Trató de no pensar más en lo que había sucedido. Tomó su bolso de cuero, aún salpicado por la sangre, y se alejó del cuarto. La calle volvía a albergar su timidez de hombre solitario, ahora, bajo el influjo de una muerte en su haber. Cada paso era como un estallido en su conciencia que reprobaba ese final adverso. Volvió a mirar atrás, donde había abandonado el cuerpo, mientras continuaba camino hacia el último tren de medianoche. Hacía frío, y sus manos comenzaban a congelarse en una infinidad de sentimientos. Compró el boleto de regreso a su ciudad, para olvidar ese episodio. Desde el vagón, la vida se deslizaba tenue, distendida, pura; entonces se perdió en un profundo sueño. Allí ingresó nuevamente al lugar, tras una puerta despintada de madera. El miedo se ahondaba aún más a medida que entraba en esa escena. Todo se encontraba igual junto al cadáver; el arma asesina seguía brillando en la penumbra; la sangre derramada sobre el piso; ese olor aflorando desde la piel, como un alma sigilosa y putrefacta. El vaivén del tren hizo que se despertara bruscamente, para reaccionar con un quejido de temor. Trató de rehacer su mente aturdida en medio de la nada, aunque fue en vano. El dolor comenzaba ahora a treparle las vísceras, en un ascendente y profundo cosquilleo de metal. Sintió esas mismas sensaciones que había ocasionado; luego otra punzada que le perforó el hígado, mientras notaba como un hilo de sangre bajaba por su estómago. Y, antes de creer que había enloquecido, el aviso de llegada a su ciudad estaba ahí. Se despertó con los ojos aún perdidos y desesperados, mientras tocaba su cuerpo en todas direcciones, hasta entrar en ese callejón de regreso. Casi antes de llegar, volvió a tantear su abdomen para constatar que todo estuviese en orden; sin dudas, pensó, fue una de las peores pesadillas que he tenido. Detrás, una puerta deteriorada de madera lo aguardaba, junto a ese mismo cuerpo desangrado de sus sueños...
Ana Cecilia. ©
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