Las lívidas arenas, el oro del más preciado
de todos los metales, allí donde el frío de la noche
cósmica nos muestra la finitud del hombre, que supo allí
morar y construir, mientras otro desierto, el que linda con
la no espera de la nada crece en el corazón del hombre,
y las estrellas caen como hojas de invierno, allí, donde sólo
quedan ruinas de lo que fue y la oscura noche se extiende como una mancha
sobre la historia que ha dejado de ser la fábula de lo que vendrá:
un túnel se extiende allí
donde el frágil mortal, soporta el cierzo de la soledad,
y los Dioses de las tenebrosas alas del vampiro,
allí donde el túnel se desborda en el infinito de una noche
anterior a todas las noches, allí donde marcha el mortal,
muerto de frío, sin plegarias en los labios, con memoria de
escombros, sí, y un corazón endurecido por las arenas
del desierto de la razón, que nos ha traído al principio de la noche,
noche primera, la soledad primera,
la finitud en la que nos perdimos, nosotros, antaño Dioses, hoy solo
mendigos al oro de un abismo sin fundamento,
donde el hombre puede caer bajo del hombre. |