La nieve caía sin parar. Las montañas que acompañaban aquella bonita estación iban cubriéndose de un manto blanco a medida que las horas pasaban. Era como estar mirando una postal navideña en los estantes de cualquier quiosco en cualquier ciudad del mundo.
Las tibias luces que alumbraban los andenes parecían luciérnagas ambulantes en un día que empezaba a despuntar alterado por los sonidos del crujir de la nieve aún dura, la nieve que había pasado la noche a solas, sin resplandores de luna por compañía ni estrellas para jugar en las horas más frías, de esos zapatos de suela dura por aquellos que deseaban acceder al convoy e iniciar un viaje a través de las profundas garras que entrañaban los raíles que se perdían en la niebla lejana. Así es como vi aquella estación treinta años después. Seguía perdida entre la inmensidad de las altas montañas de aristas verticales y árboles adornados de blanco, de silencio alborotado por el mismo silencio, de copos de nieve que flotaban y se movían al ritmo del viento y al ritmo de la vida.
El tren había hecho su parada puntualmente a la hora que nos habían anunciado. Treinta minutos nada más y emprendería de nuevo su marcha. No me moví de mi asiento, esperé allí hasta ver llegar el otro convoy en dirección contraria, el otro tren donde mi más ansiado esperar de todos estos años debía llegar. No tardó mucho en hacer entrada también y parándose junto al tren donde yo seguía sentado.
Respiré hondo y miré por la ventana de mi departamento los copos de nieve que seguían cayendo, igual que un día, ¡hace tanto!, me protegía con una gorra y un capote mientras entraba en el vestíbulo de la estación para calentarme un poco.
Deseaba entrar, no era aquella vetusta estación negra, sucia, llena de agua por todas partes, con viejos bancos de madera desgastada y olor a guerra, a pólvora, a humo, y también a amor. Posiblemente a amor es a lo único que aspiraba a oler ahora mismo.
Me detuve frente a la puerta, donde las personas entraban y salían al son de los movimientos giratorios de aquella moderna puerta, ya no era de madera mugrienta, sino de bonitos cristales limpios que adivinabas su interior sin tener que pasar. Al final me decidí, el frío azotaba mi cuerpo con fuerza. Me senté en un cómodo banco. Sentía el tic tac del reloj que había enfrente mío. Un reloj que marcaba las horas y los minutos con números, que cambiaban cada poco tiempo, como si tuvieran prisa y quisieran llegar a la próxima hora mucho antes. Yo seguía escuchando el tic tac de aquel reloj redondo, de agujas diferentes y números grandes en su esfera que un día quedó testigo de algo que ahora quería recuperar. ¿Dónde estará ese maldito reloj que testifique mi estancia aquí ahora?¿Dónde estarán esas horas perdidas entre el tic tac y el cambio de número?.
Hizo su entrada por la puerta giratoria entre más gente aquel inconfundible rostro. Lo llevé en mi mente y en mi corazón durante muchos años y me di cuenta que no había cambiado. El corazón me dio un pequeño susto, pero de ahí no pasó. Ella, poco a poco se abrió paso y buscó instintivamente mi presencia; la vi como buscaba entre las personas que nos encontrábamos en la sala. Me levanté y fui a su encuentro.
Sus ojos eran cautivadores, redondos y pequeños, tenía la cara roja por el frío y sus labios denotaban una sensualidad enriquecedora. El cabello le llegaba a la altura de los hombros con un lazo azul cogido atrás. Nada más verla me aparté de la pequeña estufa de leña donde me calentaba las manos y me acerqué. Era preciosa, poquita cosa, sencilla y de mirada penetrante. Vestía con una falda gris por debajo de las rodillas y una rebeca a juego con algunos botones sin coger que dejaban ver entre una blusa blanca debajo, los hermosos bultos de sus pechos. El reloj redondo de madera seguía con su tic tac, tic tac...
Mi corazón se enamoró nada más verla, fue hace treinta años...Treinta años que no la veía y no había cambiado, la seguía queriendo tanto...
-Úrsula, amor, estoy aquí-le grité.
Unos pequeños angelitos de mármol muy blanco que adornaban aquella sala y surgían de las esquinas hacia el vacío en lo más alto del palacio se pusieron a cantar para nosotros y las baldosas del suelo lucían más que nunca, como espejos donde se reflejaba nuestro amor encontrado. Una pequeña orquesta tocaba una suave música para que uniéramos nuestras almas y nuestros cuerpos después de todos aquellos años. Esa sala no era más que el vestíbulo de una estación perdida en una tierra agreste y fría, pero a mí me pareció un palacio en aquellos precisos momentos.
La besé tanto como pude y la abracé para toda una eternidad, no quería que el reloj cambiara de número, prefería el tic tac, me pareció más lento, necesitaba todo ese tiempo que nunca llegué a tener, ese tiempo que hacía treinta años me quitaron, una guerra que no debió existir, un frío que me trajo momentos felices en mi vida, un tic tac que no debió tampoco de correr tanto como lo hizo, un tiempo de espera, de amor imposible, incierto, un tiempo que avanzó tan aprisa como la vida avanza en las personas....
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®Manuel Muñoz García-2002
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