EN EL INTERNADO
Sonó la campana y una gran batahola invadió el lugar. Las chicas apresuradas corrían a su salón de clase; al parecer todo marchaba bien. Sucedió entonces,- en el tercer grado el ambiente de repente fue cambiando: un aire frío y seco iba perpetrándose por todos los rincones; la brillante luz del sol que entraba por la ventana fue debilitándose y empezó a oscurecerse; al aullido de perros se sumaron gritos desesperados que no sé de donde salían, pero que nadie, nadie quería hacer caso. Todas temblaban y se miraban unas a otras. Se escucharon pasos afuera, en el pasadizo, eran fuertes, muy fuertes, venían acelerados y se acercaban cada vez más ya no parecía de una persona. En un abrir y cerrar de ojos, ahí estaba, era una tremenda cosa que no tenía forma. La luz pese a su esfuerzo nunca más pudo entrar por la puerta. Nadie se atrevió mirarle los ojos: inspiraban terror, a pesar de estar oprimidos en un rostro hinchado y cuarteado, brevemente cubierto por el hirsuto cabello que le caía hasta los pechos. Los semblantes pálidos y asustados de las chicas se confundieron con el de la joven profesora de literatura que intentaba en vano, simularlo con una breve sonrisa.
No era la primera vez que la señorita Mendoza, encargada de la disciplina de colegio, se presentaba a la puerta con el objeto de llevarse a las chicas para ser castigadas. Todas la temían. Al parecer esta vez se trataba de lo mismo. La señorita Mendoza pidió permiso a la profesora de literatura para llevarse a Mirtha a la Dirección. Nadie, excepto ella misma, sabía por que se la llevaban. Se miraban unas a otras, sin pronunciar palabra. El silencio y el temor desencajaban sus rostros.
Mirtha, de una tez fina, cabello largo y rubio, cuerpo delgado de apenas unos trece años, se resistía a salir: abrazó sus cuadernos y sentada sobre su silla se puso a llorar. Sin embargo la señorita Mendoza, con brutalidad sobrehumana, cogió a la chica del brazo y de un solo jalón ya lo tenía fuera, dejando estupefactas e impotentes a las que quedaban dentro. Sólo podría decirse que estaban vivas porque sus corazones acelerados golpeaban fuertemente sus pechos a un solo compás.
El señor Director era un tipo grotesco, alto, de rostro malévolo, al cual nunca se le había visto desprender una sonrisa, excepto cuando lo hacía irónicamente para burlarse de algo o de alguien. Decían que había quedado huérfano desde pequeño, pero nadie sabía como es que ahora era dueño de una gran fortuna. Lo cierto es que había hecho de la institución patrimonio personal y se valía de todos los medios, legales o ilegales, para mantenerse en el cargo. En el momento en que la señorita Mendoza hizo entrar a la chica, se encontraba recostado en su sillón dando la espalda a la puerta. En una de sus manos sostenía un látigo y con la otra fumaba un cigarrillo. Al sentir la presencia de los recién llegados, sin darse la vuelta, ordenó a la señorita Mendoza cerrar la puerta al tiempo que debía retirarse. Una vez cumplida la orden, el señor Director se dio la vuelta y con un ademán ordenó a la muchacha sentarse en una silla que estaba muy cerca de él. La niña aturdida no supo que hacer. Le temblaban las piernas, sus pies se habían quedado pegados en el piso y por más que intentaba no podía dar paso. Entonces, con la ira de un animal, el señor Director le propinó una fuerte bofetada que la derribó al suelo y con voz airada le dijo:
- ¡Levántate hija de pu...!!!, ¡te he dicho que cojas la silla y te sientes!
Mirtha, como si la bofetada le hubiese quitado un gran peso de encima, se levantó rápidamente y fue a sentarse a la silla. Las lágrimas se le caían cada vez más formando un chorro con ellas. El golpe le rompió el labio que empezó a sangrar brevemente. El Director siguió preguntando:
_ Anoche cuando todos dormían, ¿qué hacías fuera de tu habitación...?
El llanto ahogaba a la pobre niña que no podía contestar; sin embargo después de recibir un fuerte latigazo en la espalda que la hizo retorcerse de dolor, con voz suplicante dijo:
_ ¡Nada señor!, ¡nada!, sólo que... no... no tenía sueño y salí al patio a dar una vuelta. _ Y... ¿Qué es lo que viste mientras dabas tu vueltecita? _ Con voz burlona y depravada preguntó nuevamente el Director.
Se quedó callada por un momento, pero al notar que le iba a caer el segundo latigazo, se apresuró a decir:
_ ¡Nada señor! ¡Nada...!.
Mas en su mente le llovía toda la escena de la noche anterior. Recordaba desde el momento en que escuchó el grito desesperado de una niña. Mirtha sorprendida fue deslizándose por el pasadizo, con pasos temblorosos empezó a alejarse de su habitación. Nuevamente escuchó un quejido, pero esta vez si pudo darse cuenta de donde provenía. Era la sala del Director. Tiritando de miedo sen acercó a la puerta y por el pequeño orifico de la cerradura observó como el señor Director daba rienda suelta a sus bajos instintos con una niña de apenas 15 años, María, amiga de ella. Al ver esta espantosa escena, iba a caer en un ataque de nervios y en el afán de contenerse chocó con la puerta. Tuvo que correr inmediatamente y encerrarse a llorar silenciosamente en su habitación. El señor Director volvió a preguntar:
_ ¿Qué es lo que viste anoche? ¿Acaso no has escuchado nada mientras estabas fuera...?. Ya un poco calmada la niña respondió:
_ No señor, no vi ni escuché nada, se lo juro...
_ ¡Mientes...!, ¡ahora te voy hacer hablar..! _ Infirió el señor Director, con más rabia que nunca y nuevamente le iba a dar otro latigazo, pero se detuvo al escuchar a la pequeña:
_ ¡Le juro señor...!, ¡no vi nada! _ Y se cogía la cara y poníase a llorar.
Esta bien, _ dijo el Director _ más te vale olvidarlo todo. De aquí en adelante no pasó nada y cuidadito con quejarte con tus padres. Ahora te puedes ir...
La niña aturdida no sabía que hacer.
- ¡Te dije que te vayas! gritó el Director.
- ¡Si señor! contestó la niña y salió corriendo, con la mano en la boca.
En otra habitación, María se ahogaba en lágrimas, acompañada de Lucila su amiga y compañera de clase. Todo el peso del mundo se le venía encima y no podía hacer nada.
- ¡Me quiero morir! ¡Me quiero morir! repetía a cada instante.
Lucila, como queriendo saber más de lo que sabía le preguntó: _ ¿Por qué fuiste?, no sabías que
_ Sólo quería que me ayude, no quería salir jalada. Mi madre se hubiera decepcionado de mí __ sin dejar de llorar y algo avergonzada contestó María.
_ ¡Maldito!, ¡maldito!, ¡maldito! llena de rabia repitió Lucila.
Ahí estaban, encerradas, castigadas, si saber por qué, nadie, sólo la que les daba de comer las podían ver. Ni compañeras ni profesores. Las órdenes se cumplían al pie de la letra, bajo pena de despido. Un despido que era un adiós porque de los desafortunados nunca más se volvía a escuchar. Esto muy bien lo sabían los que trabajaban allí. Toda la ola de crímenes que se cometían en el internado nunca se llegaban a esclarecer: niñas que misteriosamente se caían de las escaleras, otras que terminaban ahogadas en la piscina, profesores que desaparecían después de haber tenido alguna riña con el Director. Todos estaban conscientes de lo que sucedía, sin embargo por temor no decían nada. Los padres de las chicas ignoraban todo y ni siquiera se imaginaban a lo que estaban expuestas sus hijas.
El cuerpo de María se había vuelto una llamarada, sus ojos parecían bolas de sangre; tendida en la cama ya no podía moverse. Una gran sombra entró por la ventana y fue cubriendo toda la habitación. Ella sin poder moverse quería gritar; pero no pudo más, de su cuerpo empezó a desprenderse sudores helados. Hubo de recordar entonces a sus padres, cuando abrazados, sentados en la banca del parque la observaban cuando se mecía en los columbios. Ahí estaban, siempre sonrientes, felices de ver a su niña jugar. Se sentía en las nubes, reía y reía, cada vez más fuerte. Para ese entonces tendría unos cuatro años y no tenía que ir a la escuela. Recordó también cuando su padre las abandonó, apenas había cumplido los ocho años. Su madre viéndose en la necesidad de trabajar tuvo que internarla para no hacerla perder sus estudios, sin presagiar que allí la iba a perder para siempre.
El señor Director al ser informado de la muerte de María, ordenó llamar inmediatamente a Mirtha, que hasta entonces, se había mantenido callada, no jugaba como lo hacía antes de aquella noche, prefería estar sola, lloraba siempre si dar explicaciones a nadie. El desinterés por el estudio le costó varias amonestaciones y exámenes desaprobados. En su interior sentía terror, asco y rabia por lo que había presenciado, a cada momento esas imágenes obscenas se le presentaba. Era una pesadilla que no podía olvidar. Lloraba, maldecía y se lamentaba por la pobre María. En el momento que hubo de presentarse al señor Director, lo hizo con la cabeza gacha, con la mirada hacia el suelo. No quería volver a ver la cara de ese monstruo asqueroso que había acabado con la vida de María.
El señor Director con gestos depravados, se le acercó e introduciendo sus manos por los cabellos que caían sobre los hombros de la niña, dijo:
_ ¡Vaya, vaya!..., se ve que has desarrollado bastante. ¡Bah!
cuando ingresaste eras apenas una mocosa, ahora ya pareces una mujer
_ ¡Maldito!¡Desgraciado! _ En voz baja llena de repugnancia pronunció la niña.
_ ¡¿Qué has dicho?! intervino el señor Director y le dio una bofetada.
Luego siguió diciendo:
_ ¡Cuidado con lo que dices! , niña malcriada. Ah, y para tu bien será mejor que por nada del mundo se te ocurra abrir la boca y decir lo que no debes. Ya sabes, sino quieres terminar igual que la desgraciada de María. Ahora ¡vete!, ¡láaaargate!...
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