Componiendo
De todos los lugares que pude haber elegido para recluirme en soledad y componer mi opera prima, “Odisea Tanguera en Sol menor”, la esquina de San Juan y Boedo, era sin dudarlo, el lugar más indicado, considerando su pasado tanguero.
Al menos, resultaba mucho más inspirador con su ambiente que, por ejemplo, la desértica puna jujeña o algún perdido campo de alguna perdida provincia.
Yo disponía de un pequeño bulín, suerte de minúsculo departamento de un ambiente –si es que podía llamarse ambiente a ese “desambientado” lugar–. Había en él una vieja mesa de madera comprada en un remate, tres sillas de café del tipo “thonet”, con su esterillado gastado, una cama grande, un cajón de frutas dado vuelta que servía de mesa de luz y apoyo para un teléfono a disco, y un cesto de mimbre, de esos que se compran por monedas en el mercado de frutos del Tigre, los domingos por la tarde.
Con respecto a las tres sillas, con una sola hubiese alcanzado; yo no conocía a nadie en la ciudad y siempre preferí estar solo. Pero tener tres sillas le sirve a uno tanto para apoyar cosas varias como para decidir cotidianamente en cuál de ellas sentarse; no es cuestión de sentarse siempre en la misma silla.
Allí, navegando en mi soledad, repasaba mentalmente el compás del dos por cuatro, pensando en notas musicales y en las nostalgias que incendiaban mi alma; un fuego, que solía apagar con vino tinto.
El silencio era algo necesario para cumplimentar mi monumental obra, y maldije aquel día en que la campanilla del teléfono sonó como el canto de una inoportuna sirena invadiendo mis sentidos. ¿Quién carajo podía llamarme, siendo que yo no conocía ni quería conocer a nadie? ¿Quién osaba distraerme de mi trabajo? Nadie.
Por eso, cuando levanté el tubo, no escuché más que un profundo silencio.
Poco después volvió a sonar el maldito, pero esta vez alcancé a percibir una débil respiración del otro lado de la línea, y luego, casi inmediatamente, el inconfundible sonido de la comunicación cortada.
Volví a navegar entre mis partituras, intentando concentrarme en mi música, cuando pasados pocos minutos, y para horror de mis horrores, el aparato volvió a sonar. Levanté el tubo, y otra vez sentí la misteriosa respiración. Guardé silencio, y el diálogo del aire exhalado por ambos extremos se prolongó durante –tal vez– un solo minuto, pero de características eternas.
Luego, una voz que se asemejaba a una cálida caricia preguntó: “¿Ulises..., sos vos?”. Sorprendido en lo más profundo de mi alma, pues ese es realmente mi nombre, dije titubeando: “Sí, sí..., ¿quién habla?”, y me cortaron.
¿Pero quién mierda podía joderme así, si yo no conocía a nadie?
Al día siguiente, habiendo ya olvidado lo sucedido, de pronto volvió a sonar el teléfono. Atendí desconcertado, y otra vez la misma voz decía suavemente: “¿Ulises...?”.
Mi respuesta, no planificada y a modo de burla, fue: “Ulises salió..., se fue a una Odisea; me dijo que le dejes tu número de teléfono que tal vez dentro de veinte años te llame”.
Luego de unos instantes de silencio, la voz pronunció un número, que mecánicamente escribí en un papelito, y acto seguido tiré al cesto de mimbre, volviendo a navegar en mi océano de pentagramas, claves de sol, silencios y fusas.
Nunca más llamó. Mi respuesta burlona, quizá, había surtido efecto. ¿Me habría librado finalmente de las molestas llamadas que interrumpían mi trabajo? Tal vez...
Pero al cabo de varias semanas comencé a extrañar esa voz. Esa cálida caricia, que pronunciaba mi nombre con dulzura digna de un mundo misterioso e infinito.
Comencé a ahogar mis penas con alcohol, hasta que una noche, borracho y desesperado, busqué en el cesto –lleno de esas basuras que sólo el tiempo acumula–, hasta encontrar el número.
Llamé, escuché su voz diciendo “hola...”, y simplemente pude decir: “Soy Ulises”.
Luego de varios segundos de silencio, dijo: “Esperé tu llamado toda mi vida, desde aquel lejano día en que partiste...”.
Nos citamos para el sábado en la esquina de Humberto Prima y Defensa. Ella iría vestida de rojo, con una capelina dorada como el sol sobre su cabeza. Encandilado por su belleza, la vi brillar entre la multitud que suele ir allí a respirar tango.
Me acerqué a ella mientras una orquesta mitológica hacía sonar los compases de La Cumparsita. Nos miramos a los ojos, la invité a bailar, y ante la envidiosa mirada del universo, luego de un quiebre, una corrida y un paso cruzado, nos enamoramos.
Desde que Penélope –a quién desde ese día llamo Malena– se vino a vivir conmigo, rompí el teléfono...
|