Su rostro fantaseaba en el follaje diurno bajo la soledad gimiendo entre sus ramas, dispersa, abrazada a un remolino eterno de nostalgias que enredaban su memoria. Y las hojas atardecían en el bosquejo de su mente como una secuencia familiar, a su lado la voz del padre tañía bajo un bigote fortificado en gritos, detrás una madre ausente dibujaba infinidad de rostros en el esqueleto de aquella copa verde, donde los chicos se colgaban para hamacarse entre los sueños. El viento susurraba nuevas caras en la espesura de la ancianidad paralelo al árbol de su vida, a la vez que Juan tildaba los amaneceres con el aroma tibio del café recién molido. En el fondo un cielo destellaba la maleza turbia de sus ojos que observaban el vuelo vespertino de las cosas y las sombras despejaban el silencio de aquel nombre velado en su memoria, mientras la silueta entraba y salía de su mente; - Eras Juan, mi Juano – repetían sus labios temblorosos junto al ventanal - a la vez que él aparecía y no, como un espectro temeroso en los arbustos del jardín: - Al fin volviste, te extrañé tanto...
Sus ojos dilataban la imagen de su esposo que flotaba entre el murmullo de las hojas: - Estoy aquí Rosaura a tu espera - susurraba él inquieto de amargura -
Y la brisa envolvió las siluetas que pendían de la nada para fundirlas con el tiempo, mientras los rayos se esfumaban vagamente con las nubes.

Al despertar, sus dedos recorrieron la frialdad del vidrio que dejaba ver algunas huellas dactilares, mientras el aroma del café había vuelto a instalarse nuevamente en la casona.

Ana Cecilia.