No soy cruel, sólo veraz. 
                                                     Sylvia Plath					 
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El poema más hermoso del mundo 
descansa en una línea, 
duerme y sueña con hombres 
de mundos circulares. 
 
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Ninguna cosa es cierta 
si es cierto que este poema no continúa.  
 
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Hoy quiero desvestirme de mí 
y desnudarme el nombre. 
 
Hoy quiero quitarme el traje de mujer 
y colgarlo, 
en forma vertical, 
de toda la poesía. 
 
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Son dos voces las que oigo al despertarme la conciencia: 
El hablar de la muerte. 
El decir de la vida. 
Y la tercera voz, 
la que decide, 
la que no oigo  
ni me oye. 
 
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Los hijos del poema 
son más de dos 
son menos de dos. 
 
Los hijos del poema 
somos nosotros 
y aquello que nos falta para serlo.  
 
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Trepando a la cordura, 
tarareando el nombre de la noche 
besándole el cuello a la cruz que te lleva, 
niña, 
tu peso es indecible.  
 
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Mi tiempo es cada vez más sucio 
mis manos cada vez más cortas 
mi ausencia,  
ausente,  
como metáfora quebrada por un punto. 
 
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Será que sólo puedo verte 
cambiándole los ojos de lugar a la palabra. 
Sólo así, 
Escribiéndole un beso en la herida más profunda 
de un caminar verbal 
que dice nada. 
 
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Llega tarde la tarde 
y temprano el poema. 
 
Alguien deberá de tomar el lápiz por las astas. 
 
Yo aún estoy durmiendo.  
 
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Enamorada del perfume 
que usa tu piel 
para lucirse. 		 
 
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Para hoy 
             Flores de plástico en el ojal de la verdad 	 
                               Guantes de goma en la palabra	 
                                                Imitaciones de sonrisas 
Para mañana 
                    Una fosa común para mañana.  
 
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Supongamos que quiera copiarte el estilo  
de camaleón arrepentido. 
 
Puedo tomar las escaleras más audaces 
y dejarlas durmiendo en el descanso de la duda.  
Para después subir por ignorancia  
y bajar las persianas de un beso.  
 
Podría también jugar a ser sirena 
y ahogarme en un sonido parecido a un sonido 
que en realidad no es nada. 
 
Entonces cambiaré el recuerdo de mí misma por otro, 
novedoso y discreto, 
para quejarme luego de nunca haber querido 
diferente.  
 
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A quien corresponda 
            limpiar los desechos del hombre, 
tenga a bien guardar 
                 algún abrazo 
                           un libro viejo 
el rostro iluminado de un café 
                                   que me supo beber 	 
                                                todo el insomnio. 
 
A quien corresponda 
corregir los errores 
no me despierte.  
 
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Quién soy yo para hablar, 
después de todo, 
antes de todo lo que vino después, 
quién soy yo para ser mi primera persona.  
 
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Olvidemos las puertas un momento 
y dejemos entrar la idiosincrasia por la mirilla rebelde de las bocas. 
 
Claro está que prefiero 
la guerra fría 
al frío bélico de los silencios 
en hilera. 
 
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Dos extraños parecidos a mí, 
trepando mi atención 
como insectos. 
Uno de ellos, 
el menos parecido, 
seguramente es yo. 
El otro, 
Símil hasta en lo ajeno, 
desconozco.  
 
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A decir verdad. 
No se trata de hacer la luz con la palabra; 
se trata de una invitación al nacimiento.  
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Me llevo solamente una imagen, 
la del temor crucificado. 
 
Sus brazos abiertos, 
su espalda húmeda sobre la hoja en blanco.  
 
No alcanzó. 
Buscó todos los medios 
Buscó todos los todos. 
 
No alcanzó a detener el impacto del verbo.  
 
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Sombras y pasos; 
Antes la huella, luego el pie. 
Así recluta la imagen otoñal todos los ruidos de mi espera. 
 
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Yo no conozco el miedo. 
Es él quien me conoce demasiado. 
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