Es la tercera vez que miras el reloj, que te acomodas el escote. Sabes que solo han pasado dos minutos pero te desconciertas. Perfilas la silla por cuarta vez. Miras la ventana. Algo agradable piensas porque una leve sonrisa se te dibuja y luego te invade esa tristeza inmensa y consecutiva que te hace regresar la mirada al reloj; ya son tres minutos y no llega. Para matar el tiempo recuerdas la tarde que se conocieron:
Tomabas café, sola, en la última mesa por costumbre. Algunos libros, la carpeta repleta de papeles, folios cuidadosamente traducidos. Cualquier idioma te daba lo mismo, no en vano te quemaste las pestañas.
Cincuenta años Lucy, treinta lejos de tu hogar, de esa nieve que apenas recuerdas, nieve que en esta ciudad se diluye más bien como lluvia fresca. Una, dos, tres tazas, las horas no tuvieron otro motivo mas que el fastidio del joven mesero que por extraña razón intentaba siempre negarte el servicio. Aunque ahora sabes que ha sido tu vasito de agua, tu cubiletito de hielo, tu invisible consumo junto a la queja vespertina por la mesa sucia, por lo que él decidía entonces y hasta la fecha, ofrecerte perpetuamente esa mesilla en el bullicio. —Llovía, siempre llueve en esta Ciudad de los Mosquitos— te dices por dentro.
Recuerdas que lo viste entrar empapado con su portafolio de piel y sus lentes de ejecutivo.
— ¡Express…doble!—te perece que dijo.
Al escucharlo, te pusiste a inventarle extravagantes procedencias como parte de esa vieja travesura de tu cabeza. Habitante él de otras ciudades, diferentes al trópico, al calor húmedo. Súbdita tú también de la canícula, preferiste exiliarte con él a otras capitales, invisibles, edificadas siempre en tu memoria.
Te ruborizaste al encontrar en el recién llegado, uno que otro rasgo de un Marco Polo distinto. El vendaval que se estrellaba afuera en los cristales te erizó la piel, mientras las mesas y sillas eran arrastradas junto a otros fracasos. — ¿Llegando de algún imperio cercano?—Te preguntaste, pero la barba cerrada, el mentón cuadrado, la voz de mando cuando dijo: —Mesero…mejor capuchino. Te confirmo que sería más bien, un Alejandro Magno sitiando la cima de tu laberinto inconquistable.
Sintió la mirada y tú le sonreíste con toda la insinuación de un intercambio. Con cortesía te regresó el gesto, la sonrisa levantando la taza. Eso bastó Lucy para Intentar el abordaje, repitiendo a media voz, en dirección a él, comenzaste el desafió:
“El infierno de los vivos no es algo por venir- dijiste traduciendo a Italo Calvino—hay uno el que existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo, la primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es más arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quien y que en medio del infierno, no es infierno, y que hacer que dure y dejarle espacio…”
Te dio resultado, él se acercó entonces y tú sin importar la carga que te propusiera aceptaste el canje: Esa traducción sobre tecnología de cómputo que debía presentar el viernes. Tú traducirías de noche después del trabajo, a la hora de la siesta, entre horarios de comida. A cambio recibirías su compañía, su voz de mando, su mirada de asalto que te hacia trepidar las piernas. Cada sesión Lucy, se te fue convirtiendo en un escape infinito. Cabalgaste en sus ojos, la muralla china, la india, el congo. Salvo algunos momentos, el Alejandro de lunes se transformaba de inmediato en tu Billy Gates de los destinos cruzados. Pero te fuiste aferrando a los viajes Lucy. Tu mente te implantaba a veces a un Marco polo de jueves con persecuciones del Gran Khan y de esa extraña tribu de caníbales. Conforme los días pasaban, los ejércitos perseguidores se volvieron procesadores de textos, comandos de acceso…
Pero ahora, es la duda del tiempo quien te trae de nuevo a la realidad de la mesa, al presente del retraso. Revisas a prisa que no tengas labial sobre los dientes, que huelas bien detrás de la orejas, que tus manos aun estén cubiertas por la crema rejuvenecedora que patrocina la novela de las nueve. ¿Nueve? Esa novela te impone siempre la espalda tersa, la piel humecta de los dieciocho años de la flaca modelo, ¿flaca? La modelo siempre te abochorna con su vientre plano, con sus muslos largos. Te sientes vieja, sabes que tus senos ya no deben entibiar ninguna barba, que tus piernas cansadas del oleaje, no pueden guiar un joven barco ya hacia ningún lado, que tu vientre ya no tiene los espasmos, la marejada violenta que incite a cambiar de rumbo al navegante
Miras a estribor, te das cuenta que ya nada mas eres una isla huyendo de su propio naufragio. Intentas levantar la muñeca pero ya no importa, él se presenta con la gabardina en la mano y la sonrisa de triunfo
―Disculpe Miss Lucy ¡Un tráfico de los mil diablos!—se excusa mirándote con sus ojos de gato
—No hay problema, acabo de llegar también—le mientes— siéntese por favor—dices mientras sientes ese calostro que te segrega siempre esa mirada.
— Tome asiento, parece cansado—alegas, pero es tu voz que está sin fuerza por ese presentimiento que te comienza a palpitar desde muy dentro.
―No puedo, lo siento.
― ¿Cómo?
―Ando a prisas, he terminado el informe con este programa de traducción nuevo
― ¿Cómo?
― Anoche lo instale gracias a lo que hasta ayer había podido usted explicarme, Mañana temprano estoy en Toronto gracias a usted. Vine solo por sus honorarios
— ¡Oh! ¡No! , lo hice con gusto, fue un placer ayudarlo— le explicas, pero te hubiera gustado explicar mejor esos espasmos nocturnos e involuntarios, esas disculpas seguidas por tomarle la pierna cuando en realidad lo que deseabas era izar una y otra vez esa misma mano como tu mejor bandera en el mástil erecto de tu mejor Pirataje. Sabes que ahora solo te queda enarbolar de tu vientre esas jirones de banderines de post-reumática, post-perversa, post-menopautica y post-etcéteras.
Él no insiste, y tú juegas a desterrarte por siempre de esos territorios inventándote pronto un nuevo compromiso, otra travesía, una nueva expedición, otro tripulante.
Como en las ciudades y los signos…
Ves….al hombre que viaja y no conoce todavía la ciudad que le espera al cabo del camino.
Te cercioras del tiempo. Por segunda ocasión miras la ventana, no llueve. Tus recuerdos escampan afuera sobre la desnuda Ceiba donde una parvada de rebeldes pijules vuelven hacia las hojas amarillas de los guayacanes.
—Le acompaño a donde usted vaya maestra—te pide tratando de reivindicar algo. Pero es ese ¿Hasta donde?, lo que te preguntas inconsciente y Solo gritas ― ¡No! ―sin controlar la fuerza de esa orden que ejecutas siempre como un bramido impulsivo de tu exilio, de tu fin de viaje. La contramaestre soledad reporta sobre la bitácora de sal de tus despedidas, la hora y la fecha de tal acontecimiento. Indecisa, proporcionando una ordenanza a babor de su ofrecimiento, le dices: ¡Good bye!
Pero en el español mas claro que tu corazón recuerda, traduces que hay algo de ese infierno que debe durar... izando velas le sonríes. No habrá buen tiempo pero lo miras y al mismísimo infierno le das espacio. |