Me escuecen los ojos. Me arden. Me queman. Quieren seguir llorando y no pueden, están secos. Dolorosamente mis párpados van acumulando en una esquina su exigua humedad y, de cuando en cuando, logran reunir suficiente lágrima para dar forma a una gotita. Gotita inconsolable que se aferra y entrelaza con angustia a mis pestañas. Tiene vértigo, y las ganas no acaban, no paran. Continúan empujándola triste pero tenazmente hacia fuera, sin remordimientos, sin titubeos, hasta que queda precariamente suspendida del extremo del más largo de los pelos. No aguanta ni un segundo; se precipita, me precipita. Una sensación extraña de caer y no caer sin parecer llegar nunca a ningún fondo y, sin embargo, hay lodo. Lodo que engulle y es viscoso, me rodea y me asfixia. Se me cuela por la nariz y por la boca, me ahoga, me mareo. Un estar sin estar, con el tiempo entrecruzado, subdividido en paralelos, saltando de espacio en espacio sin tocar líneas. |