Relata el mito que Ngenechén despertó el corazón de todos los seres cuanto había creado, excepto el del hombre; quería que lograsen despertarlo por sus propios medios. La gente de la tierra se veía impedida para tal fin, entonces le oraba a Ngenechén para implorar su ayuda. A la sazón de las rogativas, el dios, lleno de sabiduría y compasión, los socorrió dándoles inteligencia.

Sin embargo, la divinidad ignoraba el funesto desenlace que tendría para él su inocente cumplido: aquel don fue perfeccionándose conforme las generaciones se sucedían, fomentando en la humanidad progreso tecnológico y cultural tal, que el ritmo del devenir mundial era alarmante; nacían así las ciudades, la industria, la ciencia, la competencia, la polución, la miseria, el olvido y, para congoja de Ngenechén, el libre albedrío que, en cierta medida, justificaba todo mal cuanto había engendrado.

La tristeza de Ngenechén ya era más que evidente. El corazón –entendido por la deidad como origen de todos los sentimientos positivos hacia él, ellos mismos y la naturaleza- seguía durmiendo, y para colmo de males, su obsequio evolucionaba a tal magnitud que parte de su creación llegó a rechazar al divino creador, propagando tal pensamiento, y de manera tan consistente, que ya su no-existencia era un principio, un axioma sin objeción.

Entonces el dios, aterrado por la sugerente visión, despertó a su creador -el autor de este mito, un machi-, y éste, advertido por su Ngenechén, ordenó suspender las plegarias que la gente de la tierra realizaba con el propósito de despertar su corazón:
-Ngenechén ya lo ha hecho -aducía el machi.

Y así toda la gente vivió en la inocencia, la alegría, la creencia, la ignorancia y la sumisión por siempre feliz.

Y Ngenechén, suspirando aliviado, pudo seguir viviendo, también muy feliz.