Cómo pasa la vida, reflexiona un anciano al borde de la muerte que observa como el día deja de asomarse por su ventana.
Callan a su alrededor. Ellos no entienden. Sólo lo sabrán cuando ellos también vayan a oscurecer en la noche de su vida. Sólo entonces.
Se miran compasivos sus nietos, y entre risitas cómplices juguetean con una pelota de colores que acaba por golpear el vidrio que observan los rugosos ojos del abuelo.
El grito enfurecido y a la vez con tono triste de la madre preocupada, expulsa a los niños fuera de la habitación y se queda tras la puerta respirando profundo y cerrando sus ojos con fuerza, evitando que los ojos se le sequen demasiado.
No te preocupes –Interrumpe nuevamente la apacible voz- Son niños y disfrutan siendo rebeldes, sintiéndose poderosos ante la acumulación de años de los demás.
Sus ojos se cierran, todos se sobresaltan, se ponen en pie alertados, y sólo su señora se acerca temerosa al borde de la cama para comprobar el débil pulso en las venas de su marido. Éste toma su mano con delicadeza sin abrir los ojos, y la besa con suavidad.
Sigue vivo -Anuncia la señora mayor de pelo recogido en un discreto moño en su nuca- Gracias a Dios.
Alivio, aunque no del todo.
Al fin llega el médico saludando con un gesto gentil y una sonrisa amable en los labios.
Las cortinas blancas se ven ahora naranjas con el resplandor del cansado sol bañado en el mar. Los nublosos ojos azules del anciano observa como su doctor se aproxima; luego se detiene a mirar el ocaso que rápido de va disolviendo.
Respire despacio y profundamente, ordena el especialista, quiero ver qué se cuenta ese corazón hoy.
Se abre la puerta, y la hija mayor se acerca con su madre tomada por los hombros; ambas esperan la respuesta ya no muy esperanzadas de encontrar una nueva solución.
Bajan las cabezas; una lágrima reposa sobre la alfombra, y se esconde entre el grueso tejido.
Quizá unas cuantas horas, quizá ya no de tiempo a volver a entrar, quizá... -Interrumpe la brusquedad del comentario y decide no continuar.- Lo siento.
Lo ven alejarse por el pasillo con su maletín de piel negra y su bata blanca de oficio.
Se abrazan llorando en silencio, transmitiéndose las fuerzas que ya no existen e intentando aparentar valentía. La señora, con las piernas temblorosas, gira el manillar. Observa su rostro: Blanco, dulce, tranquilo... Regresa sobre sus pasos y cierra tras su espalda.
Suspira.
El reloj marca las nueve de la noche, y una musiquilla anuncia la recién llegada de la noche...
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