De entre todos los lugares, el que más me gustaba era el pedazo de muro que había entre mi puerta y su puerta. Mero ahí decidí poner un cuadro de marco pesado. Me agradaba sentarme allí. Sentía cosquillas. Pensaba que en cualquier segundo, el cuadro se desplomaría movido por aquellas manos sobre mi cabeza, astillándome el cráneo en pegajosas gotitas de sangre. La alfombra entonces quedaría manchada. Él esperaría un día o dos y no se preocuparía por limpiar, pues la mancha se movería del cinético escarlata al marrón chocolatoso, y quedaría bien seca después de una buena tarde ventilando la estancia. El clima de acá es muy seco. No me preocupo por el agua que se riega de la garrafa o por la cerveza corriendo entre las telas del piso, los vientos deshidratan la vida en esta habitación. Yo solía vivir en un lugar muy húmedo. Tan húmedo que hasta de las piedras se exprimía el agua. Aquí, entre las líneas de mis manos, ríos pueriles de sangre empiezan a despuntar en los nudillos, rascándomelos con juguetones alfileres. Cuando me pasa eso tengo que untarme pomada o dentro de una semana tendría costras que se pondrían del mismo color de mis líquidos derramados en la alfombra. Siempre me he comido las costras. Tengo algo de caníbal. Desde niño no podía esperar a que las costras se me separaran por su propia gana de la piel. Antes de que pasara esto, ya estaban bien pegadas a mis intestinos. De alguna forma era sangre de mi sangre que volvía a quedarse en mi sangre, circulando, desbaratada de la misma manera que la pastilla del retrete empieza a deshacerse bajo los lengüetazos insultantes de las mediocres aguas de la caja. Mi madre una vez me cachó mordiéndome el brazo, surcado de mis fluidos marrones ya petrificados. Era enfermera y me dio unas buenas nalgadas. Le gustaba mucho la limpieza. La higiene era primordial en su vida. Entonces, cuando me vio en pleno autoantropofagía, empezó a rasguñar la tarde con su voz y a atormentar las plantas con sus regaños. Me dijo que las costras estaban sucias y que estaban llenas de bichitos invisibles que se me empezarían a meter en las tripas y que ahí se quedarían a vivir un buen rato, mientras me empezaban a comer alguna parte de la panza. Por eso seguí comiendo. Me divertía la idea de que yo me comiera a los bichitos que me comieran la sangre que yo me comiera para alimentar a los bichitos. Por eso me acabo de comer su manita. Quiero que me rasque las tripas, que me resbale por las venas, que llegue a mis brazos roídos y empiece a quebrarme la piel para que se me hagan heridas en las muñecas y siga tragándome mi sangre. |