a un dios aún no encontrado en este mundo por estar con vida todavía al finalizar ese día. Y, después al amanecer con todos los llamados extraordinarios cojones españoles, maldecir de las desgracias y el infortunio de ser considerado un:
¡Extranjero y sudaca de mierda!, en la bondadosa Madre Patria.
Y, peor aún, para terminar de empeorar las cosas, con un apellido vasco, en plena Cataluña.
-¡Cataluña, cómo te quiero…!
Algunos de los inquilinos habían llegado a esa pensión por cosas extrañas del destino.
Unos por asilo político, algunos buscando trabajo, otros descansando de él, otros huyendo de la justicia, otros por maricas irreversibles y otros por ser ingenuos y creer en un sistema que día a día se aleja más y más del individuo, tomando éste la tendencia más al dominio colectivo de la masa. Otras personas habían terminado en ese lugar, especialmente las dignas mujeres, escapando del maltrato de sus maridos.
Unos y otros habían aterrizado también en él sin siquiera saber el porqué.
Para algunos era el lugar ideal, soñado, excitante y tranquilo y el cielo para los travestistas y putas latinoamericanas.
La dueña de la pensión era la Juanita Martínez, una de las madame más conocidas en el mundo de los gay en la ciudad de Barcelona.
Esta Martínez era un ser mediocre que logró hacer su mínima y miserable riqueza de las inmerecidas miserias de los otros humanos más necesitados.
Siempre induciéndolos, coaccionándolos y obligándolos a prostituirse por la básica alimentación, trabajándole por años y años catorce horas diarias por mil pesetas al día o por el derecho a tener un cuarto de mierda en esa mísera pensión, llamada “La Mona” de las conocidas calles Valencia con Balmes, en la ciudad de Barcelona.
En muchas ocasiones algunos personajes de la pensión nos reíamos cómo se jactaba y caminaba como una pava real la Juanita Martínez, la dueña de la pensión, con algunas mulatas analfabetas, exhibiéndolas en los restaurantes y bares de la ciudad y sintiéndose la gran matarife de un pequeño pueblo y ellas las próximas víctimas a degollar en el llamado Clítoris Club. Lugar y parapeto que se había montado para dar rienda suelta a sus placeres sadomasoquistas. En un local de la calle Aribau.
La Tata, una más, y diferente de aquellos personajes, y recién llegada a Barcelona, al escuchar desconocidos ruidos y personas extrañas en el largo y estrecho pasillo que comunicaba las muchas y llamadas supuestas habitaciones tomó la determinación ese día de hacer lo mismo que los otros inquilinos del lugar:
Observar con ingenua curiosidad y escuchar atentamente todos los sonidos y palabras a través del orificio de la cerradura de su habitación. Ver las grandiosas peleas entre los maricas y los travestíes, discutiendo, peleando y jalándose las pelucas y tetas de silicona, por clavarse la Juanita.
Mirar los celos bien infundados de la negra Irina, quien por años y años había sido la moza analfabeta y esclava sexual de la Juanita Martínez.
La Tata, en ese día primaveral lo hacía para tener una visión más real del lugar y un poco más de dominio sobre el mundo exterior y en especial en sus cercanías.
Anhelando por unos instantes, y yéndose con el pensamiento a esos remotos lugares de donde venía, para poder tener el mismo control y poder en el mundo que su extrañada abuela llegó a poseer, un largo día en un pueblo cercano a Veracruz y donde actualmente dirigía las haciendas del patrimonio familiar.
La Tata, en un mundo extraño e inalcanzable para ella de Barcelona, con su hijo y su esposo.
Quien viniendo de la clase alta hispanoamericana y de una realidad completamente diferente a la que vivía esos días de recién llegada a esa pensión, y siendo ellos una pareja de lo que en Latinoamérica se puede llamar jocosamente de “Rancio Abolengo”.
La clase económica alta o de la considerada elite intelectual y… que por circunstancias excepciónales del bendito destino y ante una inepta burocracia, mientras trataban de obtener los papeles de su residencia, estoicamente había tenido que tolerar y aguantar sin voz alguna cosas e injusticias que jamás pensó que iba a conocer.
Todo lo había tolerado recordando a su extrañada abuelita.
Y por los objetivos en común y a largo plazo que tenía con el Tito, su esposo, a quien amaba con locura, teniendo la absoluta y total certeza que era más corrido que una cabra.
Amándolo a pesar de todo, con la cruel y a veces muy feliz resignación. Según como fueran las cosas… y en especial, de la parte sexual.
-“Resignación como cruz bendecida”-, se decía ella mientras miraba curiosamente a través del orificio de la cerradura y sin olvidar un segundo mientras lo hacía, el coraje y la valentía de su sin igual loca y desmemoriada abuela.
Que por circunstancias ajenas a su voluntad y con vergüenza arrastrada de toda una vida por llevar ese nombre, -que ella siempre consideró, un ridículo nombre- Doña Rosalía de la Santísima Trinidad.
Quien como ejemplo para la gran familia había amado y tolerado toda la vida al conocido Don Lalo.
Hombre mujeriego hasta morir, tahúr empedernido y alcohólico de nacimiento.
Doña Rosalía había amado con pasión irremediable a su esposo cuarenta y tres años.
Hoy y en este momento recordaba a su abuelito. Hombre aquel, que al hacer la primera comunión en la capilla de la hacienda familiar, con la presencia del obispo Hernán y del fraile Alejo Marín, para entregarle la hostia sagrada le dio un caballito pony de regalo.
El primero que se conoció en el Estado de Veracruz.
-¡Móntate en él! (Dándole las riendas del caballito).
Le dijo el abuelo tahúr y alcohólico empedernido.
-¡Me da mucho miedo! (Tímidamente contestó la niña).
-¡Ay mijita!, cuando seas toda una hembra téngale miedo a un buen marido porque, casi siempre, a los buenos y excelentes maridos se les moja la canoa o les fascina que les muerdan la nuca.
En este instante, dentro de la pensión, la Tata rodeada de los maricas y los travestíes daba gracias a un Dios y, a su abuelito, mientras ansiosamente tocaba madera… dándose la bendición por tener como esposo al Tito.
Que a pesar de todo, y hasta ese día, no le pasaba ninguna de las dos cosas dichas por Don Lalo. Y se imaginó por unos instantes, poniéndosele la piel como de gallina, tener que pasar por la terrible vergüenza ante la sociedad y la gente del Country Club el mismo episodio que le pasó a su prima Mariana de los Dolores. -¡Dios mío, qué pena!-
A quien al final de siete y muy felices años de casada encontró a su fiel marido, el Eduardo, durmiendo la siesta en pelota y abrazado, besándose apasionadamente con su siquiatra.
Muy felices los dos en la hamaca que estaba amarrada entre los árboles de papaya, situados al lado de la piscina.
Mirando la Tata ese día por el orificio de la cerradura recordaba a su abuelita, cuando un día, ya cansada de tanto querer y odiar fríamente a su querido esposo, en una plena Semana Santa, y un día sabiamente escogido por ella, un Domingo de Ramos, día de fiesta y mercado en el cual todos los indígenas bajan de la sierra con sus petates y productos agrícolas para venderlos en los puestos asignados y después ir como mansos borregos a la santa misa.
Para luego salir de ella desesperados y terminar felices la jornada en las ruidosas cantinas llenas a reventar con putas vestidas con atuendos multicolores y antiguas vitrolas tirando al aire, húmedo y pegajoso, la música de Los Panchos, Pedro Vargas, Miguel Aceves Mejía, José Alfredo Jiménez y Jorge Negrete.
La querida abuelita de la Tata sin pensarlo dos veces y decidida a no esperar más a su infiel esposo que feliz se entretenía en una borrachera que llevaba dos semanas, en las cuales Don Lalo pasaba y repetía muy contento, igual que un muchacho de quince años, y sin cansancio alguno, por treinta y tres camas flojas, como la carne de las putas con las cuales se había acostado muy satisfecho y terminado con ellas sus espectaculares batallas sexuales en colchones de plumas. Sintiéndose al amanecer, como el único gallo en un gallinero; colocarse el sombrero y salir del prostíbulo muy tranquilo ese día especial, sin saber quién lo esperaba en las cercanías de aquel recinto.
Nada más y nadita menos que, con camándula en mano, Doña Rosalía de la Santísima Trinidad.
Para enfrentarlo en la mitad de la plaza pública y frente a la iglesia y delante de todo el mundo como testigo para los que estaban ausentes. Sacándole un revólver calibre treinta y ocho, de cañón largo, y encañonarlo para decirle cuando se bajaba del alto y bello caballo color alazán.
-Oye Lalo: hijo de la chingada, cabrón…
Lo de las putas siempre te lo he perdonado, y te lo seguiré perdonando.
Pero… después de estos interminables años de casados no te vengas hacer el huevón, -y me perdonás la horrible expresión-.
Cuando oyes que andan diciendo por algunos lugares de la capital, los tales académicos y revisionistas de la distorsionada historia universal, que Pancho Villa no era mexicano sino colombiano.
Y, que se llamaba Doroteo Arango.
Habiendo nacido en Marinilla, Antioquia, en Colombia.
El viejo tahúr y muy respetado en la comunidad, Don Lalo, el abuelito alcohólico y sobreviviente de juegos eróticos en treinta y tres camas flojas, en las últimas dos inolvidables dichosas y extenuantes semanas y, con ganas de continuarlas, muy extrañado y totalmente sorprendido al escuchar semejantes cosas. Y más sorprendido aún por lo del perdón con las putas y, riéndose a carcajadas, por lo de los tales y reconocidos académicos y por hacerle una broma a su amada esposa Doña Rosalía de la Santísima Trinidad, como siempre era su costumbre cuando se tomaba sus escoceses, le dijo en medio de risas:
-¡Ándale, mi bella Rosalía, mi india Chóxchil, cómo pones en duda eso! ¡Sólo un colombiano hubiera sido capaz de hacer lo que hizo nuestro Pancho Villa!
En todo el pueblo, con sus lejanas y cercanas veredas, se escucharon los seis tiros que le metió -Sin compasión alguna en la cabeza- todos con intervalos exactos de tres segundos.
El último fue el más largo. Nueve segundos bien contados.
No porque hubiera dudado en ese momento sino porque ella quería estar completamente segura, y bajo ninguna forma fallar, adónde se lo iba a colocar.
El sitio exacto lo había pensado durante muchos y largos años, en qué lugar le metería el último disparo de su treinta y ocho. Lo meditó fría y calculadamente las últimas tres semanas para estar bien segura. Sí, tendría que ser en el ojo izquierdo.
-¡Sí, por ese maldito ojo! Que durante cuarenta y tres años de matrimonio, en las buenas y en las malas, siempre estuvo observándome.
Ya que Don Lalo tenía la costumbre alegre de dormir feliz con ese ojo bien abierto, y mirándola los completos segundos y minutos de las veinticuatro horas del día.
En todos esos años de casada Doña Rosalía jamás aceptó y no comprendió que la naturaleza humana y el obispo Hernán la hubieran obligado a casarse con un hombre que tenía ese único, pero imperdonable defecto físico: dormir con un ojo bien abierto.
El último disparo sería …mientras se decía, -Mi Lalo, ¡Hijo de la chingada!
-Este último disparo será por aquellos grandiosos ronquidos de burro caribeño que durante todos estos años de casada tampoco me han permitido dormir bien una infeliz noche.
Los disparos, con sus respectivas balas de plata, se los dio uno por uno, sin dudar, sin pestañear, y sin que le temblara la mano. Y peor aún, sin que se le alterara una milésima de segundo el ritmo de la respiración.
Al pegarle el último tiro y mientras habían sonado los otros disparos muchos campesinos vieron en la expresión de su rostro una pasajera e irónica sonrisa.
Después, ni en la plaza, ni en el mercado se vio movimiento alguno. Los hombres atemorizados como siempre en toda la historia universal al escuchar los disparos se metieron debajo de sus puestos de venta o de las mesas de billar de las cantinas.
Mientras tanto, y observándolo todo, los oscuros y hambrientos zopilotes fueron los únicos que no se inquietaron al oír los mortales sonidos. Era una vieja costumbre en el pueblo.
-Y, ¡Viva México!
Doña Rosalía de la Santísima Trinidad, muy tranquila y sin inmutarse un solo instante, miró fríamente la masa encefálica de su adorado esposo cayendo por pedazos a la tierra después de cada disparo.
Y cerciorándose de que estaba realmente muerto sopló con esfuerzo, por sus ya reducidos pulmones por el humo de sus gruesos tabacos, el poco humazo que quedaba en el cañón del treinta y ocho largo.
-¡Viva Pancho Villa!, se le escuchó decir con voz alegre y enérgica, guardándose el revólver en la bandolera; que llevaría en el futuro con gran orgullo colgada del hombro izquierdo. Luego dijo a la gente que la rodeaba atemorizada:
-El que se arrime o se atreva a tocarlo para enterrarlo le meto los otros tiros que todavía me quedan.
Nadie en el pueblo pestañeó.
Ni siquiera una mosca se movió. A lo lejos un burro caribeño movió las orejas y la cola con mucha resignación.
-¡Mato al que sea! ¡Vida chingada!
-De Igual forma que lo acabo de hacer con mi querido esposo.
-Que fue mi gran hombre y mi adorado tormento, al cual amé con locura durante cuarenta y tres años. -¿Me escuchan todos?
La gente paralizada y atónita al presenciar este dramático acto pasional en el concurrido pueblo estaba perpleja y estupefacta. Todo el mundo estaba en silencio.
Los hombres mientras tanto seguían escondidos debajo de las mesas de las cantinas, puestos de ventas o las mesas de billar. Como siempre.
Los que estaban con las putas o con sus amantes se escondieron debajo de los mil usados colchones. Testigos húmedos por el sudor salado de las batallas de amor bajo las camas flojas y catres viejos o en los antiguos armarios.
Y suplicaban piadosamente de rodillas a las mujeres de vida alegre que cerraran muy bien las ventanas y cerraduras y que pusieran doble llave y una gruesa tranca de madera guayacán en ellas. Nadie podía creer que este drama estuviera sucediendo un Domingo de Ramos. Era imposible, empezando la ¡Semana Santa!
Doña Rosalía de la Santísima Trinidad. Señora representante estatal de la Cruz Roja y la consejera espiritual de todas aquellas mujeres que las estaba “dejando el bus”, las casamenteras o buscamaridos del pueblo y la región acababa de asesinar a su más querido hombre.
Y sólo porque se atrevió a poner en duda la nacionalidad de Pancho Villa.
-¡Que se lo coman los zopilotes en festín!
Decía y repetía mientras metía, con dignidad y parsimonia, una por una las otras seis balas de plata que le quedaban en el tambor de su treinta y ocho largo.
Llamando autoritariamente a Toñito, el mesero, quién también estaba ya muerto del susto, temblorosamente se acercó. Suplicándole casi arrodillado:
-No me mate, ¡No me mate! -¡Yo sólo era su criado aquí en la cantina!
De repente… ella con una ilimitada ternura y desconocida ante el pueblo como testigo, sin temblarle la voz y sosteniendo el revolver en la mano izquierda, lo encañonó, lo miro satisfecha unos segundos, de arriba abajo, y de abajo arriba, mientras el pueblo, a poca distancia escuchaba los otros disparos que ya venían y así y sin parpadear otra vez miró al lado y suavemente lo trajo con su delicada mano derecha junto a su pecho y casi susurrándole al oído una antigua canción de cuna, le dijo maternalmente:
-Toñito ¡Rápido!, pero que sea rápido ¡Tráeme una botella de Tequila, limón y sal!
-Y dale al pueblo todo lo que quiera de beber y comer.
-Mientras llega el extrañado Cato, con el Circo de los hermanos Egred.
Viendo a Doña Rosalía de la Santísima Trinidad con el arma en la mano, y caliente todavía, Toñito tartamudeando contestó:
-Co... com... co… como, como usted mande, ¡mi, mi… Madrecita santa!, y emprendió carrera a la cantina.
Cuando Toñito regresó con el encargo de Doña Rosalía encontró una vez más tirado en la mitad de la pequeña plaza el cuerpo todo ensangrentado y la cabeza del recién difunto, Señor Lalo, colgando del resto del cuerpo únicamente por algunos ligamentos.
Don Lalo estaba sin el ojo izquierdo, pero con el derecho bien abierto y con expresión de angustia final mirando al cielo e implorando perdón.
Después de tanta carrera Toñito Marín se detuvo frente al cadáver y, de espaldas a la iglesia, arrodillándose con el sombrerote en el pecho sacó lentamente el viejo crucifijo de madera de su oxidada cadena, lo besó y se dio como pudo, repitiéndola dos veces, la casi olvidada bendición.
Mientras decía entre sollozos y, en voz alta, mirando acongojado el cadáver:
-Don Lalo, una bendición por usted, la otra por mí, ya que rapidito yo también lo acompañaré allá, arribita, allá, su merced; allá en el cielo.
-Porque, dígame usted Don Lalo, contésteme Don Lalo, mi Señor ¿ahora qué voy hacer sin sus bonachonas propinas para calmar la avaricia de mi mujer?
Y respirando con dificultad, con lágrimas en sus ojos y con náuseas, Toñito observó los sesos grisáceos del difunto cristiano que estaban lastimosamente ensangrentados y esparcidos en la caliente arena.
Y a tan sólo unos escasos metros del atrio de la concurrida iglesia.
Mientras tanto, más allá en la distancia y no lejos de la iglesia y la alcaldía, debajo de los frondosos árboles y disfrutando de la buscada sombra del mediodía estaban decenas de mulas y burros caribeños, muy contentos, amarrados y copulando entre ellos, como cuadro ausente a los acontecimientos de la muerte trágica de Don Lalo.
Simultáneamente a una corta distancia de los dramáticos hechos, y de los burros con sus hembras en acción, se encontraban debajo los escritorios escondidos y bien atrincherados en la alcaldía su respectivo alcalde, los concejales, los siete policías, el obispo Hernán, los dos eternos y corruptos políticos, los gringos malucos, los ladrones HP, el idiota útil del pueblo, los tres banqueros y los únicos cuatro bomberos, sin motor para el vehículo del cuerpo de bomberos del pueblo.
Todos ellos escondidos, cobardes, sordos y mudos. Como únicos testigos oficiales del crimen.
¿Qué pensarían por el resto de sus vidas?, ¿que no vieron y que jamás existió?
Temblando y acongojados, esperando que pasara el abaleo, el drama y la ira de Doña Rosalía.
Deseando ansiosamente que llegara rápido el Tequila, el Mezcal y el Pulque.
Que era lo único que importaba en esos momentos para calmar los ánimos a los vivos y dar vida a las ánimas de los muertos injustos.
-Y ¡Viva México, carajo!
Cuando el pueblo y todos los respetables y encorbatados personajes escondidos en la alcaldía vieron que Toñito les traía botellas de Tequila, y después otras cajas de licor, no tuvieron más alternativa, como autoridades civiles que eran, que dar lastimosamente y con oprobio la cara al sufrido pueblo.
Para iniciar al gran festejo, bien o mal, por el alma de Don Lalo.
En otro lugar, no lejano a la escena del crimen y el drama, se escuchaba salir de una ronca y destartalada vitrola:
“¡Yo sé bien que estoy afuera,
pero el día en que me muera
sé que tendrás que llorar.
¡Llorar, llorar y llorar!,
dirás que no me quisiste,
pero vas a estar muy triste,
y al fin tendrás que llorar…
Con dinero y sin dinero
hago siempre lo que quiero
y mi palabra es la ley...”.

Don Mario, el diputado, había hecho tocar ‘El rey’ treinta y tres veces seguidas en siete largas y calientes horas en la vieja y destartalada vitrola de la cantina de Don Ignacio.
-Sírvame otro. ¡Que el próximo muerto soy yo! Avísenme si ven llegar a mi mujer.
-No olviden que es más brava que Doña Rosalía.
Decía Don Mario, el diputado, al cantinero Don Ignacio (más conocido como Nacho) a carcajadas mientras apuraba otro trago, como si fuera el último que se tomaría en su vida.
En la iglesia las campanas seguían sonando y el pueblo estaba feliz y contento, comiendo y bebiendo, celebrando el honor y la dignidad salvada de México por Doña Rosalía de la Santísima Trinidad.
Y esperando muy ansioso, y sin decir nada, la llegada con bombos y platillos del extrañado Cato, con el famoso Circo Egred.
Ese día, Domingo de Ramos, empezando Semana Santa, se había salvado la honra de México.
Las campanas continuaban repicado sin parar y la pólvora se hizo presente. Al final de ese día las viejas y destartaladas vitrolas sonaron su música ranchera y los corridos norteños por siete horas seguidas y bajo estricto orden del cura párroco y por mandato superior e infalible del arzobispo de Veracruz. A los afeminados sacristanes que tocaban las campanas les subieron como a todos los grandes reyes de la nobleza europea todos los licores existentes en este mundo para que bebieran y comieran igual que ellos.
¿Por qué no? -se preguntaban los cholos-.
Entonces... que les suban de todo y sin olvidar los acostumbrados tacos caninos, consomés rancheros, chiles refritos, fajitas, burritos y las famosas enchiladitas. Marihuana en bultos y Peyote por kilos Toñito, no olvides el maduro con queso y ese basuco que les gusta tanto a los del norte del Río Grande.
Después, al término de cuatro esperadas horas por el pueblo y en medio de semejante saturnales que comenzó con un asesinato, llegó la bella y sensual señora de la “licenciada” Berenice, con el ansiado pollo en mole verde.
Y al mismo tiempo para pegarse una rezadita por el alma del difunto.
Sintiéndose con derecho propio la Licenciada y muy bella señora Berenice, o “Verynice” como le decían los sacristanes y los maltratados cholos.
Sin autorización alguna, y menos oficial, se subió corriendo y desde lo alto del campanario sacando de un costal un viejo y oxidado rifle más grande que ella hizo tres disparos al aire, mientras gritaba:
-¡Viva México! ¡Arriba México! ¡Que viva Pancho Villa!
Para bajar sintiéndose diez centímetros más grande en estatura, más patriota que los patriotas en días anteriores, y más valiente que su marido la semana pasada. Preguntando después dónde andaba el chingado y cabrón de su marido Don Mario, el diputado. Al mismo tiempo que sentía ganas de coger con ¡Raimundo y todo el mundo!
Amaneciendo al otro día del horrendo crimen, y, con la luz despuntando el alba, y peor aún, sin que nadie lo esperara, llegó Don Pepe; un analfabeta y nuevo rico latifundista que había sido emigrante en Toronto y desconocía por completo la cultura indígena, pero la asociaban siempre con los mariachis. Por esa causa llegó con tres camiones cargados de mariachis y tequila. Para cantar y darle una serenata especial a Doña Rosalía de la Santísima Trinidad, que había salvado el Honor de México.
-¡Haber mis cuates!
Dio la orden imperiosa como buen hijo de mexicano, o hispano nacido y crecido avergonzado e ignorante de su propia cultura y raza, en el América del norte del Río Grande, ordenando y mirando desafiante alrededor la de siempre y mejor que siempre.
We are the champions my friends…
Era la música que se escuchaba salir del camión donde había llegado el nuevo y “respetable latifundista” con los mariachis.
Altaneramente lo primero que dijo Don Pepe fue: -recuerden bien qué le pasó a Don Lalo.
-Para doña Rosalía ¡Tóquenle algo bello!, como ella siempre lo merece y jamás lo pudo tener ‘Las ciudades’ de José Alfredo Jiménez y después a mí, ¡Ay!, ay, que me toquen… cariñosamente y despacito, despacito… ay papacito. Y como en la otra tierra, al norte de México ‘La araña’.
-Y… que …¡God save the Queen!
-Pero… Sigan tocando cabrones, hijos de la chingada. Cholos de mierda…
Los Mariachis tocaban armoniosamente ‘Las ciudades’. Pero… ¡We are the Champions my friends! Retumbaban como un grito también al infinito del Bruto Moderno y del equipo de sonido del moderno camión MADE IN USA.
No muy lejos en la montaña vecina se podían escuchar también otros sonidos melodiosos en comunión con el alma del asesinado. Quien, sin nadie saber por qué, en el momento de su muerte llevaba como amuleto un cascabel en el cuello y en esos minutos, con su hinchado cuerpo en la mitad de la plaza haciéndose carroña y con su alma desesperada en búsqueda de la tan llamada Paz eterna. Observando esta situación y desde un estratégico lugar los famosos crótalos, las mortales serpientes cascabel, decidieron ser solidarias con el difunto.
Y por primera vez en toda la historia de México se dejaron escuchar en un largo, armonioso y continuo cascabeleo que duraría toda la extraña noche.
Las serpientes cascabel vinieron al pueblo y desde allí en lo alto de esa árida montaña le entregaron la triste y merecida despedida al olvidado cristiano.
Observando cuidadosamente y sin olvidar, desde ese sitio clave, a nosotros y aquellos desmemoriados que celebrábamos alegremente la muerte de Don Lalo.
Esa noche fue la primera vez y, como extraña coincidencia, en setenta y pico de años en el origen del pueblo que las serpientes no atacaron a persona alguna. Únicamente Don Lalo murió ese trágico día.
Extraño. A las cinco y quince de la mañana, a sus noventa y un años, Doña Rosalía de la Santísima Trinidad continuaba muy despierta, con sus dos largas trenzas negras y como recién acabada de maquillar por su criada bebiendo café de Colombia y tequila, con el revólver en la bandolera terciada en el hombro izquierdo y dispuesta a terminar su lista de mal nacidos cristianos que se atrevieran a pensar o dudaran que Pancho Villa o el conocido Doroteo Arango era o había sido un ¡colombiano!
Los chamanes huicholes, en otro lugar no lejano y por medio de sus almas convertidas en unos colibríes, (según dice la leyenda) -los cuales avisan de grandes sucesos o ayudan a predecir el futuro a los chamanes- se quedaron sin aire y desconcertados cuando supieron que muy lejos de México, a la misma hora que moría Don Lalo, pero un 11 de noviembre y en otro monte llamado Sinaí había nacido un nuevo Pancho Villa, otro Doroteo Arango.
Que por cosas raras de la vida y casualidad del incierto destino, ese Doroteo Arango, nacía predestinado a ser un gran hombre, en el sentido íntegro de la palabra.
Con sus orígenes en tierras extrañas y con dos bellos mares color esmeralda. De muy verdes, fértiles y amplios valles, sembrados todos ellos en cañaduzales, y rodeados de gigantescas montañas.
Montañas, todas ellas, con cristalinas y dulces cañadas agrestes que bajan alegres y sin límites por sus colinas de climas templados y terrenos llenos de inmensos y hermosos cafetales entre las plataneras y los árboles de guamas y cacao.
Las bellas y silvestres flores crecían en las plácidas y cálidas noches a los lados de las veredas y caminos por donde transitaban diariamente los eternos arrieros con las mulas y el café.
Muy cercanas a la Fonda de los abuelos.
-¡Arre mula, jo, arre… mula, jo… mula!, era el grito escuchado por el extrañado hombre en el pueblo, que bajaba las montañas, siempre acompañado con los tiples, guitarras y bandolas, aguardiente, ron, y la ruana cubriéndolo del frío amanecer.
Mientras tanto en la Veracruz, y en la larga fiesta, los negros zopilotes habían terminado de devorarse el cadáver de Don Lalo. Primero por las vísceras y luego por el resto del cuerpo, quedando al final de la noche la triste y abandonada huesamenta en medio de la alegre plaza pública. Repleta todita de mariachis, putas, chulos, maricas, los federales, ladrones, el respetado notario, los gringos, el cura, los concejales, los policías corruptos, el alcalde ladrón, y los únicos cuatro bomberos que con la música, licor y comida seguían acompañando a Doña Rosalía en su pena.
La cual continuaba muy tranquila bebiendo café de Colombia, tequila y rodeada de sus contertulios.
Quienes de vez en cuando y al tomarse sus tragos por las ánimas de los difuntos miraban de reojo y sin querer aceptar lo que iba quedando poco a poco de la abandonada carroña de Don Lalo.
Era un ambiente estremecedor, como queriéndole decir a todo el pueblo y al mundo presente esa noche que la vida es ¡fugaz, frágil y rápida!, que es, como lo dijo el poeta, “Una llama al viento”.
En la fiesta hubo de todo y para todos, sin distinción de petate o de milpa. Durante tres días, cuatro horas y tres segundos, que duró la fiesta y carnaval del sangriento asesinato de Don Lalo. Y que terminó el día en que finalmente llegó el extrañado Cato con el esperado Circo Egred.
Primero estaba ¡el Honor de México!
Pancho Villa, jamás fue colombiano.
Nadie en México sabe de dónde era, pero sí saben y juran que era mexicano. Muy a pesar de que dicen que su registro de nacimiento jamás se ha podido encontrar.
Estas terribles cosas recordaba la Tata de su abuela y de la muerte de su querido abuelito, mientras pasaban rápidamente los minutos y las horas mirando a través del orificio, en la cerradura de su habitación.
-¡Qué coraje el de mi abuela! La cual, a pesar de tres gravísimos y casi mortales atentados de enfisema pulmonar seguía enfurecida dando a su pueblo la guerra máxima de estar con vida. Y de pueblo en pueblo haciendo negocios de reses y con su treinta y ocho colgado del hombro izquierdo. Las últimas noticias que la Tata tuvo de ella eran muy alegres y optimistas con el futuro.
Se quería lanzar para la alcaldía del pequeño pueblo donde había asesinado a su querido y extrañado abuelo.
Como si fuera el mismo destino escrito de su abuelita, y a ratos sin saber por qué, aunque sí muy a menudo se lo estaba preguntando, la Tata amaba en esos momentos con ardiente pasión y como las arenas del desierto de Sonora, a su esposo el Tito, a quien de igual forma y características que su abuelita y su mamá con su papá lo odiaba fría y calculadamente a todo momento y mucho más cuando salía a tomarse sus escoceses.
Sentándose por unos momentos en el borde de la cama para descansar de la incomoda posición de estar mirando por el orificio de la cerradura; la Tata pensó en Tito, su querido esposo.
-¡Increíble, el Tito es igual a mi abuelito!, es el mismito en temperamento, en el bendito genio y hasta en los imparables e insoportables ronquidos de burro caribeño.
-Y para colmo de todos mis males, es un hombre y esposo loco. Quien cree firmemente y asegura todos los santos días y en pleno sano juicio, y por mamarle gallo a todos los mexicanos, que Doroteo Arango o Pancho Villa fue y siempre será un: ¡colombiano!
El orificio de la cerradura volvió una vez más a permitir tranquilamente a la Tata observar con anonimato lo único que le era aceptado en la vida real, ser dueña del mundo exterior por unos segundos o minutos y sólo a través de una cerradura.
La Tata al oír ruidos nuevamente en el pasillo se puso muy atenta y con oído de perra en guardia escuchó cuando el chino Yin le decía a la negra Irina, en el largo pasillo que comunica a las muchísimas habitaciones:
-¡Hoy le cortaré la cabeza al Caliche!
Tata miró aterrada al chino Yin cuando le mostraba a la negra el inmenso cuchillo mataganado y de doble filo que había comprado para ese fin.
Son las siete de la noche y el Tito está en las conocidas Ramblas de Barcelona. Tratando heroicamente de vender su novelita, algunos relaticos y otros sencillos poemas.
La Tata observando la hora contuvo la respiración y escuchó en reprimido silencio y lista para explotar cuando la negra Irina contestó:
-Ese hombre del Caliche hace días anda detrás de las nalgas de tu mujer, no dejes que jueguen con tu honor.
Ella sintió en su cuerpo el frío asesino del arma acerada y vio cuando el chino Yin lentamente guardaba el cuchillo mataganado en el bolsillo de su gabán, después de ese instante quiso cerrar para siempre sus ya cansados ojos y en un silencio final se sintió morir.
Y… en sorpresa, unos segundos después, llena de descomunal ira, fuerza y energía, los abrió al máximo que pudo y como un felino hambriento y en ataque se lanzó a la improvisada cuna donde se encontraba la única razón para existir en este mundo: Su pequeño hijo. Criatura que apenas comenzaba a caminar.
Lo abrazó a su cuerpo protegiéndolo con todas sus fuerzas y lloró, lloró, y lloró.
Lloró sola y desconsolada eternos instantes, igual que las incontables y dignas mujeres del mundo en muchísimas ocasiones y siempre en silencio e impotentes a la violencia maldita del hombre moderno, y del hombre a través de su historia.
Angustiada y con un desespero inmensurable, y sin saber cómo parar ese nuevo llanto desconocido, sintió más miedo y temor por su amado y ausente Tito.
Loco genial -como le decían en la tierra del Doroteo Arango-. Y respirando profundo se dijo:
-¡Ese ya sobrevivió las mil batallas de amor y ciento tres desbaratadas camas flojas en París!
-Y si logró sobrevivir, años más tarde, en la selva asesina de cemento en New York, no creo que aquí en Barcelona, le pueda pasar algo.
Extrañamente en esos desesperados y angustiosos instantes sintió una punzada en su corazón al recordar la forma cuando su tía Eva, en Guadalajara, se había desnucado golpeándose el cráneo al caer en la tina. Después de haber pisado el húmedo jabón.
Con más fuerza que nunca siguió llorando y abrazando desconsolada a su hijo y en la misma y permanente angustia existencial de todos los pasados días en su vida.
Para aceptar al final de esos largos segundos y de una vez para siempre… Y por el resto de sus larguísimos años que le faltan por vivir que:
Nada es seguro en este mundo. Todo es incierto. Nada es eterno. Que somos frágiles como “Una llama al viento”.
Igual que su querida y extrañada abuelita, sin saber por qué; y por la desbordante emoción que sintió con su hijo cuando escuchó, por fin, los esperados y conocidos silbidos del Tito cuando llegaba. Emoción y alegría que la satisfacía y llenaba plenamente, que la hacía feliz en lo más profundo de su ser.
El Tito llegaba silbando, muy contento, para compartir una noche más y como siempre …lleno de entusiasmo, energía y de pura vida.
A dormir y continuar con ella… y como todas las santas noches, aquellas bellas melodías del llamado Amor Miserable. En el mismo destartalado, viejo, ruidoso, frío, oxidado, ordinario, metálico, horrible. Y… por último:
¡Infeliz y vergonzoso catre!
*** *** *** ***
Carlos Echeverry Ramírez
Barcelona, España.
Diciembre 28 de 1998.
www.echevery.blogspot.com



Texto agregado el 07-12-2005, y leído por 182 visitantes. (0 votos)


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