Cuenta la historia que Onán, varón de la tribu de Judá, aún casto era cuando su hermano -que había tomado esposa– falleció sin dejar simiente. La mujer, cuñada de Onán, clamó a Yavéh su desgracia, quién mandó en sueños a Onán el conocer a la viuda, y hacer en esta descendencia.
No obstante el designio incomodaba a Onán; si bien su hermano había fallecido, rondaba en su mente aquella ley que decía: “No conocerá un hombre la desnudez de la mujer de su hermano...”
Por otra parte, la mujer en cuestión no era del gusto y agrado de Onán. Este resistía la idea de ser forzado a ayuntarse con una mujer que él no había elegido para sí. No obstante, temeroso de Yavéh Onán cedió a la voluntad divina... aunque no del todo.
Pensó entonces Onán: “Si llegado el momento de yacer con esta mujer, retiro mi miembro de ella justo antes de... entonces, no tendrá descendencia de mí; yo habré cumplido con la voluntad de Yavéh, y ya no seré molestado.”
Dicho y hecho; cada vez que yacía con su ex cuñada, Onán cumplía –a su manera- con el deber impuesto. Sin embargo... las cosas no funcionaron como esperaba el mancebo hebreo; la historia dice que Dios castigó la desidia de Onán con un terrible mal. Lo cierto es que Onán, hubo de llamarle a su castigo... Jaimito.