"...Vemos ahora por espejo,
Oscuramente.
Mas entonces veré cara a cara,
Ahora conozco en parte
Mas entonces conoceré
Como soy ahora conocido..."
I Corintios, 13, 12
Videmus nunc per speculum
Los años van domesticando las ansias, aquietan los ánimos, hacen parecer pueriles, infantiles, las chispeantes ideas de los locos. Respira de modo profundo, mira irritado el hombre maduro a aquel que se burla del aire grave de la seriedad. El psicótico acuna en sus comisuras, colgando de la sonrisa, la magia de la verdad. Es molesta a los oídos de las gentes importantes la verdad que resuena en el grotesco mundo del loco...
Nada en "la realidad" es cierto. El universo del loco es tan válido como el del cuerdo. Y tanto más válido es, cuanto más libre es, aún prisionero de la locura, en sí mismo.
Es que, tanta mentira anida en la cordura, tanta libertad domesticada, prisionera de la "realidad", tantos grises cuerdos viven en el universo...
¡Cuán grises se ponen, año tras año, las felices criaturas devenidas en hombres de grave rostro! Aprietan los puños, agachan las cabezas, van dejando que lo externo sea lo importante. O, aún peor, lo único.
La juvenil furia se va aplacando, sólo queda la cordura y las obligaciones para con todos los demás...
Y al mirar atrás, recuerda el hombre cuerdo que en el pasado tomó una decisión, y quizás la note en la punta de la lengua, pero sin poder decir cuál fue...
* * * * * * * * *
El reloj despertador suena, como siempre, a las seis de la mañana. Comienzo con el ritual habitual de desperezarme, abriendo un solo ojo. Dormido aún, apoyo mi pie derecho sobre el frío y húmedo piso de mi cuarto. Afeitarme, tomar un café y el magro desayuno de una tostada, ducha, vestirse y colectivo se suceden en instantes.
A mitad de camino hacia el hospital psiquiátrico donde trabajo, recuerdo, sin saber por qué, el vacío nido en la ventana de mi cuarto. Solía escuchar por horas el cantar de ruiseñores, tiempo atrás...
Me detengo a observar a mis compañeros de autobús... Las caras de los pasajeros son serias, solemnes, grises y familiares. Grises y familiares como el cielo otoñal que está por sobre mí. Gris y familiar también es la fachada del hospital, tan monolítico como suelen ser los hospitales de mí país. Aquí, allá, baldosas sueltas, paredes descascaradas, cucarachas y humedad.
En la oficina, como siempre, las carpetas de historias clínicas están desparramadas al azar sobre la mesa central. Cada una de ellas, la historia de alguien, narrando bizarras ocurrencias de oligofrenia, adicciones o locura, repasadas en mi mente cientos de veces.
Creo que es por eso que una mano desde arriba dejó ante mis ojos miopes la carpeta de historia clínica de un esquizofrénico, paciente crónico del pabellón, que jamás había notado antes. Recuerdo que era atendido por un colega que renunciara un mes atrás.
Pregunto por él a una de las médicas que trabajan conmigo. Me comenta que a su "humilde" entender, ese paciente, sufrió el habitual problema de haber sido tratado en apretada sucesión por siete profesionales y que por eso era tan mala su evolución. Muchas manos en el plato... pienso.
Decido convencido tomar a mi cargo tan severo caso. El vano orgullo que late en mi corazón acepta gustoso el desafío.
Como es usual, asigno a un enfermero la tarea de traerlo a mi consultorio, —Sí, cómo no, doctor— me dice, como siempre. Puteándome para sus adentros, como siempre.
El consultorio lleva dos días sin ventilar. Abro de par en par sus viejas ventanas, que se quejan, en agudo chillido... Entra el aire en torbellino y la pálida luz de la mañana.
Mientras espero por el paciente, jugueteo con un sombrero olvidado por el que renunció. Lo coloco sobre mi cabeza, con el pensamiento mágico de que quizás algún conocimiento extra por ósmosis me sería brindado.
Desde el patio que domina mi ventana, llegan voces de los internos. Rodean a Melquíades, "el místico", como todos lo conocemos por aquí.
Cantaba, a su silencioso auditorio, con grave voz. Cantaba, sí, retazos de su anterior vida de bibliotecario, cortada por una esquizofrenia, como de raíz:
¿Qué es lo que esperas,
al venir aquí?
¿Quién eres realmente,
lo sabes tú?
Dónde termina la búsqueda,
no sabes aún
¿Qué estás buscando,
entre los demás?
Es todo misterio,
a tu alrededor
¿Quién es tu amigo?
¿Quién tu entregador?
¡Cuánto sabes hoy!,
¡cuánto te falta saber!
Abre los ojos,
mira alrededor
¿Sabes bien,
quién eres tú?
Me quito el sombrero, pues Melquíades me apunta con el dedo al terminar su perorata. Quizás sea el sombrero, que transmite pensamientos...
Sonrío pensando en eso cuando llega mi paciente, tan locuaz que me es difícil preguntarle nada...
* * * * * * * * *
—Me llamo León, León de Perigueux —Me dijo, mirando hacia mi sombrero. Vestía ropas de extraños colores y su blazer mal abrochado daba la certeza de los locos...
—Soy loco por elección y porque, la verdad, doctor, no me queda otra— dijo sonriente mientras me guiñaba el ojo... —Estoy acá internado desde hace seis años y hace dos semanas que no desvarío...
(Le dije que mejor, y se enojó) —¡Para ustedes los cuerdos lo más fácil de entender es siempre lo más difícil de entender!. —Se rió y me miró con ojos astutos, grandes y que brillaban con pasión. — Ocurre que así, con los ojos de la cordura, veo esta pecera, que me aplasta, donde estoy encerrado, doctor. Y recuerdo que he sido rey, emperador, Presidente de la Nación, niño rico y amante de muchas mujeres. Y en cambio ahora, en esta realidad, soy sólo un loco, o algo peor. Sabrá Ud. doctor que yo era médico también. Y no era un buen médico, era simplemente el mejor...
Al terminar la entrevista busqué afiebradamente su historia clínica, revolviendo en el caos de carpetas hasta encontrar la correcta. Con mis dedos transformados en garras desmenucé todos los acontecimientos en ella volcados...
Y juro que todo lo que ese loco me contó era cierto. Es por eso que estoy ahora, trasnochado e insomne en mi habitación, pues retumba en mi mente la última cosa que me dijo antes de volver al pabellón.
Escucho esa pregunta, una y otra vez...
Intento contestar pero sólo escucho las mentes de aquellos que leen en mi mente, pobres locos, a su vez, creyendo leer en una hoja de papel...
Retumba en mi cerebro-papel esa voz: finita, temblorosa, sincera voz de loco, emitida mientras se llevaba, medio escondido, un sombrero con la mano izquierda:
—¿Cuándo fue la última vez que escuchó el canto de los pajaritos, doctor?
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"...No luches contra monstruos,
pues te convertirás en uno.
Y cuando miras al abismo,
el abismo también mira en ti..."
Friedrich Nietzsche
"Más allá del bien y el mal"
In aenigmate
...Hermosa noche para el suicidio...
...Qué frase tan reveladora...
¿Alguna vez te asomaste al balcón y miraste el suelo, lejano, allá abajo?
Yo lo hago a menudo, para descubrir el insinuante y lascivo hecho de que lo que sea que tenga el abismo me llama...
Miro de reojo, y fijamente, "creo" intuir el sentimiento de autodestrucción dentro de mí, soy feliz de poseerlo, valoro más la vida, de ese modo.
—Qué hermosa noche para el suicidio —, digo, y descubro en mi interlocutor, sea quien sea, la misma mirada extraña.
Me miran como si estuviera loco... Contestan las más perfectas, razonadas, elaboradas, equilibradas (y cuerdas) frases...
Descubro así quién es el que me habla. Pero no son mis interlocutores sino pálidas imágenes de seres de luz, que por alguna razón duermen...
Solamente una clase de ser humano puede contestar lo que quiero oír. Mirándome con hermosos ojos, brillantes y curiosos. Solamente una frase es la contestación perfecta, la que permite que la comunicación sea real, y no aparente...
Solamente dos enormes y curiosos ojos contestan y preguntan y me hacen feliz... Permitiéndome en esta preciosa y estrellada noche suicida, sentir que no estoy sólo en el universo...
Y esos ojos y esa curiosidad ante la tan reveladora frase "Hermosa noche para el suicidio" me contestan inocentes, y al mismo tiempo me preguntan: —¿Por qué? — con esa curiosidad, ¡y esos ojos!, los enormes ojos de un niño.
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Tunc autem facie ad faciem
Soy un hombre común, que disfruta el caminar por las calles de las ciudades. Me gusta hablar con aquellos que son distintos. Existen infinitas subculturas escondidas detrás de los rostros de los que deambulan por ahí, disfruto de descubrirlas. Soy entonces, un filántropo, que se deleita en conocer las múltiples tribus que nos componen, sin ser conocido...
Sé que debo callar más cada día, molesta mi punto de vista. Y nada gano yo, complicando a las hordas de ciegos, por decir que existe más en el mundo que lo que creen ver... Soy amigo de gente extraña y sabia, que, escondida en las sombras, espera. Y sé de cosas que aterrarían a muchos pero que a mi juicio olerán a justicia si han de ocurrir...
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Terriblemente borracho, un fin de semana que ya no recuerdo, conocí a Ismael. Típica charla de borrachos, terminamos hablando de todos los temas que destila el alcohol: política con y sin calzoncillos, ciencia versus naturaleza, religión y transformismo, soledades con portaligas, atómicas bombas y bikinis. Y estábamos en el fin de la humanidad, cuando el alba nos sorprendió abrazados, llorando como dos niños, agarrando las botellas, asiendo las barbas de Baco, mientras nos echaban a la calle...
Era Ismael por ese entonces un extraño personaje que se ganaba la vida vendiendo orfebrería en una feria artesanal. Nunca faltaba un mate amargo en su tiendita, ni gente tan bizarra como él, para conversar. Huelgan las palabras para decir que en ese lugar descubrí qué es la felicidad: Contemplar el atardecer, mate en mano, frente a dos ojos claros que te sonríen...
Claro que no por ser el novio de la prima de Ismael me fue fácil integrarme a su fauna familiar...
Me resulta extraño decirlo, pero, ellos eran más raros que yo. Jamás discutían. Parecían tener infinita paciencia. Pasaban largas horas mirándose cara a cara, sin pestañear. Pocas veces veían televisión, leían mucho, reían mucho. Pero lo más raro siempre, eran sus miradas, con grandes ojos, silenciosas.
Tampoco ingerían carne. Quizás algo de queso y huevos. —¿Lacto-ovo-vegetarianos? —Pregunté una vez a Ismael, el se rió.—Algunos ni eso: Veganianos —Me contestó (Yo no lo entendí).
—Veganianos, gil. Los que no comen ningún alimento de origen animal.
—Aaaah... —le contesté
Conseguí, al pasar los meses, que me aceptaran como uno más. Y hasta me casé con esos ojitos de miel que iluminaban mis ocasos. Como efecto colateral empecé a ir a sus extrañas reuniones sociales. Debo reconocer que ellos son magníficos bailarines, pero hablaban muy poco. Me aburro como una ostra en esas reuniones.
Llego ahora al punto de la narración en que se puede inclinar la balanza.
Trataré de ser objetivo, téngame paciencia, deje que me explique...
¿Quién sabe qué es lo bueno? ¿Qué lo justo? ¿Para qué sirve el poder?
Sé, por ser hombre y por haber estado enamorado, que se puede dejar todo por un beso. Sólo sabe el padre, que hasta la vida es sacrificable por salvar a un hijo ¡Sin duda!
No entiendo entonces si son las cosas pequeñas las que verdaderamente importan, por qué estamos tan cerca de los abismos...
Tan cerca de la extinción...
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Estabamos Victoria y yo, frente a frente. Con varios años de casados. Ningún hijo. Ni un embarazo siquiera, jamás. Tenía sus ojos tristes. Yo, el orgullo herido.
—Nunca vamos a tener hijos.
—Ahá.
—Pero hoy día existen tratamientos, terapias de pareja...
—Que sabés que no van a funcionar.
—Pero intentemos por lo menos...
—Sentáte amor —me dijo con su voz más suave. Era yo un puño apretado, apoyado contra la ventana, mi frente, contra el marco.—Tenemos que hablar...
Entraron en ese momento Ismael, mis suegros y las tres hermanitas menores de Vick. Todos altos, todos delgados, con grandes ojos tristes. Fijas sus miradas en mi humanidad.
Intuí que ese "tenemos que hablar" era "TENEMOS", así, con mayúsculas. Temí que mi esposa Victoria tuviera algún tipo de enfermedad de las cuales los maridos solemos ser los últimos en enterarnos. ¡Cuán iluso fui! Era otra cosa, más grave, la que motivaba la charla familiar.
Pero se me hizo claro, que nunca tendría hijos con Victoria.
* * * * * * * * *
Estoy en un bar tomando un trago con Ismael, miro por la ventana.
Ellos tenían razón, el cielo se ve fantástico acá, las estrellas se ven tan claramente...
Ismael mira las últimas imágenes de la guerra atómica entre India y Pakistán, Corea y Japón, los yankees y Europa o algo por el estilo, no está muy claro por qué se pelea. En el pasado, fueron los territorios, luego las libertades individuales, y múltiples otras excusas, ahora creo que será por el agua y el aire... No me importan mucho ya los porqués.
Junto a nosotros, está mi suegro. Me apoya su mano en el hombro. Miro a los parroquianos, altos, delgados, que me devuelven la mirada, con tristes ojos negros.
—Pocos de nosotros quedarán con vida —pienso.
—¿No podemos hacer nada? —pregunto a Ismael.
—Cada especie decide su futuro. Nosotros llegamos en paz, colonizamos y vivimos siempre en paz. No era nuestro trabajo madurar su civilización. Todavía no apretaron el botón, pero falta poco, Sebastián... —me dicen sus ojos. El no mueve sus labios, pero en mi mente resuena su contestación.
Miro hacia el cielo vacío, la Tierra se ve tranquila en el cenit, pero allá arriba mi especie se está suicidando...
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Nunc Cognosco ex parte
—¡Pase hombre, pase! — Me dijo el comisario, al verme titubear en el umbral.
—López, ¿No? —me preguntó, clavando un oscuro e inquisitivo par de ojos en mi persona...
—Ahá —contesté, inexpresivo.
No me agradan los policías: suelen ser personas con más poder que neuronas. Y ese, en particular, parecía no tener mucho de cerebral. Tenía más bien el aspecto de un gorila, pero había algo que desentonaba en él: la voz.
Una voz aguda en un hombre morocho con barba puede ser irrisoria... Pero cuando ese hombre morocho y barbado mide más de metro ochenta, tiene una enorme barriga y un uniforme de policía, es hilarante.
—Mire amigo, puede pasar, si quiere, pero no va a ser agradable de ver, se lo aseguro.
—Deje eso a mi opinión, comisario.
—Sígame, por aquí... ¡ah!, y me apellido Domínguez...
Avanzamos el comisario Domínguez y yo, por el largo pasillo de la casona. Era un edificio de estilo colonial, e innumerables pinturas colgaban de sus paredes. Impresionantes arañas colgaban del techo, iluminando el ambiente tenuemente. Largas cortinas de terciopelo separaban los ambientes, dándole a la casona vacía una horrorosa atmósfera de anacronismo. Jorge mi fotógrafo, se quedó maravillado por los rostros severos de las personas que aparecían en las pinturas. Yo, en cambio, estaba más interesado por el dueño de la casona, Jacobo Vidermann quien había sido asesinado.
—Inspector, llegó la prensa. —Anunció Domínguez a uno de los presentes.
—Pero si es López ¡Mierda! —fue la respuesta de un hombre rubio y fornido, con voz ronca y bigote fino...
—Buenos días, Inspector... — dije, extendiendo mi mano hacia él
—Calvo, y no son nada buenos, mire... —me señaló hacia el piso, al tiempo que se desplazaba para dejarme ver...
Se me escapó un grito de espanto al ver el cuerpo de Vidermann. El torso estaba destrozado. El asesino había abierto la parrilla costal, por lo que se podía observar, sin utilizar instrumentos cortantes: estaba todo el tejido desgarrado.
Calvo se acuclilló sobre Vidermann, y meneó la cabeza, como sin entender, respiró hondo, exhaló el aire con un bufido, giró la cabeza hacia mí, me miró y, por último, mientras levantaba la manta que cubría el cráneo y la cara, dijo:
—Algo lo atacó, y lo abrió como si fuera una puerta corrediza... No falta ningún órgano. Y mírele la cara al pobre infeliz...
Jorge, pobre, preguntó dónde estaba el baño. Pudimos oír cómo vomitaba. Se escuchó, en realidad en toda la casona. En cuanto a mí, veterano en estas lides, aguanté la náusea, pero aún hoy recuerdo la mirada de Vidermann. Sus labios, torcidos en una mueca de pavor. Sus ojos, lejos de estar midriáticos, aparecían con las pupilas puntiformes, todavía húmedos, mirando algún punto en el infinito. Era esa mirada totalmente inhumana. Era una mirada de absoluto espanto, de horror total.
—Parece que hubiera visto al diablo —dijo el comisario Domínguez. Calvo asintió, mientras se afinaba el bigote con una mano.
—López —, me dijo Calvo— Le pido un favor; no publique nada por 48 horas. Le prometo mantenerlo informado. ¿Sabe usted que no hay sospechoso?
—¿Y que gano yo, callando, Calvo? Si me enteré yo, no tardarán otros en saberlo, y la primicia es ahora, no mañana... —contesté.
Nunca me gustó atrasar la publicación de una noticia...
Calvo me miró con sus ojos celestes y casi gritando, gesticulando con sus grandes manos, casi arrancándose el bigote con los dedos, me respondió:
—López, si los periodistas son unos hijos de puta, usted es el hijo de puta mayor, pero no estoy apelando a su bondad: Acá pasa algo más grande. ¿Qué, no vio acaso la sangre en el piso? ¿No contó las huellas? ¿Qué le parece a usted que pasó acá?
—Me importa un carajo qué paso acá, salvo que el personaje más rico e influyente del país fue brutalmente asesinado.
Calvo respiró hondo y miró hacia el piso. De pronto tuve la sensación de ver a un ser cansado, harto. En su rostro, la mirada gris de la desesperación.
Domínguez asentía, tras cada palabra de Calvo. No era imposible que pensaran lo mismo...
—Dígame Sr. Periodista ¿Cuánto medía Vidermann?
—Metro ochenta, metro ochenta y pico ¿Y qué tiene que ver?
—Metro noventa y dos y pesaba ciento diez kilos...
—¿Y qué con eso? — dije sintiendo cómo la soberbia reverberaba en mi voz...
—¿Y le parece a usted, señor noticia, que un tipo de 36 años y esas medidas es fácil de ser abierto con los dedos? (Que son eso: dedos, los agujeros entre las costillas de Vidermann). —era Domínguez quien me hablaba esta vez, desde el otro extremo de la habitación, mientras palmeaba el hombro de un pálido Jorge.
—No me importa si lo colgaron en un barco, o si se murió de un tiro. Se murió, es asesinato y punto. Con eso, para la primicia, basta.
—¿Ve usted las huellas?
—Sí.
—¿Cuánto calzaba Vidermann?
Me agaché a ver los zapatos.
—No toque nada, López.
—Calzaba cuarenta y cinco, cuarenta y seis... —dije, malhumorado.
—Vea las huellas...
—No parecen cuarenta y cinco...
—No, son número cuarenta.
—Y, ¿Conoce usted a alguien que posea semejante fuerza, para ser capaz de hacerle eso a otro siendo mucho más pequeño?
—Pudo haber sido un testigo, que huyó, temiendo quedar pegado. —conjeturé. Nunca es bueno quedarse sin hipótesis, y menos siendo periodista, pensé...
—Imposible, por muchas razones: Primero la sangre se seca rápido, quien quiera que haya sido, pisó la sangre fresca. Nadie ajeno a la casona entró o salió, nadie calza cuarenta entre el personal y esta noche el señor Vidermann estaba solo, nadie pudo haber entrado a tiempo, además, las huellas se desvanecen antes de salir al pasillo, no hay otras entradas, no hay pasadizos, ni ventanas...
Calvo tuvo sus cuarenta y ocho horas.
Cuarenta y ocho horas y un minuto después apareció en la portada de mi diario, la noticia de la desaparición física, —en extrañas circunstancias—, del mundialmente conocido magnate Jacobo Vidermann, con prolija reseña biográfica que destacaba sus múltiples actividades y su reconocida sensibilidad para el arte.
Esa mañana recibí en la redacción la citación a la Comisaría de Domínguez.
La oficina del comisario Domínguez apestaba a cigarrillo. Unos demacrados Calvo y Domínguez me esperaban, café en mano. Extraña pareja pensé: Uno rubio el otro morocho, uno de prolijo bigote, otro de descuidada barba, uno bajo, el otro soprano...
—Comisario, Inspector... —saludé.
—¡López! Francamente me ha sorprendido, es usted hombre de palabra. Le debo un favor, además de estar obligado a cumplir mi palabra. Siéntese.
En cuanto me senté, Calvo se levantó, y cerró la puerta con llave. Me sentí ligeramente incómodo. Domínguez, cerró las persianas americanas y encendió las luces de la oficina. Luego de la breve ceremonia, ambos se sentaron, serios, frente a mí. Calvo tenía una carpeta. Me la extendió.
—Acá están todos los datos de la investigación. Son fotocopias, no se emocione. Si nos preguntan no lo conocemos. Si le preguntan, no nos conoce. ¿Le quedó claro?
— Clarísimo —contesté.
—No hay sospechoso. El caso le quedó a la Interpol. Quedamos afuera. Usted investigará por nosotros.
—Pero, antes, le informaremos lo poco que sabemos. —agregó Domínguez...
Adoptando un aire de docente, y con expresión didáctica, comenzó a explicarme Calvo— Vidermann era muy popular. Un buen tipo, le diría. Sus donaciones mantenían diversas fundaciones, escuelas y museos. Pero era un hombre con doble vida ¿Sabe? Este hombre era un mercader de armas y estaba vinculado al contrabando de influencias tanto con los americanos como con medio oriente.
—O sea que sospechamos un ajuste de cuentas... —concluí.
—No, Vidermann era un intocable. Siempre mantuvo un delicado equilibrio con todos sus "clientes" y creemos que nadie sabía lo suficiente acerca de él, como para tener que... eliminarlo. —dijo, reclinándose en su silla.
—Pero Vidermann fue... eliminado.
—Eso no es más que un detalle, lo que es extraño es la manera en que fue asesinado...
—Sospechamos que es justamente eso lo que interesó tanto a la Interpol, puesto que llamaron al gobierno antes incluso de que nosotros escribiéramos el reporte. —aclaró Domínguez.
—Yo mismo me enteré antes de que ustedes...
—No quiera pasarse de listo, López... Mucha gente supo que Vidermann estaba muerto. Todos, incluidos usted y su fotógrafo fueron convencidos de callar. Sólo nosotros, el empleado que lo encontró, el forense y ustedes dos sabían el modo en que fue asesinado.
—Vigilamos que ninguno llamara a nadie. Nadie llamo a la Interpol.
—¿Qué es exactamente lo que quieren que haga?
—Investigue lo que pueda, tanto como pueda. Cuando tenga sus conclusiones contáctenos. ¿Sabe usted?, hay algo que no es natural en la muerte del señor Vidermann...
Dos días después estaba yo trabajando en la redacción cuando me llegó el informe de que había habido un tiroteo en pleno centro de la ciudad y que varios policías estaban heridos, no sé por qué, pero tuve la certeza de que Calvo y Domínguez estaban muertos.
No tardé más de cinco minutos en recibir la confirmación doble a mi premonición, tanto por teletipo como por Internet, así como esa tarde cayó un avión al Atlántico: También los dos agentes de Interpol, (yo lo sabía) habían muerto.
Por mera curiosidad, comencé a investigar, solo. Escondí la carpeta fotocopiada en un doble fondo en el placard, pero varios meses después abandoné: No había sospechoso, ni pruebas, ni una investigación oficial.
Dejé más o menos al mismo tiempo el periodismo gráfico, para dedicarme a la radio, en un programa nocturno. Tuvo quizás mucho que ver en mi decisión el que existe cierta magia en el aire, en la radio, que los tiempos del diario no me daban...
Una noche sin luna, los temas propuestos para hablar con el público eran el horror y el infierno, y un oyente desconocido, llamó para leer un poema del demente árabe Abdul Alhazred, que aparecía en el abominable Necronomicon. Hacía referencia a los hombres justos que sostienen el universo sin saberlo, sin imaginarlo siquiera, y cómo son perseguidos por los otros hombres, para hacerlos vivir un infierno. Recordé en una súbita ráfaga de pensamiento a Jacobo Vidermann, sin saber bien por qué. Recordé nítidamente su cara muerta transformada en aterrorizada máscara.
Al terminar la jornada, me acerqué, caminando, a la vieja casona Vidermann, ahora Museo de Artes Plásticas Metropolitano J. Vidermann. Me paré en la esquina. Mirando la entrada principal, la de calle Olmos.
—Al fin nos vemos —dijo una voz a mis espaldas.
Me sobresalté. Me di vuelta y vi al viejo, apoyado en su bastón. Sus ojos muertos fijos en mí.
—Hace mucho que te espero Mario. —Me dijo.
— ¿Cómo sabe mi nombre?
— Sé muchas cosas de ti, hombre —tenía una expresión entre pícara y maligna.
—Me ha dicho también que me espera ¿Se puede saber por qué? —Pregunté. Enojado porque un viejo decrépito me hubiera dado tal susto.
—Se puede —me contestó.— Pero no esta noche, no ahora. Mañana. Café de la paz. Dieciséis horas... Sé puntual, Mario.
—La impuntualidad es una falta de respeto—pensé.
El viejo ciego, se alejaba lentamente calle abajo, por Olmos. No lo seguí. Lo vi perderse en el parque.
A las cuatro de la tarde, estuve puntualmente en el Café de la Paz.
Ese era, ciertamente, un curioso lugar. Había sido botica en el siglo XIX, luego se convirtió en cafetín en el siglo XX. Y aún ahora, al comenzar el siglo XXI, todavía conservaba esa atmósfera de antigüedad, que le da el hecho de estar construido en madera.
Estantes enormes, pequeños cajones, puertas de vidrio y espejos, escaleras, pasadizos laberínticos hacia atrás, enmarcaban el salón. Cientos de mesas de caoba, mesas de muchos años donde la literatura del país creció, sillas de madera, con encordado de mimbre que habrán conocido a tantos culos famosos, aquí y allá cientos de personas, viviendo en esa atmósfera. Luces eléctricas en las arañas que otrora fueran candelabros, iluminaban casi todo el salón. Al fondo, lejos de la charla y los televisores, en una esquina del laberíntico, babélico salón, apartado de la luz, en la penumbra, me esperaba, sentado, el viejo.
— Buenas tardes, señor... —dije inclinándome hacia delante y estirando mi mano...
— Bohr, Lewis Bohr... — Obviamente, el ciego no la estrechó.
— Buenas tardes señor Bohr, entonces .—dije, mirando mi mano, y sintiéndome algo estúpido...
— Buenas tardes, Mario. —Rió el viejo. Una risa corta, seca.
— No sé que estoy haciendo acá.—dije, mirando fijamente a ese hombre que me hablaba desde la penumbra.
— Estas buscando respuestas hijo — contestó, con voz desapasionada.
— ¿Respuestas a qué? — Pregunté, perdiendo la paciencia.
— A tu existencia... — Otra risa seca y corta.
—Dejemos los enigmas de lado y vayamos al grano, Mr. Bohr...
—Ah, la impaciencia furiosa de la juventud... —parecía como si pudiera verme, salvo por los grandes y opacos ojos blancos— ...Quieren respuestas y las quieren ya. Lo mismo da la certeza que la inexactitud. Es la verdad ahora ¡y después la negra Ker!
Me levanté, buscando con la mirada la puerta.
— Mirá, Mario, vos buscás respuestas que yo te puedo dar ¿Quién mató a Vidermann?, por ejemplo...
Me volví a sentar.
—O, ¿quién mató a Calvo y Domínguez? ¿Porqué? ¿Cómo?
Un gran asombro surgió en mi interior, pero sé que a veces es mejor ocultarlo, y tratar de averiguar quien es el que nos habla...
—Así que usted a quien no conozco sabe más de mis dudas que yo mismo...
Lo miré desconfiado, era el hombre frente a mí un ser indefenso, ciego, anciano, esmirriado y rengo por añadidura...
—Sí, Mario López, sé... ¿Recuerdas la escena del crimen? ¿Recuerdas el charco de sangre? ¿Recuerdas, Mario, la casona? ¿Las pinturas? —parecía estar desvariando: la ciega mirada hacia arriba, ambas manos sosteniendo el bastón, como recordando... La sonrisa, enigmática, soberbia...
—Esas, sí, las pinturas, son la respuesta que buscas... —dijo, sin perder la sonrisa.
Se hizo un prolongado silencio. Luego, no supe qué contestar.
El anciano se levantó, dejando unas monedas en la mesita...
—Buena suerte Mario— me dijo, y se marchó.
Me pedí un café y no salí hasta después de un buen rato...
Esa misma tarde me encontré con Jorge, mi fotógrafo de antaño, le pregunté como al pasar, si conservaba las fotografías del asesinato. Me contestó que así era, y pasamos la tarde revisando minuciosamente todo sin encontrar nada nuevo.
Me comentó, mientras tomábamos un café, que estaba leyendo libros del siglo pasado de un antiguo ensayista, poeta, cuentista. Me dijo algo de unos tales Wufniks, pero no le presté atención, se me hacía tarde. Así que apuré el último sorbo de café y salí hacia el museo...
Miré el reloj y me di cuenta de que estaba cerca del horario de clausura. Corrí por calle Vidal, hasta llegar a la esquina de Olmos, pagué la entrada, y entré, jadeante y transpirando... cinco minutos antes del cierre.
Me dirigí por el pasillo, oscuro y desierto, hacia la habitación del asesinato. No había nada, salvo múltiples pinturas de altísimo valor, salvaguardadas por cristales de triple espesor y vacío. Había obras de Monet, Picasso, Gauguin, Portinari, Xul Solar, Da Vinci, cacofónica colección por cierto, pero nada de eso me interesaba. Alcancé a escuchar entonces el sonido de las puertas del museo que se cerraban...
Corrí hacia el pasillo temiendo quedar encerrado y entonces lo noté...
Las pinturas del pasillo... Sus miradas...
Me miraban, los treinta y seis pares de ojos de las treinta y seis pinturas, acusándome de estar muy cerca de la verdad... Y reconocí con horror, paisajes espantosos, de mis peores pesadillas... Y en el costado, detrás de la cortina una inscripción que coronaba el horror "Lamed Wufniks" decía... y treinta y cinco rostros desconocidos, sí, con horror me miraban y otro, conocido me miraba y sonreía ¡y reía!, con risa corta y seca...
Jorge, aparta la cámara y enjuga una lágrima, se acuclilla y deposita una flor en una lápida, mientras dice en voz baja... —Nuestro pobre individualismo, donde nos llevará... pobre Marito, pobre...
Ese mismo día en un recuadro en primera plana aparece escrito:
...En un día triste para el periodismo, ha fallecido de paro cardíaco, Mario López. López, eximio periodista, fue antes que nada un hombre justo, capaz de sostener el mundo sobre sus hombros, nos ha dejado con 36 años...
Los dedos de Lewis Bohr cierran el diario. El viejo mira a Jorge, calza cuarenta, piensa. Recuerda entonces que es ciego y que no le está permitido ver, — el secreto está a salvo — susurra, y se sumerge nuevamente en la oscuridad...
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Tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum
Recuerdo bien mi primer visita al Café de la Paz, una típica tarde de Agosto, lluviosa y gris. Recuerdo bien la puerta, mitad madera, mitad vidrio, la manija metálica del picaporte, trabajo de algún ignoto orfebre y otro no más famoso herrero. Recuerdo bien, sí, como contrastaba la luz del salón, con el gris diurno de la calle. Luces eléctricas en las arañas iluminaban bien el centro del viejo salón, dejando ver claramente las mesitas de caoba, circulares, rodeadas por sillas también de madera y tejido de mimbre. Me chocó el contraste entre la calidad de las mesas y las bastas sillas. Mucha gente estaba en el interior. Busqué con la mirada un rincón solitario, poco iluminado, para poder observar bien el lugar. Y para poder, también, fumar en paz mi pipa.
—Si no consigo paz, precisamente en este Café... — pensé en voz alta.
Se aproximaba el encargado, un elegante hombretón de unos cincuenta años. —Buenas tardes, ¿Qué desea servirse el señor?
— Una lágrima— pedí.
El encargado asintió con la cabeza e inició su camino al mostrador para solicitar mi pedido.
Observé su marcha con atención e inicié mi inspección del lugar. También me entretuve escuchando el murmullo de las conversaciones.
—Qué bello lugar— decía una señora a quien era evidentemente su marido, en la mesa contigua.
—¿Sabías que era una droguería? — contestó el hombre —Por eso los estantes, los pequeños cajones, las vidrieras con pequeñas balanzas... En el piso superior ahora vacío estaba el depósito...
—Y vos, ¿Cómo sabés? — Inquirió la mujer.
—Porque mi abuelo trabajó aquí cuando niño... —contestó el marido.
En este punto decidí dejar de escuchar a la pareja y volqué toda mi atención a la pipa y sus misterios...
Disfruté en la penumbra del sabor del tabaco, el apestoso humo envenenando mi sangre, matándome poco a poco. Pero, ¿Qué puede un hombre contra el vicio? —Una vez fumador, siempre fumador— me dijo un amigo el día en que probé el humo. Pobre, tenía razón, pero la muerte se lo llevó antes que a mí, con sus pulmones llenos de agua... El destino no carece de humor negro e ironía. Como sea, por hoy, decido respetar ese recuerdo y apagar la pipa.
Examino nuevamente la sala repleta, veo el enorme reloj sobre el mostrador, su péndulo moviéndose en sincrónico vaivén.
Observo a las personas en el salón. Como desde el principio de la humanidad todos los hombres vestidos de traje, serios, leen. Las mujeres, vestidas de fiesta, conversan...
Pido al encargado la cuenta y le pregunto por el origen de este cafetín.
—Fue una botica en el siglo XIX, se transformó en confitería en el siglo XX y sigue siéndolo aún hoy, señor... — me explicó.
—¿Sabe usted el porqué cerró la botica?
—Se comenta que las guerras mundiales convertían ciertas sustancias escasas en inexistentes y los dueños originales, en bancarrota debieron vender cuando el sótano se vació de mercadería.
—¿El sótano? ¿No estaba el depósito en el primer piso? —pregunté.
—No, señor. —Dijo el encargado encogiéndose de hombros.— Hasta donde yo sé, el piso superior estuvo siempre vacío. A lo sumo habrá un estante con los libros contables de la botica. Pero no lo sé, ni lo sabré con certeza puesto que el piso superior está clausurado.
Pagué la cuenta dándole una generosa propina al encargado y salí a la calle para pasear un rato. Caminé varios cientos de metros hasta llegar a la plaza, al Parque de la Independencia. Allí, me senté en un banco a disfrutar de los cielos plomizos. No sé por qué, pero el sueño me venció.
Cuando desperté era bien entrada la madrugada y estaba sólo. Ninguna persona por ningún lado. —La paz de los locos... —pensé. Vacía de humanidad, la ciudad adquiere cierta maligna sustancia. Volvía, pensando en esto, tranquilamente por Olmos cuando miré hacia arriba y vi la única ventana con una luz encendida...
En el piso superior del edificio perteneciente al Café de la Paz.
Vi que alguien asomó por la ventana. Esa persona colocó su dedo índice verticalmente sobre su boca pidiendo silencio. Miré estúpidamente hacia ambos costados...
La única persona en la calle era yo. El desconocido me hizo señas que indicaban a las claras que quería que me acercara. Crucé de vereda y, cuando estuve bajo la ventana, me arrojó una pequeña libreta que decía: No esta noche. Mañana. Café de la Paz. Dieciséis horas.
De más está decir que estuve puntualmente allí...
Me recibió el desconocido de la noche anterior.
Se presentó a sí mismo como Horacio.
Cuando quise presentarme dijo que no importaba, que los nombres sólo servían como introducción a los desconocidos y que bastaba con que supiese yo sus nombres... —Hasta que conozcas como eres conocido —me dijo.
—Esperamos a Ismael y a la tana... —mirando hacia el encargado, llamó—¡Mozo! ¡Dos lágrimas! —me sorprendió que pidiera sin preguntar y más que conociera exactamente cuál iba a ser mi pedido...
—Orlando —dijo Horacio— es un lindo nombre, suena antiguo... —sonrió.
—¿Cómo sabe mi nombre?
— Me fue rebelado en sueños —contestó, y largó la carcajada.— ¿Qué importan los cómo? Toda tu vida existió para llegar acá ¿Qué importa si quien te espera es consciente o no de ello? Si te conoce o no aquél que espera es una circunstancia sin importancia...
Llegado ese instante se aproximaron a la mesa un alto y delgado individuo con vaga apariencia alienígena, y ella...
—Bienvenidos— dijo Horacio — Les presento a Orlando Terán.
—Buenas noches— me dijo Ismael ofreciéndome su mano.
Tardé en estrechársela, confieso que antes de hacerlo conté sus dedos —Eran cinco.—
Luego conocí a la tana...
Llevaba una especie de saco con capucha y para ser sincero, admito que lo primero que vi de ella fueron sus piernas, unas perfectas y largas piernas...
Se quitó la capucha y vi su larga cabellera negra, que sacudió hacia atrás...
Noté que su rostro era perfecto. Tenía una frente amplia, despejada. Sus cejas eran delgadas. Sus pómulos daban una sensación de fortaleza, por firmes y marcados. Sus labios... perfectos y carnosos, aún siendo pequeña su boca. Tenía un mentón mas bien pequeño y una diminuta marca en él. Sonrió mostrando sus dientes de tamaño medio y bellamente constituidos, observé sus pestañas largas y delicadas, abrió entonces sus ojos, y tuve la certeza de que mi primer examen visual había durado apenas fracciones de segundo...
Y clavó ella sus ojos negros azabache, su profunda mirada, a la vez oscura y brillante, en mí...
—Mucho gusto— me dijo, y su voz resonó melódicamente por todo el salón...
Se quitó el saco dejando ver un vestido negro de pequeño escote, con generosos tajos para mostrar sus piernas. Es obvio que el resto del cuerpo iba a tono con la belleza de sus piernas y rostro...
Interrumpió mi ensueño Horacio, con una sonrisa en la boca...
—No te la comas con los ojos ahora, que vas a volver a verla...
Ismael me miraba poniéndome un poco nervioso, quizá sintiera invadido su territorio. Soy rigurosamente decente, así que suponiendo a la tana mujer del prójimo decidí no mirarla, por lo menos no de la misma manera como la admiré esa primera vez...
Noté al pasar un rato de charla con Horacio y la tana —No sé bien porqué pero Ismael hablaba poquísimo — que los clientes habían desaparecido. Sólo quedábamos los cuatro, y acercamos otra mesa. No me preocupó, sino que me alegró, siendo los únicos clientes no había necesidad de levantar la voz para conversar, y en Agosto no es imposible que mi garganta claudique...
Fue transcurriendo la tarde, entre cafés y licores, que se hizo noche y la noche madrugada, hasta que cerró el café, con nosotros adentro, todavía hablando de literatura y cinematógrafos...
No sé por qué no me extrañó que nos dejaran encerrados.
La tana se levantó entonces, y no antes ni después, sacando con sus huesudas-dedodelgadas manos, una vieja, herrumbrosa y enorme llave, del mismo estilo que el picaporte de la puerta del Café. Horacio e Ismael se levantaron y se dirigieron hacia la escalera...
— ¿No venís? — Me invitó la morocha, sonriendo.
Me paré rápido como rayo. Subí uno por uno los peldaños de la escalera, sin saltear ninguno, y respirando hondo, atravesé el umbral...
La habitación no tenía el aspecto de un depósito, era en realidad una biblioteca enorme y no éramos sólo cuatro, no me extrañó tampoco el que estuviera llena de gente, ni que pareciese una fiesta lo que transcurría ahí. Reconocí a muchos de los presentes, mas, no recordaba sus nombres.
La tana me presentó a varios, antiguos "Lamed Wufniks" les llamaba...
Uno en particular me dio conversación, Lewis Bohr era su nombre y era un anciano ciego, de solemne estampa.
—Te esperábamos, Orlando —me dijo —desde el principio de los tiempos... —Tenía una enigmática sonrisa y sostenía el bastón con ambas manos.
—No tenés temor ¿No? — preguntó
—La verdad que no— contesté —¿Por qué habría de tenerlo?
—Porque estás en el infierno— dijo, secamente.
No supe qué contestarle. Pero miré alrededor, y lo que veía contradecía claramente la tan terrible afirmación del viejo. Él, prosiguió explicándome —Nada de lo que ocurra acá, nada de lo que veas o escuches o digas es casualidad. No. No esta noche, o las siguientes, o las anteriores... — Dirigía, mientras hablaba, la ciega mirada hacia arriba, ambas manos sosteniendo el bastón, como recordando... Y su sonrisa, tan enigmática, tan soberbia...
—Conocés a todos los presentes. Esta visión es una parodia del universo real.
Le dije entonces, que en realidad, esta biblioteca secreta y esta reunión, para mí estaban más cerca de mi visión del paraíso que de la que tenía del infierno.
—Es cuestión de puntos de vista —contestó. Tuve la sensación de que en realidad podía verme. Pero los grandes y opacos ojos blancos desmentían mi presunción. Él, lanzó una carcajada corta y seca.— Se dice que el paraíso de un hombre es el infierno de otro. Mirá sino las hordas bárbaras que pueblan nuestra nación, sostener en sus manos un libro es como el sostener un crucifijo para un vampiro...
Con sonrisa cómplice concluyó —Y si te quedás lo suficiente que no te extrañe que alguien te presente a Drácula hoy... —volvió a reír.
—Aún así, para mí, esto es un paraíso— dije, tercamente.
—Mejor, Orlando, mejor, porque lo que estás por presenciar va a cambiar tu visión del mundo y también tu cosmogonía personal.— explicó Bohr.
Se acercó entonces Horacio hasta nuestro lugar de diálogo y nos dijo —Ya es hora.—
No sé si llegué a preguntar— ¿Hora de qué? — Y si lo hice, nadie pareció escucharme. Ni siquiera tengo la seguridad de haberme escuchado yo mismo.
Vi como todos los presentes corrieron las mesas de lectura. Y como acomodaron los infinitos libros cada uno en su estante dejando libre el centro de la enorme habitación.
Vi, ahora, claramente, los rostros de los invitados: Enanos, elfos, vampiros, hadas, ángeles y demonios. El callado Ismael, era por cierto un ummita, extraña raza extraterrestre. Y la tana, la negra Ker...
Estaba ella en el centro de la sala sosteniendo en sus manos el Necronomicon. Comenzó a cantar una dulce melopea, sus negros cabellos flotaban sostenidos por alguna extraña fuerza, flotaban, sí, como ella, que levitaba a unos quince centímetros del suelo.
Estaba llamando a la vez al Creador, y a Baphomet...
Y prestamente aparecieron, como hechizados por el monótono canto de ella, en forma de dos luces en el pecho de cada uno de los allí reunidos. Me miré el pecho, pero no existían luces en mí. Sólo oscuridad.
Recorrí con la vista, angustiado, los volúmenes en los estantes de la biblioteca. Supe en ese preciso instante, que todos los libros de la Humanidad estaban allí, inclusive aquellos aún no escritos. También toda la música pasada, presente y futura, existía en esa habitación. Y también combinaciones de letras, y de sonidos, sin sentido, como estos que están siendo leídos...
Bohr se aproximó a mí y con solemne tono, me explicó: —Ésta es tu visión pagana, tu universo, tu prisión...
Eres hijo, panteísta. Un réprobo, un apóstata, y eres salvo...
Intenté agarrarlo del brazo, pero mi mano lo traspasó, intenté tocar a Horacio, a Ismael, pero eran fantasmales figuras, hologramas vivientes. Asustado como un niño, me apoyé contra la pared con la espalda y ambas manos. Cesó entonces la canción de Tánatos.
La tana miró hacia mí, se acercó lentamente y me susurró al oído (sentí su helado aliento). La escuché atentamente: — Sólo tú y yo somos reales, los demás son tus hijos. Conoce ahora la verdad: Eres Orlando Terán, también eres Sebastián, pero existe en ti una tercera persona.— Clavó esos hermosos ojos negros azabache en los míos y terminó de decirme...
—Este que ves ahora es ciertamente el mundo real, no hay infierno ardiente bajo tus pies, los cielos oscuros son cielos vacíos... — entonces, desapareció.
Luego, Horacio, fantasmal, se corporizó y me tocó el hombro. Sonriendo me dijo: —El mundo que ves, lo ves a través de una ventana, como un espejo, oscuramente...
Ahora conoces cara a cara. Vive entonces, sé buena persona...
La habitación comenzó a dar vueltas a mi alrededor, me dolía la cabeza, empezaron a zumbarme los oídos... Y finalmente me desvanecí...
Desperté en el patio del Hospital Mental Jacobo Vidermann.
Rodeado de locos, sabiendo bien quién era yo...
Me dicen Orlando, me dicen Sebastián...
Me llamo Melquíades y estoy en el infierno.
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Desde el abismo
En la esquina de Vidal y Olmos existe un museo de artes antiguas, donde se cuenta que ocurrieron asesinatos misteriosos y muertes absurdas, si fueran acaso cosas distintas. Pero nadie sabe demasiado de ese lugar. La vieja casona fue diseñada por el mismo arquitecto que ideó el Café de la Paz.
El café de la Paz es una confitería renombrada de nuestra ciudad, lugar que frecuentan poetas y enamorados, ubicada sobre Olmos, tiene también una historia misteriosa, en las noches de invierno dice la leyenda, numerosos fantasmas visitan su piso superior. No lo creo yo, ocurre que la gente de Natdul es ignorante y supersticiosa. La historia del Café y la del Museo son un poco la historia de la ignorancia, son sitios misteriosos para la mayoría, porque el conocimiento se les aparece como algo aburrido.
Visito frecuentemente ambos lugares y recomiendo siempre con fervor a mis pacientes que concurran a ellos.
Debo explicarles que soy oftalmólogo, y tengo la loca teoría de que existen varias clases de ceguera y varias clases de miopía. Existen otros vicios de la visión, por supuesto, pero desde mi época de estudiante me apasionaron tormentosamente la miopía y la ceguera... Considero que la ignorancia es otra forma de miopía...
Me mueve a escribir esta nota el pavor que me produce sentirme salpicado de los temores de los ignorantes, porque me ocurrió algo que pasaré a relatar...
Una noche de Agosto decidí visitar una exposición de lienzos de Picasso en el museo metropolitano. Como siempre, las mismas personas estabamos allí, y como siempre las personas que seguramente leen esto ahora han estado allí conmigo, no me hago esperanzas de que alguien más se interese... Luego de contemplar extasiado durante largo rato los distintos cuadros expuestos, decidí que era hora prudente para retornar a casa pues se aproximaba una tormenta, de esas que Agosto nos regala en Natdul. Al salir del Museo pude ver la tormenta desencadenarse con furia. corrí hacia mi automóvil, e intenté que arrancara, pero no conseguí que el motor encendiera. Me bajé y me dirigí hacia el baúl, muy irritado, a sacar el paraguas que siempre guardo allí. Corrí luego calle abajo, por Olmos, atravesando rápidamente el iluminado y encharcado parque.
Hasta aquí nada extraño turbó mi pensamiento, mas, al llegar a la esquina de Paz, noté una luz encendida en el primer piso del Café. Cayó entonces un rayo que iluminó fugazmente todo el edificio desde atrás. Y vi, con una claridad pasmosa, por un momento fugaz, al viejo... Juro que lo vi, pero al parpadear, desapareció. Crucé la calle y me detuve a mirar desde la vereda de enfrente, cuando cayó el siguiente rayo y vi al ciego y a una hermosa mujer de largos cabellos negros y blanca piel. Cuando se apagó el brillo del rayo volvieron a desaparecer.
Corrí a casa, asustado, y busqué en mi biblioteca el viejo libro de Orlando Terán que mi tío Ismael me regalara en Ummo; lo hallé junto al Necronomicon. Esas dos figuras que vi eran Lewis Bohr y Tánatos, podría jurarlo...
Y escribo esto porque descubrí estos últimos días una espantosa revelación y debo tomar una decisión:
Debo decidir si a esos dos los vi o los imaginé.
Si los vi, estuve ciego todo el tiempo anterior.
Si los imaginé, ahora estoy loco.
Pero existe algo peor en el aire que recién ahora noto:
¿Es todo esto el desvariar de un loco o el de otro, que no soy yo?
Escucho en mi mente, pensamientos de muchas personas, ahora. Pero más nítido que todo eso, noto, el silencio de los pajaritos: Ése es el ruido de la tormenta... Escucho entonces allí afuera la tormenta que se viene. Cae un rayo, y otro y otro más...
León de Perigueux
"...Existe en la esquina de Vidal y Olmos un museo, si lo visitas,
al Café de la Paz, de un modo u otro te llevará,
y cuando caiga la noche y haya tormenta, entre los rayos y los truenos oirás
ruido de terremoto y una dulce voz,
y si te atreves a mirar la fachada, de seguro los verás,
esperándote... iluminados por el rayo,
una fabulosa morena, y el viejo...
Escúchalos reír. ..."
Orlando Terán
"Desde el abismo"
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In aenigmate II
Dos ojos se asoman por la ventana.
Adivino que detrás del marco está su sonrisa.
¡Cuánta inocencia! ¡Cuánta bondad!
Despierto sólo por él. Vuelvo a este mundo sólo por él.
No sé bien quién soy. Ningún hombre sabe quién es.
Pero sé que enfrento el abismo por él ¿Lo sabrá?
Y esos dos ojos me contesta inocentes y al mismo tiempo me preguntan:
¿Por qué? Con esa curiosidad ¡ Y esos ojos! Los enormes ojos de mi hijo...
Tío Ismael me habló mil veces de mamá y papá, y de la lejana tierra donde yo nací, nunca me sentí cómodo viviendo en este país y sueño con volver a mi ciudad natal alguna vez, cuando la guerra termine. Ocurre que acá nadie habla demasiado y yo soy en extremo locuaz. Ismael me dice que quizás cuando crezca pueda ir de misionero a tan salvaje lugar, pero que siendo, como soy, un niño aún, es peligroso para mí. Me conformo con leer una y otra vez la biografía de papá. ¿Sabría bien quién era él?
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Epílogo (Apocalipsis)
Escribo estas líneas desde la más alta torre que corona las murallas blancas de mi ciudad, Natdul. Tengo la esperanza peregrina de que alguien lea estos papiros, y haga vivir una vez más, las escenas que contaré. Soy sólo un torpe y triste hombre, con un suplicio grande. Y son estos escritos un intento por volver real un universo de horrorosa irrealidad, tanto más ahora, en esta fría y pétrea torre con tan sólo unas velas como compañía...
Mi nombre es Jorge y soy fotógrafo. Escribo estas líneas para dejar documentados ciertos hechos que temo no poder contar yo mismo, luego.
Hasta ayer estuve investigando curiosos hechos que ocurren en nuestra bella Natdul.
Todo comenzó con la muerte de Jacobo Vidermann. Vidermann, era un hombre culto, y un fervoroso mecenas para todos los artistas conocidos de nuestra ciudad. A la vez, obtuvo su fortuna contrabandeando armas, y haciendo favores a conocidos y nefastos políticos locales. Descreía de las diferencias étnicas y religiosas. "Cuando hay negocio árabes y judíos olvidan sus diferencias" solía decir. Sé que en cierta forma tenía razón. "Por la plata baila el hombre" era su frase favorita. Ahora creo que sentía cierto desprecio por el ser humano, a causa de eso.
Vidermann era un vidente en este mundo de ciegos, jamás un negocio suyo fracasó, pero tenía una conciencia, algo de moral. Creo que su amor por los niños era una forma de tapar los agujeros de su alma, que tantos agujeros en "incontables cuerpos apilados a lo largo del muro de los lamentos" provocó. Sus institutos de enseñanza volvieron a Natdul la más culta ciudad de la República.
Al morir Vidermann, los gobernantes rápidamente colocaron su nombre a plazas, museos, calles, hospitales y escuelas. Y más rápidamente aún barrieron bajo la alfombra la parte oscura de la vida de Jacobo y con ella quizás algún que otro cohecho propio.
Un viejo amigo mío, Mario López, intentó investigar la extraña manera en que Vidermann murió. Soy la persona que más conoció a Mario y soy quien más lo extraña. Él era un solitario, al igual que Vidermann. También era, al igual que Vidermann, un vidente en un mundo de ciegos, casi tan egoísta como él. Murió en el mismo sitio que Vidermann. Su muerte quizás fue más natural, debida a una arritmia que detuvo su corazón, nadie sabía de la hipertrofia septal en su corazón. Fui el primero en ver a Mario en la morgue. Su cara tenía la misma expresión que la que le vimos a Vidermann la noche de su muerte. Sólo yo, y el forense policial estamos vivos de entre aquellos que vimos el cadáver de Vidermann. Ocurre que el forense nunca sospechó que quien asesinó a Vidermann fui yo. No importa ya que ustedes lo sepan, no me importa nada en este momento. Ahora que veo claramente, nada podría importarme que me llamen asesino. Aún cuando intentábamos evitar que una guerra comenzara...
Cuando vi en la morgue a Mario una gota de sudor frío me recorrió la espalda. La mirada era la misma: ¡El mismo espanto! Callé mi boca, no tuve que forzar un vómito .Fui a su entierro, le llevé unas flores.
La tarde anterior a su muerte me dejó un juego de llaves de su departamento. Me contó donde había guardado los datos de Vidermann. Busqué la carpeta y la quemé esa misma tarde.
Semanas después, a pesar de los esfuerzos y los riesgos corridos para evitar que ambos bandos se armaran, comenzó el conflicto, eufemismo por guerra, que intentamos evitar matando a Vidermann y a otros treinta y cinco señores de la guerra del resto del orbe.
También acá en la lejana Natdul ocurrían cosas curiosas y de alguna extraña manera relacionados con el magnate muerto...
Un conocido bibliotecario y escritor Natdulcense, fue encontrado en un banco de plaza en estado de estupor maníaco. Pero no es esto lo extraño, creo que cualquiera que viva entre libros está loco ¿O acaso no son aburridos los libros y la lectura?
Lo extraño fue que se fugó del Hospital Mental J. Vidermann, desnudo y al grito de "¡Treinta y seis hombres justos para sostener el mundo, mas si con cuatro bastará, calza cuarenta la bestia que nos hundirá!" Lo acorralaron en la esquina de Vidal y Olmos. Yo estuve allí. El infeliz no paraba de gritar que éramos todos "pálidas imágenes de seres de luz, que por alguna razón dormíamos." "¡Despertad!" gritaba "¡Mirad alrededor!"
Yo estaba entre la multitud que curioseaba, en un momento el loco quedó frente a mí. Me miró y me dijo "¿Jorge, porqué me miras así?, tú mataste a Vidermann, el loco eres tú..."
Nadie le cree a los locos, afortunadamente. Aún así debía asegurarme de que no dijese nada, fuera lo que fuese que supiera. Salté encima de él y lo abracé. Lo atrapamos entre todos, aún a pesar de su terrible fuerza. En el forcejeo, me arrojó contra la cerca. Sus ojos tenían un brillo especial, tuve la sensación de que ese hombre me conocía...
Dejé transcurrir unos días y me di una vuelta por el Hospital Mental, tengo allí un par de amigos y mi padre trabaja allí, por lo que no me costó demasiado conseguir permiso para una entrevista con el loco.
Cuando pregunté por él, el recepcionista dijo: — ¡Ah, Melquíades!—
—No es violento— me dijeron y con eso bastó.
Pasé escondida entre mis ropas una jeringa con morfina, y la aguja en el bolsillo de mi billetera. —¿Quién sospecharía de mí, si un loco muriese?—
Me senté a esperar que lo trajeran los enfermeros,
—¿Que querés averiguar?— Me preguntó mi amigo Horacio.
—Investigo las razones de la muerte de Vidermann y sé que ese hombre sabe algo— le mentí— ¿Cómo es que le dicen?—
—Melquíades, y lo sabe todo— dijo Horacio, serio de pronto.
En ese momento llegó el psicótico, sonreía.
—Hola Jorge, te esperaba...
—¿Usted me esperaba a mí?— pregunté
—Desde hace mucho
—¿Para qué?
—Para explicarte todo, hijo —Sonrió, parecía algo cansado: —Estuve bien el otro día, ¿no? Gritando desnudo en Vidal y Olmos, digo... —me guiño el ojo, y continuó:—Los cosas son más simples de lo que creemos. Vos mataste a Vidermann.
—De qué habla ?— fingí sorpresa. Miré a un costado hacia Horacio.
—No te preocupes por él— me dijo y mirando a Horacio, en un tono de voz extraño, algo profundo, ordenó: —Horacio, desaparece —.
Horacio, sonriente, desapareció.
Melquíades al ver mi cara de asombro, largó la carcajada —Le encanta hacer eso — dijo— sería el jinete del Apocalipsis perfecto: adora quitar velos...
Yo no podía creer aún la manera en que Horacio se esfumó. Tuve la ligera impresión de que nada volvería a ser igual, ciertamente un velo se había quitado de mis ojos.
—¿Qué pasó? — pregunté.
—Que Horacio me hizo caso, nada más.— y, guiñándome un ojo, prosiguió— Como me vas a hacer caso vos a mí: Intentar asesinarme con morfina no va a resolver nada. Tu destino ya esta fijado, el mío también... Con invisibles hilos se mueven las vidas de seres como nosotros...
—¿De que carajos habla? — Pregunté. A pesar de lo extraño de todo, jamás un loco me pareció tan cuerdo como ése...
—Hablo de que no vas a matarme, de que ni siquiera vas a poder intentarlo, hablo de que no existe el libre albedrío: Desde el momento en que existe una regla, el libre albedrío es imposible, todas la decisiones están determinadas por las opciones de las que disponemos, nunca se puede elegir algo a lo que no se tenga acceso. Pongamos un ejemplo, Jorge: ¿podés elegir entre respirar aire puro o contaminado?
—Sí— contesté.
—¿Podés decidir si respirar o no?— volvió a preguntar.
— También— le dije.
—Sería tu última decisión en vida. O sea que una decisión entre vida o el cese de ésta es el límite... —explicó e insistió con la pregunta filosófica:—¿Se puede decidir entre ser algo o dejar de serlo?
—Sólo mentalmente, no de hecho, según su explicación.— contesté.
—Entonces yo decido que vos mataste a Vidermann y vos no parecés estar en desacuerdo conmigo... — hizo una pausa
—Mozo, dos lágrimas — dijo al aire y aparecieron dos pocillos de café sobre la mesa. —No te preocupes, no tenías opción, naciste para hacer lo que hiciste...
Mis ojos aún no podían creer lo que este demiurgo conseguía...
Melquíades me dijo —Ahora te preocupa el café... Éstos son tan reales como vos, o como yo. Tomáte el tuyo sin miedo... —
"Las sorpresas no terminan nunca" pensé y pregunté —¿Qué es usted ?
—Te convendría más preguntarte qué sitio es este— dijo riendo, Melquíades.
—¿Qué sitio es este?
—Un viejo amigo me dijo que es el infierno— dijo, riendo aún más.
—Y supongo que usted es el diablo y huele a azufre —contesté, enojado.—¿Dónde dejó el tridente, Melquíades?
—No hijo, yo soy sólo un hombre que sabe la verdad. O por lo menos la máxima verdad aprehendible por la inteligencia humana. Eso me hace muy poderoso.
—¿Y si es tan poderoso porqué no se escapa?
—No intentes razonar con un loco... —contestó mirándome con benevolencia, mientras sacudía la cabeza a los lados, intuí que para él el loco era yo.
—No entendiste nada de lo que dije acerca de elegir,¿Querés saber quién sos vos en realidad?, va a ser más productivo...—hizo una pausa.
—Miráte al espejo— dijo, mientras hacia un ademán con la mano, haciendo aparecer un espejo de la nada...
Me miré al espejo. Al principio no noté nada. Luego fijé mi vista en el reflejo de mis ojos, y el espejo pareció volverse encima de mí. Me sentí pasar al otro lado y desde allí me miré, notando que en realidad era yo un ser de luz.
Apareció a mi lado Melquíades, dándome un enorme susto. No le prestó importancia y dijo— Ahora sabés qué sos, pero querías saber quién soy yo... Bueno digamos que algo así como un vidente entre ciegos... —se rió fuerte y con ganas.— Vos mataste a Jacobo porque sos uno de los "Lamed Wufniks" o eras, ahora que lo sabés dejaste de serlo. Cualquier poder sobrenatural que tú hayas tenido desapareció, incluyendo tu habilidad para matar,después de que eliminaste a tu víctima... Deja que te explique tu papel real en esta historia... Se avecina una guerra, y el señor Vidermann lejos de ser el provocador era un obstáculo. Ahora el espectro de la guerra se aproxima galopando. Tánatos prepara sus mejores ropas y afila con ganas la guadaña...
—Pero al matar a los proveedores de armas evitamos la guerra...— balbuceé..
—No, no evitaste la guerra "hombre justo", sino que la provocaste, pero no te atormentes, sin esta guerra se hubiera producido a la larga otra peor veinte o treinta años después, a veces un hombre justo debe permitir (o causar, aunque no entiendo qué puede tener de justo un asesino) la desgracia para evitar otra mayor, pero, ¿cómo saber? Por eso los Lamed Wufniks son entidades secretas y no se conocen, ni a sí mismos, "Ningún hombre puede saber quién es". Para eso la creencia del libre albedrío. Descubrí hace muchos años que los cielos oscuros son cielos vacíos. Que no arde el infierno bajo mis pies, sino aquí....— Se señaló la sien con su mano izquierda...
— ¿Querés hablar con Mario, ahora? — Me preguntó
—¿Con Mario López ? — Pregunté, confundido...
—Sí Jorge, con Mario López... — señaló con el dedo hacia un punto detrás de mi espalda y al darme vuelta, un serio Mario López me miraba fijamente
—Así que fuiste vos— me dijo.
—Sí— contesté
—Y creías que detenías una guerra...
—Sí— dije. Ya ni siquiera me asombraba por estar hablando con un muerto.
—La muerte o la vida no tienen sentido en este lugar —dijo Melquíades
Mario se esfumó
Nosotros volvimos a nuestro lado correspondiente del espejo.
—¿Qué es todo esto, Melquíades?
—Sólo es lo que parece hijo, una extraña ilusión.
Me detuve en ese instante, antes de hacer la pregunta temerosa, aterrado de ser la ilusión mental de un loco...
—¿Somos una ilusión suya, creación de usted?
Melquíades me miró, sus ojos brillaron un instante, sonrió levemente, tomó aire, y creo que por piedad esperó a contestar sabiendo lo aplastante y terrible de su contestación:
—Algunos sí, otros no.— Se acomodó en una silla, mental o imaginaria, lo mismo da... y explicó: — Este sitio es el infierno porque está hecho de imágenes distorsionadas, raras ilusiones de alguien que probablemente esté soñando.
—O sea que no existimos — dije, desesperado.
Melquíades se aproximó a mí y apoyó su mano de hombre bueno en mi hombro. —No es exactamente así... Personalmente creo posible que yo sea una ilusión de alguien más, así como vos sos una ilusión mía, un personaje de ficción...
Y parándose para salir de la habitación, mientras se lo llevaban los enfermeros, en un último intento por hermanarse conmigo, me dijo lo último que oí de sus labios: —Un mero reflejo en un espejo...
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