El cielo en aquella noche se acostó con brazos extendidos sobre el sereno mar, cuyas tímidas y pequeñas ondulaciones engordaban y adelgazaban la imagen de la Luna llena, la que no se elevó a una gran distancia sobre el horizonte y que se impuso como un gran ojo abierto.
El reventar de las pequeñas olas en el borde rompía con el silencio ensordecedor y borraba las pequeñas pisadas de las aves marinas que solían alimentarse durante la tarde.
En aquel lugar, el joven Pedro permanecía acostado boca arriba contemplando con increíble pasividad el paisaje. Imaginó que el cielo de aquella noche presentaba una asistencia completa, de seguro, no faltaba ni el más mínimo polvo cósmico. A pesar de ser una noche oscura, las estrellas resaltaban como nunca antes, palpitando su luminosidad.
La oscuridad brillaba en su ausencia.
Desafiando el misterio y la perfección, Pedro comenzó a contarlas partiendo por las más brillantes, más bien, con aquella que yacía postrada a los pies de la Luna cuyo brillo resaltaba orgullosa por sobre todas. Sin poder usar su dedo, memorizó cada posición de las estrellas con el fin de no volver a contarlas. De un momento a otro, llegó a la estrella número ciento veinte, aquella que a penas se asomaba del lejano cerro. Era la hora de continuar con aquellas inciertas nebulosas, que a esas horas parecían algodones empapados con el más fragante de los perfumes.
Sin embargo, antes de seguir con su cuenta, Pedro detuvo su mirada en medio del mar, en el cual se abría un camino similar a un puente colgante, en donde cada tablón oscilatorio irradiaba una luz blanca tragada en parte por las pequeñas olas del mar. Este camino –como reflexionaba él- era la sombra de la luna, y no como lo llaman los nostálgicos, el reflejo.
Deseó caminar descalzo sobre este camino que cada vez se acercaba más al nivel de sus ojos. Siguiendo su mirada en la trayectoria de este camino, llegó a apuntar su vista a la Luna, y más precisamente en la estrella luminosa que estaba justo debajo de ella. No fue precisamente su luminosidad lo que motivó su atención, sino que en un acto fuera de toda ley universal, ésta comenzó a caerse del cielo. Aquella eterna lealtad de cercanía con la Luna por siglos pareció estar llegando a su fin. Pedro, instantáneamente sintió que la parte posterior de su cabeza se enfriaba peligrosamente. La estrella caía lentamente como deseando zambullirse. Su cuerpo comenzó paulatinamente a enfriarse contagiado por su cabeza. Levantando sus brazos con mucha dificultad hizo infructuosos intentos en alcanzar esa desventurada estrella e impedir su lenta caída al mar. Ésta caía irremediablemente. Al tocar el mar, la estrella se expandió como una gota de sangre en el agua. Su ojo derecho fue el testigo clave del fenómeno, mientras que el izquierdo aún veía caer a la estrella. El frío en su cuerpo era total, y entonces, su respiración se detuvo abruptamente. Comenzó a ver la misma imagen hermosa del cielo de hace unos minutos atrás convertida ahora en borrosas imágenes animadas. En ese momento, ambos ojos compartían la misma imagen. Ningún rastro quedó de la estrella que caía del cielo. Quizás terminó sumergiéndose. A pesar del sobresalto inicial, la imagen imprecisa del cielo comenzó a calmar a Pedro. El cielo difuso pareció ahora el paraíso celestial, donde cada estrella tomaba forma de ángel y la Luna la forma de un trono.
Ni siquiera el repentino golpe en sus piernas de su silla de ruedas que el mar comenzaba a llevarse, aquella que lo acompañó toda esa noche luego de su caída; ni tampoco el menear involuntario de su cuerpo, lograron despertarlo del sueño que terminaba con Pedro caminando con sus piernas y brazos sanos hacia las puertas del cielo, gozando la libertad.
Luego de aumentar su nivel, la mar comenzó nuevamente a recogerse.
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