Se quedó de pie en la ducha, torpe como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas, como si hubiera olvidado el siguiente movimiento a hacer o le costara toda la energía del mundo algo tan sencillo como alcanzar una toalla. Esta era la sensación que lo acompañaba últimamente. El desamor, que todo lo transforma. Ya no había luz a su alrededor. Ahora los días parecían tener la misma neblina que el vapor de agua formaba en la habitación: todo era confuso y mal definido, a nada le encontraba sentido. Abrió la mampara y vio una verdad a medias camuflada tras el espejo empañado: su propio cuerpo. Y se hizo consciente de él, de cada molécula, de cada átomo, de cada órgano. De las gotas de agua que recorrían su espalda en idéntico recorrido a las del cristal del baño. Era capaz de sentir hasta la última de sus células funcionando al unísono, empeñadas en la tortura de mantenerlo vivo a pesar de que ya nada tenía sentido. A pesar del fin.